7 mejores cuentos de Darío Herrera
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7 mejores cuentos de Darío Herrera

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7 mejores cuentos de Darío Herrera

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.Darío Herrera fue un escritor modernista, diplomático y periodista panameño. Característico en la obra de Darío Herrera es su intento de evadir la realidad (lo cual está muy presente en los poetas modernistas), buscando un escenario en el pasado o en el esplendor europeo.Este libro contiene los siguientes cuentos: En el Guayas.Un beso.Hipnotismo.La zamacueca.Acuarela.Bajo la lluvia.Páginas de vida.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783969179536

Bajo la lluvia

I

Eran vecinos y amigos, de igual tamaño: Pablo, de doce años y medio; Guadalupe, de once. Vivían en dos habitaciones, en el patio de una casa, a dos cuadras de la Alameda. La calle, ya con pavimento de asfalto, conservaba aún, en sus edificios, aspecto arcaico. La madre de él, viuda de un provenzal, cocinaba para una familia rica, de la cual era portero el padre de Lupe. Su mamá quedábase en el cuarto; aplanchaba y hacía dulces criollos: delgados cilindros de leche, rombos de coco y de sidra, conos de membrillo, de limón, de naranja. La chica los vendía, pacientemente sentada ante la caja plana, en el comienzo de uno de los senderos del gran parque. La vida de las dos familias era cómoda. Pablo, además, en las horas libres de la escuela, convertíase en vendedor de periódicos. Sus ganancias cotidianas ascendían a la respetable suma de cuarenta, de sesenta centavos. Era activo, de una inteligencia precoz; delgado, nervioso; con la tez bronceada por ataviamos aztecas, pero con grandes obscuros ojos, llenos siempre como de irradiaciones febriles, y dominadores Lupe, la hija de un inmigrante irlandés y de una bella criolla taparía. La piel, blanca, estaba infiltrada de coloraciones rosas; abundoso cabello rubio, pupilas claras, turgentes las formas innúbiles del cuerpo, redonda y de rasgos menudos la cara apacible.
(La amistad tiene deberes sagrados), opinaba Pablo, glosando algún precepto escolar; y de dos a tres de la tarde, en ocasiones con varias docenas de periódicos aún en el brazo, se iba a la Alameda y ocupaba el lugar de Luxe, xara que ella fuera a comer. La chica lo quería; pero el carácter inquieto de su amigo le mortificaba su mansedumbre moral. Mientras le atendía el puesto, comíase él ocho, diez dulces; se los pagaba; (era persona de dinero), y en vez de estarse con ella, conversando, como lo hacen loa grandes, partía en seguida. ¿Adonde? A terminar la venta de sus diarios, a jugar, a discutir con otros muchachos. La dejaba así sola, bajo los altos árboles del paseo, melancólica, pensativa. Ese Pablo no era formal! De noche, después de la cena, salía inmediatamente a la calle, a reunirse con sus camaradas del vecindario, a tomar helados en el puesto de la esquina, a noctambulear por las calles de los teatros, a meterse en ellos. Pues, Pablo tenía influencias con los porteros, y siempre monedas en la puerta exterior, viéndolos alejarse alegremente. A ella le gustaban bolsillos. Lupe se quedaba allí, acurrucada sobre el umbral de la mucho los helados, y más que todo, el cinematógrafo público de la Alameda. Pero Pablo nunca la llevaba. Ni siquiera demorábase un rato ayudándola a ataviar la hermosa muñeca, regalo de él mismo. ¡Sólo lo entusiasmaba la calle, los vagabundeos con aquel amigo!
En las noches de lluvia, forzosamente permanecía en casa. Lupe trataba entonces de conducirlo por el buen camino. Traía la muñeca y en tres diminutas tazas de té preparaba la infusión, y en tanto suplicábale que le cambiara el traje aquélla, dándole a escoger entre varios, hechos por la chicuela... El interés de él por estas cosas serias era mediocre: la amiga lo notaba. Todo se hacía con rapidez excesiva: la distracción resultaba nula. Pedíale que le leyera de los cuentos de las Mil y una noches, o de Perrault, o esos tremendos de Hoffmann, hipnotizadores, en la sugestión del miedo, para las herencias ancestrales de su espíritu septentrional. Pablo desdeñaba aquellas lecturas, deleite suyo dos años atrás. ¡Leer necedades de genios y fantasmas! Acostumbrar el cerebro a lo inexacto, a no ver las realidades de la vida, a nutrirse de ilusiones y fantaseos enfermizos! El viejo profesor de "historia general", hablaba por esa boca de doce años. Y Pablo, tomando en la silla actitudes de conferencista, disertaba, ante el adormecimiento de Lupe, sobre los hechos resaltantes de Grecia, de Roma, de la Francia revolucionaria. Aquello era verdadero e instructivo. Ella, oía vagamente, quedándosele en la memoria tan sólo ayunos nombres raros: Epaminondas, Licurgo, Alcibíades, Las Termopilas, Numa Pompilio, Escipión, Mirabeau, Robespiere, Danton, Klaber, Bonaparte, grandes patriotas, ilustres caudillos de pueblos, concluía el memorista orador, frente al sueño profundo de su auditor.
Pasaron meses. Para Lupe su puesto en la Alameda era una segunda casa. Las mañanas y las tardes tenían para ella encantos múltiples. Los rond–points llenábanse de bandadas de niños y niñas. Los juegos variaban; la algazara de los retozones era amplia y comunicativa. Y la vendedora de confituras, a pesar de que en breve cumpliría doce años, participaba, con toda su alma de otra raza, desde su asiento, de los regocijos circundantes. Cuando llovía, refugiábasen el kiosco vecino, donde encontraba siempre algún "señor", que la obsequiaba con un refresco y comprábale de sus dulces. Únicamente al medio día, hasta la llegada infalible de Pablo, transcurría para ella en completa soledad. Se amodorraba; y en el duermevela, su pensamiento, tan propicio a lo fantástico, hacía del viento y de los tupidos ramajes del parque una orquesta de músicas raras. Las ráfagas recias construían en el teclado de las hojas largas risas rítmicas, entrecortadas como por coloquios de reuniones señoriales. A Lupe antojábasele que había allí, en esas espesuras de ramas, muchas hadas y muchos genios, comentando quizá, con desbordes de alegría, los acontecimientos pretéritos de alguna maravillosa fiesta. O la brisa en su vuelo suave y firme, fingíale el ronroneo de los recién‒nacidos; y pensaba en su muñeca e, inconscientemente, en Pablo, quien a medida que transcurrían el tiempo hacíase más emprendedor, más inasequible en las veladas nocturnas, por sus inmediatas ausencias, o sus discursos, durante las lluvias copiosas, de asuntos cada vez más raros, más soporíferos . Comenzaba ya los estudios filosóficos, y el aprendizaje de los clásicos griegos y latinos. Y nada tan fastidioso, cual esos temas, para su obligada oyente. “¡Bah! ‒se decía él, con escéptica indulgencia, viéndola dormirse: ‒las mujeres son seres lindos, pero inferiores”. Todo un axioma de psicología y de estética.

II

Era exacta en parte la frase de Pablo. Un mes antes cumplió Lupe doce años. Hubo grandes festejos; helados, vinos, dulces; un ajuar completo de niña elegante: ‒ dos trajes preciosos, botinas, medias negras, de hilo; corsé. Su amigo le regaló una caja de perfumes, como lo hizo un condiscípulo suyo, de más edad, en el natalicio de una prima. Y Lupe, al desarrollarse, embellecía de un modo visible. El talle se le afirmaba, su cuerpo adelgazábase; las caderas y el busto adquirían la gracia de la curva femenina: acentuábanse las líneas armónicas del rostro, el cual se tomaba ligeramente oval. Pablo crecía también pero no se modificaba. Cierto que ahora vestía mejor, un traje de paño azul; buen calzado, sombrero de fieltro; más seguía en sus afanes de negocios ambulantes y de estudios excesivos. Porque Lupe sabía que eran inútiles. Las dos familias prosperaban. El padre de ella ascendió a mayordomo y tenía ahorros halagüeños en el Banco; la madre de él hizo también sus economías, y la chica oyó los proyectos, para dos años más tarde, de establecer un Café decente, en la Reforma. En las habitaciones interiores vivían todos. La mujer del mayordomo dirigiría el establecimiento; la hija atendería, desde su pequeño escritorio enrejado, al cobro del consumo. Para el servicio, dos camareras; Pablo, por sus aptitudes notables asimismo en matemática, estaría investido del puesto honorífico de administrador. Ella escuchaba estas conversaciones; pero él de continuo en la calle, las ignoraba como la idea adicional, del noviazgo de los chicos, y del matrimonio después, en la edad conveniente.
Aquello planes encantaban a Lupe. ¡Y el muy zonzo, seguía vendiendo periódicos, y estudiando en esos libros aburridos, y gastando sus ganancias con los amigos! Esto era lo que más la contrariaba, pues ya se creía con plenos derechos para ser sola dueña de las horas libres de él. No obstante, su timidez, su natural dulzura, impidíéndola hacerle ninguna revelación, exigencia alguna. Pero al regresar, a las siete, de la Alameda ‒ya no iba en las mañanas‒ se lavaba, se vestía de limpio, echábase en la cabeza y el pecho unas gotas de las esencias regaladas por Pablo; y sucedía siempre que al llegar éste, la encontraba peinándose ante el espejo la enorme masa de su pelo rubio. Desprendíasele de la nuca rodando por la espalda y el talle como una ola de luz densa. "Se parece a las imágenes de los cuadros de las iglesias", pensaba el muchacho, sin decírselo, y recurría entonces a sus recuerdos filosóficos y a sus compromisos con los amigos, para no quedarse allí, muy cerca de ella, aspirand...

Índice

  1. Table of Contents
  2. El Autor
  3. En el Guayas
  4. Un beso
  5. Hipnotismo
  6. La zamacueca
  7. Acuarela
  8. Bajo la lluvia
  9. Páginas de vida
  10. Sobre Tacet Books
  11. Colophon