7 mejores cuentos - Costa Rica
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La colección 7 mejores cuentos - selección especial trae lo mejor de la literatura mundial, organizada en antologías temáticas. En este volumen te traemos grandes nombres de la vibrante literatura costarricense: El secreto de Lelia por Carlos Gagini.Tío Conejo Comerciante por Carmen Lyra.El más viejo de la aldea por Rafael Angel Troyo.La perla negra por Ricardo Fernández Guardia.El clis de sol por Manuel González MagónAcuarela por Rafael Ángel Troyo.Sevilla por Ricardo Fernández Guardia.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783969177921
Categoría
Literature

La perla negra

Por Ricardo Fernández Guardia
La primera persona con quien tropecé al entrar en la venta de la famosa colección Samuel fue con Vilers. Andaba husmeando, según él mismo me dijo; asistía como tantos otros allí presentes, a la batalla de billetes de banco empeñada entre algunos barones de la alta finanza y media docena de yankis, tan ricos como entendidos en el negocio de tocino y carnes saladas.
—Dime si no es una lástima —exclamó Vilers, tuteándome como lo tenía de costumbre con los pollos del club— que estos alcornoques se lleven semejantes maravillas a sus ridículos homes de ultramar; que este admirable esmalte de Limoges verbigracia, vaya a ser colocado en el salón de Mr. Jonathn, junto a un pajarraco disecado. Yo he visto en mi viaje por los Estados Unidos, visto con mis propios ojos, cuadro auténtico de Meissonier haciendo pendant al retrato de un enano célebre...
—¿Y cree V. que todas estas preciosidades estarán mejor en las manos de los hijos de Israel?
—Sí; a pesar de la antipatía que por ellos tengo, los prefiero mil veces a los yankis. Porque el judío —me refiero al judío culto— es muy sensible al arte, y algunos de ellos han despuntado en él; díganlo Meyerbeer, Heme y otros más. Mientras que un yanki compra tan sólo por fachenda, por mostrar que tiene dinero.
Vilers era tremendo en su odio por los hijos de la América del Norte. Los detestaba cordialmente, más que a los ingleses, casi tanto como a los alemanes. Era uno de esos entusiastas que creen en la superioridad incontestable de la raza latina: un convencido. Cada vez que se enteraba de la salida de algún cuadro con destino a las playas de la gran república, su cólera era tan grande que le producía una recrudecencia de la gota. Vílers era lo que se ha convenido en llamar un tipo. Sus ideas estaban muy lejos de ser las del común de las gentes. Dotado de una agudeza de espíritu muy original, tenía una manera de ver y juzgar las cosas esencialmente suya. Lo que a Vilers se le ocurría a propósito de este o de otro asunto, con seguridad que nadie más lo pensaba igual. No se le conoció más que una manía: el continuo lamentarse de la desaparición del tiempo viejo, que siempre juzgaba superior al presente; y así esmaltaba de continuo su conversación con frases como éstas: «uno de aquellos pintores como ya no se encuentran»; «un hombre de esos que ya no se ven». Por lo demás un buen vividor: jovial, escéptico y basta con sus ribetes de calavera, con todo y los sesenta años que frisaba. Tenía Vilers otra cualidad por la cual era muy rebuscado donde quiera que se hallase: era un causeur admirable. A un caudal inagotable de anécdotas preciosas, añadía un decir encantador y lleno de seducción que embelesaba al auditorio. Físicamente era Vilers un viejecito coquet6u y regordete. Acostumbraba afeitarse coda la cara a usanza añeja, y sus trajes tenían cierto corte que recordaba vagamente las modas del tiempo del rey burgués Luis Felipe de Orleans.
Vilers sabía de todo un poquito, pero ci arte era su fuerte, fundándose en este conocimiento que todos en él reconocían su mayor vanidad. Era un verdadero pontífice en materias artísticas y sus juicios lleno de inteligencia y fina penetración, habían decidido en más de un caso del porvenir de jóvenes principiantes.
Charla charlando habíamos ido recorriendo las diversas piezas en que se hallaba expuesta la famosa cotecci6n Samuel, sacada en venta por la súbita ruina de su dueño, uno de los príncipes de la Banca, barón israelita cien veces millonario. Al llegar al sitio donde estaban expuestas las alhajas me dijo Vilers:
—Voy a confiarte el verdadero motivo que me ha hecho venir aquí, porque ya sabes que aborrezco estas almonedas vergonzosas... No puedo con ellas, me enferman.
—En efecto, había extrañado verle usted aquí.
—La curiosidad, más poderosa que mis nervios, es la que me ha traído. He venido tan sólo por ver una perla que ha de hallarse en esta maravillosa colección; una perla negra... Mírala allí, justamente; allí, en medio de esas dos esmeraldas... No cabe duda, es la misma.
—¡Qué linda es!
—Tan linda que no creo exista otra igual.
—¿Y desea Ud. adquirida?
—Dios me guarde de cometer semejante locura. Si me la regalasen no la admitiría.
—Pues yo no vacilaría un instante.
—Fiarías una barbaridad imperdonable.
—¿Cómo así?
—Esa perla está maldita.
—Bah, qué disparate.... ¿Habla Ud. en serio?
—Más de lo que te imaginas. Entre las muchas catástrofes de que ha sido causa esa perla, se cuenta la muerte de dos de las mujeres más guapas que yo he conocido.
—Como no me ponga Ud. los puntos sobre las íes no le creeré.
—Tienes razón, porque el caso es extraordinario... Acompáñame a comer y te lo contaré.
Convidar a comer a sus amigos era uno de los mayores placeres de Vilers, que en su calidad de solterón experimentaba a menudo el horrib1e tedio de la soledad en la mesa.
Nos encaminamos a casa de Voisin. Mi anfitrión, dictado que hubo la lista, abundante y suculenta, comenzó a decir:
—Si hubieras conocido a Blanca Raymond, comprenderías mejor la suma de fatalidad y desgracia que encierra esta preciosa joya. ¡Blanca Raymond! ¡qué muchacha tan soberanamente bella! Una mujer de lo que ya no hay. Aun me parece estar viendo aquellos ojos azules, húmedos y resplandecientes; dos zafiros dignos de la corona de un rey oriental. ¿Y los dientes? Imagínate dos hilos de perlas hechos para el brazo de una muñeca y puestos en un estuche encarnado, y tendrás una débil ficción de lo que eran aquellos dientes que hubiera envidiado un cachorro. Pero lo mejor era la cabellera, rubia como los trigos, ondulante y sedosa, que al desprenderse del peine bajaba hasta las corvas como una cascada de hebras doradas.
Blanca fue la más hermosa de todas esas grandes sacerdotisas del amor que brillaron durante los mejores días del Segundo Imperio. ¿Qué deseó que no lo tuviera en abundancia? Diamantes, caballos, palacios, cuadros soberbios, todo lo más rico y espléndido de este mundo lo llevaba ante sus altares una turbamulta de adoradores regios. Y ella nada agradecía, todo lo menospreciaba: era de raza... Un corazón de pedernal.
Rara vez tuvo algún capricho, porque sus esclavos no le daban tiempo para ello. Sin embargo, la noche de un estreno famoso en la Opera sintió uno tan vivo, que estuvo en un tris de caer en síncope por la violencia del deseo unida al enervamiento que...

Índice

  1. Table of Contents
  2. Introducción
  3. El secreto de Lelia
  4. Tío Conejo Comerciante
  5. El más viejo de la aldea
  6. La perla negra
  7. El clis de sol
  8. Acuarela
  9. Sevilla
  10. Autores
  11. Sobre Tacet Books
  12. Colophon