Novelistas Imprescindibles - Efrén Rebolledo
eBook - ePub

Novelistas Imprescindibles - Efrén Rebolledo

  1. 43 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Novelistas Imprescindibles - Efrén Rebolledo

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables.Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Efrén Rebolledo que son El Enemigo y Hojas de Bambú.Efrén Rebolledo fue un poeta mexicano. Autor de siete libros de poemas rehechos varias veces y refundidos en Joyelero y de una importante obra en prosa de la que destaca su novela corta Hojas de Bambú. Novelas seleccionadas para este libro: El Enemigo.Hojas de Bambú.Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Novelistas Imprescindibles - Efrén Rebolledo de Efrén Rebolledo, August Nemo en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Colecciones literarias. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783969170038

Hojas de Bambú

A Bartolomé Carvajal y Rosas En testimonio de que guardo como una rara medalla la memoria de nuestra sólida y vieja amistad de oro. E.R.

I

Recodado en el antepecho de cubierta, Abel Morán hunde la vista en la estepa de zafiro, cuyo añil profundo contrasta con el azogue del cielo nuboso, y volviendo atrás el pensamiento, torna a sentir, con la intensidad de la vida, las frescas, vibrantes y deleitosas emociones que lo conmovieran durante las últimas semanas.
Caballero en el corcel de la fantasía, que salva días y leguas por arte milagrosa, vióse en el Salón de Actos de la Escuela de Jurisprudencia, contestando con despejo las preguntas decididamente benévolas de los sinodales; esperando con fingido temor, en medio del círculo de sus íntimos, el fallo del jurado, que apenas si deliberaron allende la puerta cerrada; entrando de nuevo en el salón, cuando sonó el tintineo de la campanilla, a oír la sentencia de los jueces, todos ellos sus profesores de alguna materia en el transcurso de sus seis años de estudios, y circulando, entre los brazos de sus compañeros, alrededor de una centena, que lo felicitaban calurosamente, después de prorrumpir en unánime aplauso.
Luego dirigióse a su casa, donde el primer abrazo, el de su padre, que le hablaba con voz ardiente de afecto, ahogada por la ola del llanto, apretóle fuerte soga en el cuello, y las muestras de regocijo de su madre y de sus hermanas, arcángeles de ternura que sinceramente estaban más contentas que él mismo del éxito alcanzado conmovieron su corazón, que rebosaba de sentimiento comunicativo y jubiloso.
Levantado de la mesa; ¡con cuánta precisión lo recuerda! encaminóse apresuradamente a la calle soledosa, alumbrada por el redondo y blanco foco de luz eléctrica, cuyo intermitente chisporroteo tornaba más perceptible el silencio nocturno, y enderezando la cabeza hacia la silueta arrebujada que, para escucharlo, inclinabas el busto fuera de la barandilla del balcón, púsola al cabo de su triunfo, engolfándose en el coloquio dulce y vano de todas las noches, cortado de raro en raro por algún transeúnte cuyos pasos resonaban a lo lejos, y alargado más de lo ordinario por las circunstancias en aquella ocasión, en que pronunció muchos juramentos, obtuvo mil promesas, y, en colaboración con su novia, la linda muchacha en cuyo amoroso pecho, como en cofre de marfil guardaba las magníficas esmeraldas de sus esperanzas, deleitóse, con el descuido con que los niños lanzan al aire pompas de jabón, en arrojar al porvenir ilusiones iridiscentes, que los cautivaban con sus hechicerescas perspectivas y cristalinos horizontes.
Al día siguiente fue llamado al escritorio, en donde, después de breve charla regocijada en los rechonchos sillones de cuero, gozando de la luz de sol que se abalanzaba por la ventana abierta de par en par, maqueando la estantería de caoba e iluminando un mapa de México, su padre abrió una gaveta de la mesa, y sacando una faja do papel, tendiósela con gesto cariñoso.
–Tu regalo de examen profesional, díjole; un pequeño premio de tu padre por tus vigilias de estudiante. Es un cheque por quinientas libras esterlinas, del que puedes disponer a tu antojo, en un viaje, por ejemplos qué te sirva simultáneamente de recreo, de reposo y de enseñanza, y del que volverás, no lo dudó, lleno de ardor por tu carrera a abrir tu bufete en los bajos de la casa; a litigar; a pronunciar elocuentes discursos ante el jurado; a estudiar con el... tesón que te es propio en ese libro por demás arduo que se llama la Vida.
Poseedor de aquel documento, que hasta entonces sólo conocía teóricamente por sus estudios de Código de Comercio, que cursara con Pallares, y del que podía disponer a su guisa, gracias a la generosidad de su padre, no tardó, en tomar una resolución a su viaje atañedera.
El Japón, ese extrañó país, cuyo sólo nombre enciende luces deslumbradoras en las imaginaciones de los viajeros y en los entendimientos de los artistas, después de la guerra ruso-japonesa, en la que, el erróneo conocimiento de los hechos augurara la inevitable catástrofe de la bandera del disco rojo, pasada la trágica prueba, había surgido más prestigiado, más brillante, produciendo la admiración de todo el orbe, que contemplé estupefacto aquel orto apoteósico de púrpura heroica y de oro guerrero.
Con más afición las obras literarias que a los textos jurídicos, Abel Morán, además, había leído el Libro de las Maravillas; en qué Maese Marco Polo habló por primera vez del distante Cipango, aguijoneando, con sus vívidas descripciones, la aplicación de los sabios a la par que la codicia de los .conquistadores, y produciendo, esta es la verdad, el descubrimiento del Nuevo Mundo; los estudios. Sobre el Arte Japonés de Edmundo de Goncourt y de Gonse, que promovieron la boga de las japonerías; las. Novelas de Loti, que con el señuelo, de
su prosa, atrajo al imperio del Sol Naciente, tropeles de trotamundos en busca de jardines de miniatura y de Señoras Crisantemas; las Historias Japonesas, cada una de cuyas. Líneas es una joya de literatura del magnífico Lafcadio Hearn que con su arte espléndido y profundo, supo encontrar un alma en esas breves criaturas, en las que el rebaño de escritores superficiales no ve sino pergeñadas muñecas y soñador empedernido, idólatra de un si es no es aventurero, por las gotas de sangre española que corrían por sus venas, púrpura hirviente de Pedro de Alvarado y de Hernando Cortés, en vez de soñar con los sobados hechizos de la vieja Europa, donde se dirigen en migratoria parvada, sedienta de placer la turba de sus compatriotas, Abel Morán ansió conocer la bola terrena a contrapelo, e ir a mirar con sus propios ojos las jaulas de grillos y los pinos enanos, las casas de papel y las gueshas de abigarrados kimonos y tenebrosas cocas de pelo, los templos de laca roja, la cumbre esbelta del Fujiyama y la naturaleza nipona, compuesta de cielo azul y de árboles retortijados.
Una gaviota en sus giros caprichosos, extendió la órbita de su vuelo hasta la arboladura del Coptic, yendo a perderse con la rapidez de una saeta en los surcos de zafiro.
Abel Morán, reanudando la hebra de sus remembranzas, miróse luego en el andén de la estación de la Colonia, pronto a requerir el Pullman, recibiendo el adiós de sus amigos, dos de los cuales se destacaban en su memoria con singular relieve: el uno, bajito, delgado, hombricaído, de ojos grandes y tristes; el otro, recio, de perfil byroniano, que, en el momento de la partida, casi lo ahogara con sus brazos atléticos y sus cariñosas manazas.
En el espacioso carro, que se trocaba por la noche en tranquilo dormitorio apenumbrado por verdes cortinas, y durante el día en salón de caoba, con sofás de terciopelo que no lograban limpiar de la capa de polvo que los cubría la terca solicitud de los criados negros, cruzó llanuras grandes como mares y estériles como páramos, acribilladas de trecho en trecho por madrigueras de perros enanos, que se incorporan a atisbar el tren al borde de sus guaridas.
Llegado a San Francisco California, donde apenas si se detuvo en espera de la salida del “Coptic” un vapor cualquier cosa de la “Occidental and Oriental Steamship Company”, traspuso las mil colinas de la ondulante ciudad, cuyas pilas de escombros, ignaras de belleza, tornaba más groseras el sol jocundo que chorreaba raudales de oro en el cielo transparente, y se imaginó cuán poco interesarían a la posteridad, caso de perdurar en estado de favilas, aquellas armazones de hierro, aquellos muros parecidos a parrillas por el sinnúmero de sus ventanas.
Ocho días más tarde en Honolulú, la isla engarzada en un mar de aguas esmeraldinas, percibió por primera vez a los japoneses en que pulula el archipiélago; los soleados y coquetos cottages medio escondidos entre esbeltas columnatas de palmas; el parque Kapiolani, de susurrantes frondas de pinos, con su maravilloso acuario, en cuyas vitrinas chispean minúsculos peces de todos colores, agitándose como animadas y enormes piedras preciosas, y las floristas de recios bustos y broncínea tez, que venden en el muelle sus hilos de claveles, de gardenias, de rosas, con que los viajeros se engalanan a guisa de toquillas, de boas y de collares aromáticos.
Un americano que trabara relaciones con Abel Morán, en la manera desenfadada y familiar, qué es la regla de a bordo, vino a espantar el tropel de sus imaginaciones.
–Mañana llegamos a Yokohama, y a renglón seguido, ambos pusiéronse a conversar de cosas banales. Momentos más tarde, la turba de los pasajeros que se encontraban recostados en sus sillas largas de junco, agrupábanse de rumbo de babor a contemplar en éxtasis el espléndido tramonto del sol, que, en el extremo de un cable de oro, desaparecía lentamente, iluminando la hecatombe de las olas ensangrentadas.

II

Llovía, –¡cuándo no llueve en el Imperio del Sol Naciente?– la tarde en que Abel Morán se apeó en la estación de Shimbashi, que hormigueaba de pasajeros de kimono y resonaba de uno a otro cabo con el clac, clac ríspido y bronco de las guetas[1].
Montado en un ligero kuruma, en el cual, por su ignorancia en requerir aquella clase de vehículos fue acomodado por el kurumaya de combo sombrero y corto impermeable de caucho, y desde donde érale imposible percibir un vislumbre de la calle, literalmente tapiado como estaba en su caja negra, Abel Morán no vio, en beneficio sin duda de su primera impresión de Tokio, ni las casas de techos apizarrados, ni los misteriosos ideogramas de los rótulos de las tiendas; ni los transeúntes de enlutados haoris[2]y amarillos paraguas de papel de aceite, sino que fue transportado derechamente al Hotel imperial, en uno de cuyos cuartos, banal como los cuartos de todos los hoteles, instalóse, un tanto desilusionado de no distinguir nada de japonés, pues hasta el criado, aunque delatando su raza por la oblicuidad de sus ojos, hablaba en inglés y estaba vestido, no de kimono como Abel Morán hubiera querido, sino como otro criado cualquiera.
Al día siguiente, empero, un día empapado de sol, encaminóse a la Legación de México a visitar al Ministro, para quien traía cartas de presentación, echando una ojeada de vez en cuando a las señas escritas en caracteres romanos, y divirtiéndose un tanto del nombre del Mekishiko, con que los japoneses designaban a su tierra.
El Ministro recibiólo en su magnífica oploteca, adornada con vitrinas de flechas, decorada con biombos de lanzas y recamada por todos lados de hileras de sables, acogiéndolo cordialmente, aunque asombrándose de ver por aquellas latitudes a uno de sus compatriotas, que apenas si salen del terruño; prometiéndole licencias para visitar los palacios de Kioto y el Castillo de Nagoya; ofreciéndole una invitación para la fiesta de los cerezos, próxima a efectuarse, y aconsejándole que en todo consultara o se pusiera de acuerdo con el Secretario de la Legación, japonófilo hasta los tuétanos y osado merodeador en los abstrusos vericuetos del habla japonesa.
Piloteado, pues por el Secretario, con quien intimé desde luego por haber estudiado como él en la Escuela de Jurisprudencia, Abel Morán vagabundeó sobre la marcha por el laberinto de las calles de Tokio, con la vaga impresión de que soñaba y ganado poco a poco por una borrachera de rareza, al aspecto de las filas de minúsculas tiendas con sus estrados apenas más altos que el suelo, en los que aparecen los horteras con los ábacos en las manos y sentados sobre los calcañares; de las casas de madera pequeñas y leves como jaulas; de la juguetona y abigarrada chiquillería que, obstando el paso, retoza en el arroyo, los bebés llevados la espalda por sus hermanos mayores; de las gueshas[3]melindrosas que, inmóviles en sus cochecillos, pasan al trote largo de los kuruniayas; del taller ambulante del componedor de pipas que importuna el oído con su silbo impertinente; de las menudas musmés[4]que se antojan jorobadas a causa del obi; de los placenteros transeúntes que al abordarse prodíganse sonrisas y reverencias.
El Hotel Imperial estaba atestado a la sazón de trotamundos de todas partes, yanquis en su mayoría, que, en partidas de centenares, pastoreados por agentes de Cook, llegaban atraídos por el encanto de la primavera japonesa., y todas las cancillerías estaban atareadas pidiendo invitaciones a la Corte par la fiesta que se verificaría en el parque de Palacio.
La Primavera en el país del Sol Naciente es color rosa. Los cerezos, flor popular de Yamato, trasunto de la doncella en plena floración de belleza, al mismo tiempo que del hazañoso guerrero que cae ensangrentado en el campo de combate, irradie entonces en su efímera gloria de un mes, formando calzadas en que los hechicerescos árboles de rosicler espesura donde no se asoma el verde de una sola hoja, se antojan gigantescos ramilletes; componiendo boscajes que, a distancia, se asemejan a sonrosadas neblinas; atrayendo a la muchedumbre ataviada con sus kimonos de gala a Uyeno, a Mukojima, a Akabane, a gozar con el paisaje de las florescencia encarnadina.
Presentado a algunos secretarios de embajada y legación, que habitaban en el propio Hotel Imperial, Abel Morán sentábase a diario a la mesa que todo el mundo llamaba la mesa diplomática, donde su entusiasmo por lo japonés recibió un duchazo de agua fría de parte de aquellos muchachos irónicos, festivos y maleantes, avezados ya, como residentes, a considerar como naturales las cosas que a él le parecían nunca vistas rarezas.
Aunque no era snob, Abel Morán sintióse halagado de figurar, aunque fuera de modo pasajero en esta sociedad cosmopolita, donde había un príncipe polaco muy rubio y de monoclo, que poseía la principesca prenda de la sencillez; dos condes italianos: el uno alto, huesoso, de aquileña nariz y manos sarmentosas, que ...

Índice

  1. Tabla de Contenido
  2. El Autor
  3. El Enemigo
  4. Hojas de Bambú
  5. Sobre Tacet Books
  6. Colophon