Gran Libro de los Mejores Cuentos - Volumen 9
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Este libro contiene 70 cuentos de 10 autores clásicos, premiados y notables. Los cuentos fueron cuidadosamente seleccionados por el crítico August Nemo, en una colección que encantará a los amantes de la literatura. Para lo mejor de la literatura mundial, asegúrese de consultar los otros libros de Tacet Books. Este libro contiene: Amado Nervo: Dos Vidas. La Última Molestia. Muerto y Resucitado. La Última Guerra. En Busca de Tolstoi. Los Que No Quieren Creer Que Son Amados. El Mayusculismo.Bernardo Couto Castillo: La Venganza. Heroísmo Conyugal. Delirium. El Encuentro. Cleopatra. El Jardín Muerto. La Perla y La Rosa.Carlos Díaz Dufoo: Por Qué La Mató. Catalepsia. La Muerte Del Maestro. Confidencias. ¡Maldita! Cavilaciones. At Home.Efrén Rebolledo: El Desencanto De Dulcinea. El Soliloquio Del Espejo. Jardín Zoológico. El Coloquio De Los Bronces. El Palacio De Otojimé. Por Los Ojos. El Suplicio de Mona Lisa.Justo Sierra Méndez: César Nero. La Novela de Un Colegial. Niñas y Flores. La Fiebre Amarilla. La Sirena. Playera. María Antonieta.Manuel Gutiérrez Nájera: La novela del tranvía. La mañana de San Juan. Los suicidios. Madame Venus. Las tres conquistas de Carmen. Stora y las medias parisienses. La historia de una corista.Víctor Pérez Petit: Horas tristes. Mártir del amor. Las botinas acusadoras. Heroísmo. Justo castigo. La liga. ¡Inocente!Darío Herrera: En el Guayas. Un beso. Hipnotismo. La zamacueca. Acuarela. Bajo la lluvia. Páginas de vida.Eloy Fariña Núñez: Las vértebras de Pan. Bucles de oro. La ceguera de Homero.La inmortalidad de Horacio. Claro de luna. La verdad. El hirofante de Sais.Clemente Palma: Miedos. La Walpurgis. La leyenda del hachisch. Los ojos de Lina. El nigromante. El día trágico.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783969179307

Justo Sierra Méndez

Justo Sierra Méndez (San Francisco de Campeche, Campeche, 26 de enero de 1848; Madrid, 13 de septiembre de 1912) fue un escritor, historiador, periodista, poeta, político y filósofo mexicano, discípulo de Ignacio Manuel Altamirano. Fue decidido promotor de la fundación de la Universidad Nacional de México, hoy Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Se le conoce también como "Maestro de América" por el título que le otorgaron varias universidades de América Latina. Es considerado uno de los personajes más influyentes de la historia moderna de México.
ivió en San Francisco de Campeche; hijo de Justo Sierra O'Reilly, eminente novelista e historiador, y de Doña Concepción Méndez Echazarreta, hija de Santiago Méndez Ibarra, quien jugó un papel importante en la política yucateca del siglo XIX. A la muerte de su padre (1861), siendo casi un niño, Justo Sierra Méndez se trasladó primero a la ciudad de Mérida, después a Veracruz y por último a la Ciudad de México donde, después de brillantes estudios, se relaciona con los mejores poetas y literatos de ese tiempo, entre otros con Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Acuña, Guillermo Prieto, Luis G. Urbina, poetas de la Revista Azul y de la Revista Moderna. Fue hermano de Santiago, periodista y poeta y quien fuera asesinado por Ireneo Paz en duelo armado en 1880 en presencia del mismo Justo, y de Manuel José, político. Asistió a una reunión en la que estaban algunos de los más consagrados escritores de aquel tiempo. La velada tuvo lugar en casa de don Manuel Payno; estaban ahí, entre otros, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez y Vicente Riva Palacio. Dice don Agustín Yáñez: "desde aquella velada, Sierra ocupó un sitio de preferencia en los cenáculos, conmemoraciones y redacciones literarias; fue la sensación del momento en la tribuna en los días clásicos de la patria; en una juventud que se consagró a la literatura, Sierra incursionó en el relato, en el cuento, la novela y el teatro."
Algunos de sus poemas de juventud se publicaron en el periódico El Globo, y se dio a conocer con su famosa "Playera"; a partir de 1868 publicó sus primeros ensayos literarios; en El Monitor Republicano inició sus "Conversaciones del Domingo", artículos de actualidad y cuentos que después serían recogidos en el libro Cuentos románticos; publicó en la revista El Renacimiento su obra El Ángel del Porvenir, novela de folletín que no tuvo mayor impacto. Escribió también en El Domingo, en El Siglo Diez y Nueve, La Tribuna, en La Libertad, de la que fue su director y en El Federalista. Asimismo, publicó en El Mundo su libro En Tierra Yankee. Abordó además el género dramático en su obra Piedad.
En 1871 se recibió de abogado. Varias veces diputado al Congreso de la Unión, lanzó un proyecto que sería aprobado en 1881 y que daba a la educación primaria el carácter de obligatoria. En ese mismo año presentó un proyecto para fundar la Universidad Nacional de México que no prosperó, tardaría sin embargo 30 años para verlo realidad. Desde 1892, expuso su teoría política sobre la “dictadura ilustrada”, pugnando por un Estado que habría de progresar por medio de una sistematización científica de la administración pública; en 1893 dijo aquella célebre frase: "el pueblo mexicano tiene hambre y sed de justicia". ("México es un pueblo con hambre y sed. El hambre y la sed que tiene, no es de pan; México tiene hambre y sed de justicia"). En 1901 se trasladó a Madrid con el objeto de participar en el Congreso Social y Económico Hispanoamericano; fue en esta ocasión que conoció a Rubén Darío en París. Presidió la Academia Mexicana,1 correspondiente de la Española. Influyó también en los escritores Luis González Obregón y Jesús Urueta.
En 1910 la Universidad Nacional Autónoma de México le otorga la distinción Doctor honoris causa junto con jefes de estado, premios Nobel y grandes historiadores.
Tiempo antes del triunfo de la Revolución Justo Sierra Méndez renunció al ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, y fue sustituido por Jorge Vera Estañol. Dos años después, el presidente Francisco I. Madero lo nombró Ministro Plenipotenciario de México en España. Murió poco después en Madrid, el 13 de septiembre de 1912. Su cadáver fue traído a México en el trasatlántico España, habiendo sido homenajeado en todo el trayecto y fue sepultado con honores en el Panteón Francés.
En 1948, en el centenario de su nacimiento, a iniciativa de la Universidad de La Habana junto con otras universidades del continente, la UNAM lo declaró Maestro de América, se editaron sus obras completas en 15 tomos y sus restos fueron trasladados a la Rotonda de las Personas Ilustres, creada en 1880 tras su propia iniciativa. Por decreto presidencial, el 26 de mayo de 1999 se inscribió su nombre con letras de oro en el muro de honor del Palacio Legislativo de San Lázaro.

César Nero

Que cualquiera que tenga inteligencia calcule el número de la Bestia; es el número de un hombre, y este número es 666. (Apocalipsis, XIII, 18.)
Los adivinos le habían prometido que a su caída reinaría sobre el Oriente: otros le habían asignado el reino de Jerusalén. (Suetonio, NERÓN, XL.)
Veinte años después de su muerte, apareció un aventurero que se decía Nerón. A favor de este nombre supuesto fue muy bien recibido entro los Parthos y recibió de ellos grandes auxilios. (Suetonio, NERÓN, LVII.)
El gran rey de Roma la Grande, el hombre igual a Dios, engendrado por Júpiter y Juno la diosa, que solicita en los teatros aplausos, cantando sus himnos melífluos, que ha matado a tantos, sin contar a su propia madre, vendrá de Babilonia terrible o impío. La multitud y los grandes le harán séquito... (Orác. Sibilino, V.)
A Dernardo García Rendón
Siete anos hacía que, por la gracia del Señor, reinaba el emperador Justiniano, de eterna celebridad y equívoca reputación; algunos romanos que habíamos servido en el ejército de Belisario durante las últimas campañas en Persia, nos vimos en la absoluta necesidad de permanecer en Antioquia, mientras nuestro general emprendía la reconquista de África, porque la cicatrización de nuestras heridas era muy lenta.
La corte de Constantinopla, según allí sabíamos por los mercaderes y los marinos de la flota, apenas so reponía de la emoción que le causara un tremendo levantamiento de las facciones cocheriles, que estuvieron a punto de incendiar la ciudad entera; nosotros, hijos de Occidente, que hacía tiempo habíamos olvidado, en medio de nuestras desdichas, la habilidad de los verdes y de los azules, nos entregamos con placer a las deliciosas vacaciones que la buena estación y algunas larguezas de Belisario nos permitían disfrutar.
En aquellas poblaciones profundamente dominadas por la devoción y la fe, era obligada romería de todo buen creyente la que se hacia para visitar la iglesia y monasterio llamados la Mandra de S. Simeón Estilita. En el santuario, situado a trescientos estadios de Antioquia, se veneraba, en efecto, la columna en que aquel varón extraordinario pasó cerca de treinta años, siempre a pie, predicando y orando. Un siglo, poco más o menos, hacía que el Styllita había muerto y aun la fama de su milagrosa vida era el consuelo y el orgullo de la Iglesia patriarcal de Siria.
Antes de volverá nuestra Italia, aun cuando fuesé para consangrentarla al arrancarla a los bárbaros que la profanaban, quisimos, ya aliviados de nuestras dolencias, hacer también la santa peregrinación y reunidos a una de las numerosas caravanas que de todos los puntos del imperio se dirigían al milagroso santuario, llegamos a aquel monte en donde se había realizado la manifestación más extraordinaria del poder pasivo de la naturaleza humana, subyugada por el fanatismo y espiritualizada por el éxtasis. Nosotros, que en nuestra calidad de romanos, nacidos en Roma, nunca tuvimos el fervor religioso de aquellas poblaciones orientales, mezclábamos cierta timidez a las demostraciones de adoración que prodigaban los peregrinos ante la columna de aquel prodigioso penitente, de aquel suicida, como decía irreverentemente el más joven de nosotros, vástago, según afirmaba, de una antiquísima familia pagana.
Salimos de la iglesia para recorrer la galería que la rodeaba; nos guiaba un cenobita que, a nuestro ruego, nos condujo a la habitación del santo Eutiquio, que había conocido a S. Simeón y que, según la fama, leía en las almas como en un libro abierto. Aguardamos un rato a que el varón de Dios concluyese sus preces; nos hizo sentar, en seguida, a su lado, con afabilidad dulzura, pero sin despegar del más joven de nosotros su mirada penetrante.
–¿Cuál es tu nombre? lo dijo al fin. –¿Mi nombre cristiano, padre mío? –No, el nombre de tu gens, de tu familia, tu nombre antiguo, el de hace tres siglos. El sacerdote aguardaba la respuesta con una especie de ansiedad; nuestro camarada se había puesto muy pálido.
–Padre mío, replicó al fin, si es cierto que el Señor os ha dado el poder de leer en las almas, ved en la mía el nombre que rehúsa pronunciar mi boca.
– Hijo, no es necesario leer en tu alma, para adivinar cuya es la sangre que por tus venas corre; basta el color singularísimo de tu barba
(Y en efecto nuestro camarada tenía la barba de color de bronce rojo.) –Aenobarbus... murmuré el asceta. Nuestro primer movimiento fue retirarnos de aquel pariente de Nerón, que se arrojó lloroso a los pies del santo.
–¿Son amigos tuyos, éstos que te acompañan? –Son mis hermanos. –Entonces esperad un instante, dijo el anciano y salió apoyado en su báculo. Arrepentidos de nuestro primer movimiento estrechamos a Enobarbo en nuestros brazos; nos refirió brevemente que descendía por la línea paterna de Lucio Domicio, a quien, según una tradición doméstica, un genio le había acariciado las mejillas cambiando para toda su descendencia el color de la barba. De ese mismo Domicio descendía Nerón.
Concluía su historia nuestro camarada cuando volvió Eutiquio trayendo un rollo de pergamino atado con un cordón de púrpura.
–Este escrito, nos dijo, fue entregado al santo, Simeón por un pastor que, en un bosque de las cercanías de Éfeso, lo encontró en un túmulo en ruinas. Solo Dios sabe quién lo escribió; leed.
Tomó Eutiquio a ponerse en oración. Nosotros sentados en sendos sitiales de cedro del Líbano, desenvolvimos el pergamino y yo leí en voz alta:
**** La fiel Actea y las nodrizas Eclogé y Alexandra llevaron al monumento sepulcral de los Domicios el cadáver de Casar, de Nerón. Deportáronlo en el interior del mausoleo y después de regarlo con flores y lágrimas, se retiraron, las nodrizas hacia Antium, villa natal do los Enobarbos y la inconsolable Actea hacia las catacumbas novísimas, en donde sus oraciones subían al Eterno día y noche para hacerlo propicio al espíritu de su imperial amante.
–Poco después de haberse alejado aquellas piadosas criaturas, una sombra, negra como una nube de humo, cubrió el sepulcro. La claridad lunar que inundaba el campo de Maite, el Capitolio y la mole inmensa de Roma, hacia resaltar más la pavorosa obscuridad pie lo envolvía. Aquella sombra que se prolongaba cual inmenso fantasma por toda la Colina de los jardines, era la de una mujer que se acercaba lentamente al sitio en que el emperador yacía y que, cuando hubo llegado, salvó la balaustrada de mármol de Thasos y acercándose a la tumba, que era de pérfido y bronco, aplicó sobre la puerta el anillo que llevaba con la efigie do Augusto; la enorme plancha metálica abrióse en dos ante ella, giraron las puertas sobre sus goznes y la visitante nocturna se perdió bajo la fúnebre bóveda. Algunos minutos después reapareció trayendo sobre sus hombros un cadáver envuelto en la gran túnica blanca bordada de oro que llevaba Nerón durante las calendas de Enero. Deposité su fatigante carga al pie del altar que
decoraba el monumento y sacando de debajo de su pénula un frasquito tallado en un trozo de cristal do roca, vertió lentamente su contenido sobre los labios entreabiertos del cadáver. Desnudóle en seguida el pecho marmóreo y cubierto de rojizo vello y examinando una ancha herida que el joven César tenía sobre el corazón, aplicó la mano sobre ella, murmurando incomprensibles frases y dirigiéndose a Luna- Hécate, la divinidad protectora de los envenenadores y de la magia, como si invocase su misterioso poder.
En el instante mismo un movimiento convulsivo agité el cuerpo del César que comenzó a respirar. La mujer se incorporó: Ave, imperator, dijo en voz baja, he cumplido mi promesa. Y dichas estas palabras volvió al interior del mausoleo cuyas puertas se cerraron lentamente. Nerón se puso de pie, vacilante, cual si después de una larga perturbación volviese a la conciencia de su estado y una hora después una figura blanca se alejaba precipitadamente por el Campo de Marte y se perdía en la sombra. Una nube negra cortaba en aquel instante mismo el disco de la luna; semejaba un águila inmensa.
–Guíalo, águila imperial, y que cumpla su destino lejos de mí, balbuceó la hechicera, que de nuevo había salido del sepulcro; yo también lo amaba.
Así dijo y se dispuso a huir sin advertir que algunos soldados de la guardia pretoriana, que traían orden de arrojar al Tíber el cadáver del tirano, se acercaban cautelosamente. Tres días después, la plebe romana arrastraba a las Gemnonías el cadáver de Locusta.
La nube, que parecía el águila imperial, dirigíase constantemente al Levante, siguiendo un camino contrario al de la luna. No faltaban en Roma adivinos (acaso los mismos que profetizaban a Nerón el reino de Jerusalén) que propagasen entre la plebe, devotísima del último César, la noticia de su resurrección y de su pronta vuelta a la cabeza de un ejército de Parthos.
La idea cristiana fermentaba en las entrañas de la ciudad eterna, preparando la terrible erupción que había de hacer con el paganismo, lo que el Vesubio con Herculano y Pompeya. Los dioses parecían huir del Olimpo y aquel pueblo que reía incrédulo ante los templos de sus ídolos y levantaba altares a Calígula, el epiléptico Júpiter Lacial, se revolcaba en el cieno do los placeres torpes y sin nombre. El alma cristiana prorrumpía en aleluyas, al oír los anuncios que mostraban a Nerón viniendo a renovar, en más espantosas proporciones, el incendio de 64 y clamaba: ¡Maldición, maldición sobre ti, ciudad impura de la tierra latina. Bacante que juegas con tus víboras, te sentarás viuda al pie de tus colinas y sólo quedará el Tíber para llorarte, meretriz!
El pueblo también se regocijaba con la vuelta del César, n cuya muerte no había creído, y esperaba entonces volver ú embriagarse con los espectáculos inmensos y tornar a ver a los enemigos del género humano, que entro sí se llamaban cristianos, servir de antorchas para iluminar las noches de orgía de Roma y escuchar de nuevo resonar en los ámbitos del teatro la voz del hijo de Agripina, que si resuena desapacible y ronca en los oídos de la historia, siempre fue celeste y dulce para el plebeyo romano.
**** Pasaba el tiempo, y con él los caudillos de la soldadesca que habían intentado recoger la herencia del postrer representante do la divina familia de Julio César. Por fin un soldado de fierro subió al trono imperial Flavio Vespasiano. –El pueblo-rey comenzaba a perder la esperanza en la vuelta de Nerón; pero no el pueblo cristiano que en la reaparición de aquel representante del mal sobre la Tierra, veía la destrucción del Imperio y el anuncio de los tiempos nuevos, Por eso en las entrañas de la tierra, en las catacumbas, o en los refugios de Asia, o en los desiertos de África, el cristiano leía en voz baja la profecía del fin del mundo impío, el libro nuevo y misterioso de Juan, el discípulo amado do Jesús, que, cubierto de años, hablaba desde Patmos con voz de trueno y por eso le llamaban el hijo de la tempestad, Bonerges. En ese libro estaba la revelación de lo futuro; era el Apocalipsis; ahí los iniciados encontraban al Imperio figurado en la enorme bestia purpúrea que salía del seno del mar, llevando, como Satanás, siete diademas y en cada una de ellas un nombre: César, Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Galba, y diez cuernos: África, España, Galia, Bretaña, Germania, Italia, Grecia, Asia, Asiria, Egipto. Mas la
cabeza cortada de la bestia no renacía aún y los momentos do horrible desolación que debían preceder al reino mesiánico del milenio, no empezaban a señalarse en la clepsidra por gotas de sangre, en vez de gotas de agua, como todos los creyentes lo esperaban. El autor del Apocalipsis lloraba de dolor con la noticia de la total destrucción del templo de Jerusalén, por los soldados feroces de Tito, sin que nadie hubiese socorrido a sus defensores...
Por aquellos días corrió un extraño y pavoroso rumor por las ciudades del Asia menor y se comunicó a Grecia de isla en isla: los Parthos, afirmaban muchos, han pasado el Eufrites y van a derramarse sobre Asia y Siria; los acaudilla Nerón resucitado y conquistarán a Roma. Era ese el ejército profetizado por Juan, el ejército de langostas convertidas en hombres y que llevaban corazas de fierro y cascos dorados, debajo de los cuales salían flotantes cabelleras largas como las de las mujeres; sí, así eran los Parthos. Al saberlo una inmensa emoción se apoderó de los cristianos y el Aleluya que iba a celebrar el triunfo después do la destrucción total subía ya a sus labios.
**** Un hombre, vestido con una clámide bordada de oro, andaba por la playa cercana a Efeso, como esperando una galera que aun no aparecía en el horizonte. Purísimo estaba el mar y como él el cielo; parecía un inmenso velarium tendiendo por la inmensidad del azul luminoso do sus pliegues. Amanecía; las brisas helénicas saturaban de voluptuoso perfume la atmósfera de aquella comarca marina. El oído, involuntariamente, disponíase a escuchar, en aquella soledad, los acordes de la lira jónica, como el canto del ruiseñor en el bosque.
La mirada profunda del hombre de la clámide blanca, se fijaba ansiosa en el occidente y exclamaba: «¡Oh! Grecia mía, patria del alma y del amor! ¡Oh! tú, que surgiste del océano al son de los cantos de Orfeo y balbuceaste tus primeros himnos sobre la lira de hornero! ¡Oh! tú, madre divina de la poesía y del arte, mañana pisaré tu suelo sagrado y surgirán a mi voz invencibles legiones y romperé las cadenas que mis antiguos soldados rebeldes han forjado de nuevo para ti. Mañana, en la Grecia libre, Claudio Nerón recobrará su imperio.»
De repente resonó en sus oídos una música distinta de las que hasta entonces había escuchado; era un coro do voces infantiles que se exhalaba en notas de una dulzura mágica; parecía una plegaria. El primer artista del mundo se dirigió como impelido por fuerza superior, hacia el lugar de donde partían aquellas cadencias divinas. Agitaba su alma desconocido sentimiento que lo deleitaba y lo espantaba al mismo tiempo. Deteníase a veces, trémulo de emoción y como si temiera perder una sola, la más tenue nota de aquella salmodia de los cielos; Grecia, el Imperio, todo lo había olvidado. Inusitada angustia invadía su alma: «¿Voy a llorar, ¡oh! Júpiter; te habrás compadecido de mi?» murmuraba aquel hombre.
Divisé, por fin, oculto entre unas rocas, el lug...

Índice

  1. Table of Contents
  2. Amado Nervo
  3. Bernardo Couto Castillo
  4. Carlos Díaz Dufoo
  5. Efrén Rebolledo
  6. Justo Sierra Méndez
  7. Manuel Gutiérrez Nájera
  8. Víctor Pérez Petit
  9. Darío Herrera
  10. Eloy Fariña Núñez
  11. Clemente Palma
  12. Sobre Tacet Books
  13. Colophon