7 mejores cuentos de Carlos Gagini
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7 mejores cuentos de Carlos Gagini

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7 mejores cuentos de Carlos Gagini

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. Carlos Gagini fue un escritor, dramaturgo, poeta y filólogo costarricense. Realizó estudios lingüísticos del castellano, de las lenguas clásicas y de las lenguas aborígenes.Este libro contiene los siguientes cuentos: A París.Espiritismo.La leyenda del prestamista.La bruja de Miramar.El tesoro del Coco.El silbato de plata.Marcial Hinojosa.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783969171615

A París

Toda familia en la que el marido se complace con su mujer y la mujer con el marido, tiene asegurada para siempre su felicidad.
(Código de Manú, libro v).
Los contornos de árboles y edificios se esfumaban en la niebla de aquella melancólica tarde de Octubre. Los coches parados en frente del andén parecían restos informes de embarcaciones sumergidas en un mar de almidón. Bajo la ahumada galería de la Estación del Atlántico conversaban varias personas, volviendo de cuando en cuando la cabeza hacia el Este, cual, si quisiesen traspasar con sus impacientes miradas la vaporosa cortina que interceptaba la vía.
—Las cinco y cuarto, y todavía no se oye el tren— dijo un joven moreno y simpático, retorciéndose el bigotillo negro con esa vivacidad peculiar de los hombres de negocios.
¿Habrá ocurrido otro derrumbamiento en las Lomas? —No, respondió un caballero de patillas grises, pulcramente vestido: acaba de decirme el telegrafista que el tren salió ya de Cartago. No debe tardar.
Y como si estas palabras hubieran sido una evocación, resonó ya cercano el prolongado silbido de la locomotora, y un minuto después la panzuda y negra máquina hacía trepidar el suelo, atronando la galería con sus resoplidos y con el rechinar de sus potentes miembros de acero. El tren se detuvo. Un torrente de viajeros se precipitó de los vagones: excursionistas con morrales y escopetas; negros y negras con cestas llenas de pifias o bananos; jornaleros flacos y amarillentos que volvían a sus casas, carcomidos por las fiebres de Matina; turistas recién llegados, en cuyas valijas habían pegado sus marbetes azules, blancos o rosados todas las compañías de vapores o de ferrocarriles; marineros que venían a la capital a olvidar siquiera por un día el penoso servicio de a bordo.
El grupo que aguardaba la llegada del tren se acercó presuroso a uno de los balconcillos, sobre el cual acababa de aparecer un joven alto, delgado, de fisonomía franca y agradable, labios sensuales y ojos llenos de fuego. Vestía un largo gabán gris y llevaba en la mano un saco de viaje.
Cruzados los abrazos y preguntas de rigor, se dirigieron todos a los coches alquilados de antemano. El viajero ocupó uno con el joven de bigotillo negro, y en todo el camino no se interrumpió un instante su íntima y animada charla.
—¿Has visto a Luisito?
—He ido tres o cuatro veces a tu casa y tanto él como Adela están perfectamente. Y tú ¿has gozado mucho?
—Bastante, contestó el viajero suspirando; pero te confieso con sinceridad, Ernesto, que me he arrepentido de haber ido a Europa. Antes vivía yo tranquilo en este rincón, que era para mí el más bello de la tierra; pero después de haber pasado seis meses en un mundo tan superior en cultura y de una vida intelectual tan intensa, comprendo que ya no podré resignarme a vegetar aquí como en otro tiempo.
—La canción de todos los que van por allá abajo: se meten en trapicheos amorosos con alguna francesita pizpireta, y vienen luego a renegar de la tierra natal. Tú has tenido algún lío, Federico, no me lo niegues.
El aludido iba a contestar, pero en aquel momento el carruaje se detuvo a la puerta de una casa de bonita apariencia. En el umbral estaba una joven morena, de ojos negros y rasgados, cuyo pecho palpitaba de emoción bajo la suelta bata blanca que dejaba adivinar un cuerpo bien modelado.
Tenía en los brazos un chiquitín rubio y regordete que tendía los suyos al recién llegado.
La cena fué bulliciosa y cordial; sin embargo, una leve nubecilla que no pudo pasar inadvertida para la enamorada esposa, parecía sombrear la frente del viajero.
Retiráronse todos los convidados, menos Ernesto, que permaneció largo rato conversando con su amigo en un extremo del corredor. Aquella noche, cuando Federico y su hijo se hubieron dormido, la pobre Adela ocultó su rostro entre las almohadas para ahogar un sollozo.
* * *
Federico Alvarez había recibido de sus padres esmerada educación de la naturaleza una aptitud no común para las bellas artes; desgraciadamente era éste su único patrimonio, y para atender a sus necesidades materiales se vió obligado a dedicarse a los negocios, instado y ayudado por Ernesto Jiménez, antiguo condiscípulo suyo, hijo de uno de los más acaudalados comerciantes de Costa Rica.
Era ya socio de la casa Jiménez & Co. cuándo conoció a Adela Martínez, adorable criatura a quien asediaba un ejército de pretendientes. Más afortunado Federico, logró rendir aquel corazón inaccesible, y pocos meses más tarde la bendición nupcial consagraba la unión de los dos seres más enamorados y felices de la tierra.
Durante dos años su existencia fué un verdadero paraíso, pues no contenta la fortuna con haber derramado sobre ellos salud, bienestar y amor, colmó sus dones con un precioso chiquitín cuyos bracitos formaron nuevas cadenas de flores entre aquellas dos almas.
La primera nube que empañó el cielo de su ventura fué el inesperado viaje de Federico. Uno de los dos socios debía ir a Europa a hacer las compras directamente en las fábricas. Ernesto estaba enfermo. ¿Qué hacer? Los negocios no admiten demora... No había motivo para afligirse tanto. Unas cuantas semanas pasan tan pronto... Tontuela! «La separación es nuevo incentivo para el amor y además, ¡qué inefable placer el del regreso!»
Y amaneció por fin el día fatal: ella, ahogada en llanto, no pudo articular palabra; y él, al tratar de consolarla, lloraba también como un niño.
¡Mas ay! al volver, en aquella melancólica tarde de Octubre, sólo ella vertió lágrimas de gozo.
Con esa perspicacia natural de las mujeres en achaques del corazón, aguzada por la idólatra devoción que la costarricense profesa a su marido, comprendió Adela que Federico no era ya el mismo. La encontraría fea y cursi, él, que se había codeado allá con tantas damas bellas y elegantes!
Era preciso luchar a todo trance con los recuerdos del distraído esposo, hacer que la imagen de su mujercita volviera a ocupar el santuario que la habían usurpado aquellas parisienses embadurnadas de colorete.
¡Cómo se cuidó en adelante de los detalles del peinado, del corte irreprochable del vestido, de los secretos del adorno puesto con estudiada coquetería! ¡Con cuánta habilidad fué sonsacando a su marido las cosas que más le habían agradado, los platos más sabrosos, el arreglo de los muebles, los refinamientos de la vida parisiense! ¡Cómo se coloreaban de placer sus mejillas cuándo él consagraba un cumplido a la elegancia de su traje o al arte exquisito con que disponía la mesa!
A mediados de Diciembre anunció Federico a Adela un nuevo e inesperado viaje: la casa iba a entablar demanda contra una compañía francesa y era preciso que uno de los socios dirigiera en París el litigio, pues no era cosa de perder así no más cien mil francos. Tampoco esta vez podía Ernesto encargarse de la comisión, pues su padre estaba gravemente enfermo.
La noticia fué una cruel puñalada para Adela. ¿De manera que toda su paciente labor de reconquista iba a resultar estéril? ¡Volver Federico a París cuando aún no se habían borrado de su memoria aquellos malditos recuerdos ni de su frente aquella nubecilla que desesperaba a su afectuosa compañera! Un ominoso presentimiento le decía que de esta vez iban a robárselo para siempre aquellas aborrecidas mujerzuelas. Pero, ¿cómo impedir el fatal viaje?
Quedaba un recurso: ir ella y llevar también a Luisito...
No, jamás se atrevería a proponérselo a su esposo: no eran ricos, y un viaje de algunos meses cuesta mucho dinero. Además, la estación no era la más propicia para ir a Europa, y la crudeza del invierno sería talvez mortal para el niño.
Y la pobre desde entonces vertió amargo llanto, y sólo tuvo un momento de consuelo cuando vió que su marido partía conmovido y lloroso. ¡Benditas lágrimas que fueron para ella un rayo de esperanza!... Sus temores eran, pues, absurdos... El la amaba todavía.
* * *
Nevaba. Los carruajes que desembocaban sin ruido en la calle de Richer se detenían en el círculo luminoso que proyectaban los faroles de «Folies Bergeres», para vaciar bajo la marquesina del teatro su cargamento de mujeres alegres.
De un cupé descendió una pareja que atrajo las miradas de los curiosos. Ella, era alta, blanca, de pelo castaño, hermosos ojos pardos, agrandados por rizadas pestañas, cuerpo airoso y andar de reina; él, bien formado, de rostro varonil, correctamente trajeado, pero con ese algo indefinible que en París delata a la legua al forastero.
Así que se hubieron despojado de sus abrigos de pieles, se sentaron en un diván y pidieron una copa de menta. — Hoy te encuentro triste, chiquillo, dijo ella; ¿estás fastidiado ya de tu gatita?
El joven la oprimió cariñosamente la mano y respondió.
— Esta tarde encontré en el hotel una carta en la cual me anuncian que mi Luisito está enfermo.
(Por un resto de pudor, Federico se había hecho pasar por viudo cuando en su primer viaje se enamoró de Marta).
Seis semanas hacía que estaba en París y era ésta la segunda mala noticia que le llegaba de Costa Rica. La primera fué el telegrama en que le anunciaban la muerte del padre de Ernesto.
— No te aflijas por eso, le replicó Marta, los niños enferman a menudo, pero rara vez de cuidado.
La novedad del espectáculo y la animación del publico no tardaron en disipar la melancolía de Federico; y cuando se separó de su amada, después de cenar con ella en el café «Terminus», su rostro había recobrado su habitual jovialidad. Los pensamientos siniestros volvieron a asaltarle en la soledad de su habitación. Allí sobre la mesa estaba la fatal carta. «Luisito está muy enfermo: hace tres días que no me separo ni un momento de su camita; hoy no ha hecho más que repetir: ¡quielo vel a papá! y yo no he hecho más que llorar al oirlo. Por Dios, Federico, vuelve pronto, si no quieres que me muera de desesperación». Este grito de sincero dolor le barrenaba la conciencia. ¿Cómo había podido envilecerse tanto? ¿Cómo había podido olvidar tan completamente a los seres queridos que al otro lado del Atlántico suspiraban por él a todas horas?
Ah! si Ernesto y sus amigos le vieran por las tardes en el bosque de Boulogne, reclinado en una carretela con la hermosa Marta, por las noches en el fondo de un palco, siempre con ella, como una pareja de recién casados! Y acaso en aquellos mismos instantes, allá en Costa Rica, una mujer pálida y llorosa se postraba ante la imagen de la Virgen para orar por él, o se inclinaba ansiosa sobre una camita blanca, en donde se consumía un chiquitín angelical devorado por la fiebre!
Y Federico se reprochó su infame conduc...

Índice

  1. Table of Contents
  2. El Autor
  3. A París
  4. Espiritismo
  5. La leyenda del prestamista
  6. La bruja de Miramar
  7. El tesoro del Coco
  8. El silbato de plata
  9. Marcial Hinojosa
  10. Sobre Tacet Books
  11. Colophon