7 mejores cuentos de Justo Sierra Méndez
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7 mejores cuentos de Justo Sierra Méndez

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7 mejores cuentos de Justo Sierra Méndez

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. Justo Sierra Méndez fue un escritor, historiador, periodista, poeta, político y filósofo mexicano, discípulo de Ignacio Manuel Altamirano. Se le conoce también como "Maestro de América" por el título que le otorgaron varias universidades de América Latina. Es considerado uno de los personajes más influyentes de la historia moderna de México.Este libro contiene los siguientes cuentos: César Nero.La Novela de Un Colegial.Niñas y Flores.La Fiebre Amarilla.La Sirena.Playera.María Antonieta.

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783969170359

La Novela de Un Colegial

A Alfredo Torroella
Era una de esas tristes noches del Colegio, en que la atmósfera se conserva tibia y pesada, efecto de esa ardiente caricia del sol que se llama el día; paseábame solo en el corredor más sombrío del claustro que corría a lo largo de las ventanas del General grande y de la antigua Capilla. La candileja de trementina, que ardía en un extremo del corredor dentro de su farola de vidrio sucio, hacia resaltar más la obscuridad y proyectaba en torno uno de esos reflejos lívidos dentro de los que todo color es pálido y todo perfil fantástico.
Poco cuidaba, a decir verdad, de aquel cuadro siniestro, y mis meditaciones, aunque melancólicas y negras, dejaban percibir, como esos destellos sobrenaturales que surgen en un claro-obscuro de Rembrandt, algunos recuerdos de esas sensaciones limpias y sanas que tiene el don de resentir la juventud, la juventud nada más.
Lejos de los seres más caros de mi niñez que acababan apenas de decirme adiós, arrojado de improviso desde una apacible ciudad de provincia a una capital que me parecía una Babilonia y ursa sociedad que no acertaba ni a comprender ni a querer, todo lo veía con desconfianza, en todo hallaba cierta amargura y no recuerdo haber detenido mi espíritu en la copa de miel del ensueño, no recuerdo haberme perdido en eso que los estudiantes llamamos jardines, sin haber vuelto en mí con los ojos llenos de lágrimas.
Con todo, me bastaba haber oído el domingo último (nuestro único día de salida) una palabra dulce o haber paseado algunas horas por el campo, para que mis amarguras de la semana se atenuasen rápidamente se secasen pronto mis lágrimas.
Volvamos a aquella tarde; iba y volvía solitario y engolfado en mis pensamientos, cuando desde un arco del piso superior del patio de pasantes una voz que me era fraternalmente querida pronunció mi nombre. El joven dueño de aquella voz simpática y sonora estuvo pronto a mi lado y apretando nerviosamente mi brazo, me dijo...
Pero antes, lectores míos, os lo presentaré. Era Manuel un poeta dulcísimo, un ruiseñor, el ruiseñor ¿o esa enorme jaula de piedra que se llama S. Ildefonso. A fuerza de golpear con sus alas aquella jaula su alma se había enfermado de soledad y de aspiración, si me fuera lícito decirlo así. Padecía un mal terrible cuyo diagnóstico es este:
1er período: melancolía que se condensa, que se ennegrece hasta volverse hastío. 2do: sufrimiento indeterminado, pero por eso infinito... Crisis; en ella se pierde la vida o el corazón. Manuel, como veis, era un soñador que continuamente fijaba sus ojos brilladores en el vacío... Aquella noche estaba radiante, como si hubiese tenido una visión celeste. Nunca olvidaré el fulgor intenso de sus ojos que parecían reflejar los destellos de un sol espléndido oculto en las tinieblas. Un griego habríalo creído poseído por el Dios. Y era cierto; el Dios que transfigura, que hace un Tabor del corazón, había visitado a mi amigo: amaba.
Cuando en la enfermedad cuyo diagnóstico acabarnos de hacer, aparece este elemento: el amor, vosotros cuantos tenéis afecto por el doliente, arrodillaos y orad por él.
He aquí lo que Manuel me contó; estábamos sentados, bien lo recuerdo, en el brocal de la fuente que ocupaba el centro del gran patio del colegio: la obscuridad de la noche no nos dejaba vernos casi, sino cuando el fulgor del cigarrillo hacía una efímera mancha de luz en la tiniebla.
Figúrate que vengo de S. Ángel: ¿Has estado en San Ángel? ¿Lo has visto desde una altura, desde una torre? ¿No es cierto que es un Edén? En sus huertas, en sus jardines, sobre las fuentecillas sonoras, sobre la red de caños de aguas cristalinas voluptuosamente se pliega un manto de flores, de todas las tintas,
de todos los matices, como un chal multicolor de punto arrojado sobre un espejo. ¿Has visto su caserío y sus campanarios asomados al balcón sobre el valle de Méjico, por entre los árboles? Y allá en el fondo del panorama donde se esfuma y se pierde en la lejanía láctea del horizonte la doble cadena de montañas que forman en torno del valle el anillo en cuyo engarce brillan el Popocatepetl y la Mujer blanca, como dos diamantes; allá muy lejos sobre un fondo rayado por la azul transparencia de los lagos, ¿has visto dibujarse el contorno amarillento de la ciudad que el adulador Alejandro de Humboldt llamó de los palacios? ¡Perdona estas descripciones, tengo tan presente el espectáculo, lo vi todo tan bello...! De la ciudad parten las calzadas bordadas de árboles y entre las varillas de este regio abanico tienden los potreros sus húmedos y verdes lienzos, que o se pierden y so quiebran en los dobleces de la llanura, en los lomeríos que el maguey eriza o renacen en planicies suaves en donde el maíz amarillea y que los grupos de árboles frutales manchan de oasis oscuros y perfumados. Y a la espalda del pueblo se descubre el marco basáltico del Pedregal que se convierte en serranía que la luz vetea de verde o cuaja de índigo puro en la altísima falda del Ajuco. Y todo esto, que mejor traduciría el pincel de Landesio, que la palabra de un poeta, todo esto encerrado bajo el capelo de zafiro de un cielo limpio o lleno de contrastes imposibles, ¿no es verdad que es el cuadro más espléndido que puede soñar el alma para despertar al amor?
Yo estaba extasiado, sentía la naturaleza, se me revelaba en toda su maravillosa verdad compuesta de apariencias. Se aproximaba el mediodía; el sol convertía en topacios las gotas de rocío cuando se miraba en ellas y cada globo de agua parecía un átomo de sol, una molécula de oro en fusión. ¡Cuánta luz, cuánta vida! Las cascadas de trinos de lo pájaros se confundían con los trinos de las cascadas, que formaban a cada instante las corrientes de aguas como si marcharan entre la hierba a grandes saltos de espuma. Parvadas de muchachas de faldas claras y ligeras revoloteaban en torno de los setos de flores.
Amalia, la blanca y seria y deliciosa Amalia, me había colocado en un sitio sombrío, fresco y dulce; era una copa de perfume. Árboles, flores, césped, un toldo de madreselvas, un arroyuelo cantador a mis pies, ecos de risas que se alejaban, que se acercaban desgranando perlas de oro y de cristal en el ambiente, la ondulación azulosa de los montes entrevista al través de las ramas nerviosas de los fresnos, ¡ah! qué bello era eso, que bien estaba yo allí!
Nadie me veía; saqué mi cartera, y... ya te figuras... empecé a tararear unas coplas... Alcé los ojos; tú sabes, a ti te sucede lo mismo, que la rima y el ritmo de los versos toman forma en el cielo, y que es preciso evocarlos viendo fijamente el espacio... Así hice yo. Abrióse la puerta del palacio de los ensueños... y quedé arrobado, sentí la fruición divina del desprendimiento del alma, las lágrimas del éxtasis asomaban en mis ojos... El azul de la atmósfera, respondiendo a una evocación inconsciente, tomó dentro de no sé qué vagos lineamientos una intensidad mayor; luego, el espacio encerrado en aquel contorno se hizo blanco y después rosado; vi claramente una forma de mujer velada por, una túnica casta y flotante. Vi la boca, los ojos, ¡ah! Dios mío, en esos ojos se había concentrado todo el zafir de la visión primera; mi corazón tenía las vibraciones del arpa que el viento pulsa y besa... Yo traducía esos arpegios en verso... Pero la figura celeste se movía, venía a mí... Y lo comprendí todo, comprendí la realidad; aquella mujer divina que se me acercaba andando de un modo tan musical, tan suave, era el ideal de mi vida, de mis sueños, de mis arrobamientos de poeta, él era, ella era...
Ví que iba a pasar, que iba a perderse entre las flores, que se iba a alejar de mí para siempre, que era mi felicidad que partía, mi visión juvenil que volvía al cielo y casi sollozando, casi loco, pegué mis dedos a mis labios y le mandé un beso de despedida eterna porque pensé que iba a morir... Volvióse sorprendida cubriéndome con su inmensa mirada azul y candorosa y... Por fortuna en esta crítica situación llegó Amalia y, entre risueña e irónica, me presentó a su amiga Carmen que me saludó curiosa y ruborizada.
Pasé el resto del día contemplándola; sus amigas reían de aquella adoración muda, bien lo conocía yo; Amalia estaba seria, pero tan amable. Ella parecía mortificada, mas de cuando en cuando hablaban sus
ojos con un destello qué horizontes, ¡Dios mío! ¡cuánto puede iluminar una mirada de mujer! Llegará a amarme? Y no me amara ¿qué haría yo?
Tal fue, poco más o menos, la relación de Manuel. «Se reducía todo, como me dijo Ivarius ¡ pobre Ivarius! a esto: ayer conocí en S. Ángel a una linda niña de quien he decidido enamorarme. Sobre este tema simplísimo Manuel bordará tanto, tanto!» Lectores, voy a contaros en íntima confidencia la historia de ese amor; voy a explicaros por qué.
Hace dos años (estamos en Abril de 1808) que murió Manuel. Mucho tiempo antes de su muerte habíamos dejado de verle sus amigos íntimos Lauro Suárez, Manuel Díaz Mimiaga, Jesús Labastida, Pancho Alegre y yo. Una mañana un practicante de medicina, que vive, pero cuyo nombre conocidísimo hoy, no puedo revelar, me hizo una visita: Vengo, me dijo, del hospital de T. En él falleció ha pocos días un amigo nuestro y antes de morir me encargó que diese a Ud. esta cartera de apuntes que él llamaba su Libro de Memorias, esta cajita cerrada y esta carta.
Estaba aún en la cama, dejé que mi visitante partiera y hundí mi rostro en las almohadas. Dos horas lloré, lo quería como si fuera mi hermano. Ya más sereno leí la carta que decía así:
«Hermano mío después de la dolorosa historia que conocerás por el libro de recuerdos que te acompaño, he venido al hospital a prepararme para marchar a otra región en busca del ideal que era (lo conocí muy tarde) imposible de encontrar entre los hombres.»
«Muero casi con serenidad, porque tal es mi anhelo de descanso, que acaso preferiría la destrucción completa de cuanto vive en mi a cualquiera especie de actividad de más allá de la tumba. ¡Si lo que he deseado aquí con todo el esfuerzo de mi corazón, no lo encontrase yo en el cielo, para qué me serviría!»
Adiós; mi último voto sería que juzgases posible la publicación de algunas da mis notas, para que se formase en derredor de mi nombre una pequeña aureola que atrajese, aunque fuera por un instante, las miradas de Carmen; en la que fijase sus divinos ojos.
«Adiós para siempre o hasta la vista. Manuel». Para comprender la inmensidad de dolor que velaban las frases do mi amigo era preciso haber vivido con é1. Entre el colegial y el moribundo había un abismo. ¡Cuántos golpes fueron necesarios para abrirlo! Su vida había sido un acto continuo de adoración; ¡y moría escéptico!
Al leer el último párrafo de su carta recordé aquel joven héroe de la revoIución de Paris en 1830, que al morir acribillado por las balas de los defensores de Carlos X, decía a sus compañeros: No olvidéis que me llamo D’Arcole.
Tú también luchaste sin descanso contra esa tiranía terrible y ciega cuyo origen y objeto ignoramos pero que se enrosca sobre nuestro corazón del que extrae lentamente la sangre. Ese aborto de todo lo tenebroso y lo cruel que el gran maestro llama ananké, fatalidad, fue tu verdugo. Prometeo de veinte años cuyes entrañas devoraron buitres empollados por la sociedad, tú, en la hora suprema, sentiste que se apagaba el taro que brilló siempre en la noche de tu vida y moriste de hambre y de angustia en un hospital, sin proferir una queja, sin lanzar una maldición a la mujer que mezcló tanto veneno en la copa de tu juventud.
Ya comprenderéis y excusaréis la publicación de este libro de memorias en donde a través de la fantasía del poeta están apuntadas, no sin fidelidad, algunas peripecias de un episodio del drama eterno:
Vosotras, niñas acostumbradas al sonido acariciador de la música del baile y de la adulación del mundo ¿veréis con ojeriza este libro? Bueno es, sin embargo que sepáis, por boca de quien amó a una de vosotras hasta en la agonía, todo lo que puede producir n un alma sentimental (las hay todavía) un amor provocado primero y pisoteado después. Tal vez alguna de vosotras ría pensando lo mismo que el feroz estudiante de Salamanca:
Admiro vuestro candor Que no se mueren de amor
Los jóvenes de hoy día.
Ya veréis si me leéis que hay una cosa peor aún, do origen idéntico, y que fatalmente lleva a las muertes Carmen, a quien suelo ver pasar a mi lado, seguida de su futuro ¿se dignará dejar caer una mirada sobre las páginas que van a seguir?
Dentro de la caja había dos fotografías, y unas tiras de periódicos con versos lánguidamente amorosos y dulces del poeta Gonzaga Ortiz.
La historia del pensamiento humano puede resumirse en tres interrogaciones: ¿Qué es el amor? ¡Oh! dulces y perfumados instantes de la juventud que respondéis con besos, con flores, con miradas al cielo! ¿Qué es la sociedad? He aquí la segunda interrogación, la de la edad viril; la respuesta se busca en la lucha y en el odio. Cuando la cabeza ya blanquea nos hacemos la tercera pregunta: ¿qué es la vida? Y entramos al sepulcro en busca de la contestación.
Dichosos quienes en la primera hoja del libro de la existencia pueden escribir palabras impregnadas de amorosa ilusión, ecos de deliquios y de éxtasis, porque eso debe dejar en las olas del sufrimiento una estela luminosa que alumbre y purifique la vida. Ya veréis esa huella celeste serpear en estas memorias, que bien podrían llamarse memorias de un mártir, si supiésemos dónde estuvo el verdugo. La primera página tiene este epígrafe:
«Es la mujer más amarga que la muerte y sus manos son cadenas.» Eclesiastés, cap. VII, vcrs. 26.
LIBRO DE MEMORIAS Primera vez que permanecemos solos. Me invitó a sentarme junto al piano y se puso a tocar La música es una promesa del cielo. Hay en ella lo que puede consolarlo todo, el bálsamo de todo dolor del alma, es la panacea momentánea del sufrimiento humano. Las notas de la música son las alas que nos arrebatan a regiones que sólo son realidad en sueños; en esos edenes incesantemente descubiertos e incesantemente perdidos nuestro espíritu vibra al unisón de la inmensidad. El corazón tiene también sus cuerdas sonoras, como un arpa; es una arpa eólica de donde arrancan sonidos misteriosos los soplos del sentimiento; la música, el canto, resuelven los acordes iniciados en lo íntimo de nuestro ser.
Al son de la música, el cobarde corre a los combates, el incrédulo llora en los templos, el misántropo ama. Pulsad la lira y tendréis a Safo, tocad el órgano y os explicaréis a Teresa de Jesús. Tomad un alma de veinte años y dividida entre un hombre y una mujer; dejadlos buscarse instintivamente por el mundo y cuando tiendan irresistiblemente a confundirse en un solo ser, sentad a la muchacha al piano, dejadla que preludie, dejad que cante... Entonces...
Carmen después de un lujosísimo registro cantó la serenata de Schubert, la eterna melodía de los que suspiran do amor. Sentía en se instante por aquella mujer un afecto supremo, pero tranquilo y melancólico, casi filial. Había en su canto suspiros rmás dulccs, más suaves que los de la brisa que agoniza entre las palmas con susurros inefables; de toda ella se exhalaba un divino perfume de flor humana. Desde mi lugar podía, por el balcón, ver el cielo. Vi o creí ver grandes enjambres de ángeles azules con su misteriosa estrella en la frente; ponían los codos en lo impalpable y escuchaban, escuchaban... Yo había querido decir a Carmen: Señorita, no sé si seréis para mí buena o mala, pero todo lo acepto, porque es mi destino, porque, feliz o desgraciado, cuando os veo, el corazón me dice: para siempre...
No le dije nada. Aun la conservo retratada en mi corazón. Era más blanca que el listón de seda inmaculada que rodeaba su cuello, y alta, y hechiceramente formada, como debió de ser la Venus Anadiomena de Praxiteles o como es la Fornarina de Rafael.
Llegó un día en que pude poner ramos de fucsias rojas entre sus cabellos dorados y oscuros a un tiempo, de esos que hacen la desesperación de un pintor; llegó un tiempo en que pude embriagarme en la llama húmeda de sus grandes ojos cuyas pestañas tocaban sus purísimas cejas de Madonna; llegó un
tiempo en que aquella boca, aquella frente... todo era mío, en todo podía poner quemantes labios y... Canova la hubiera copiado de rodillas.
Durante algunos meses no supe hacer otra cosa que mirarla; saboreaba aquella belleza ideal y sensual de un tiempo; aspiraba las emanaciones perfumadas que se desprendían de su tez limpia, sana, joven. Carmen creía que yo sabía leer los versos de un modo expresivo y solíamos pasar una o dos horas leyendo verso comúnmente, alguna ve prosa de poetas. Una ocasión me piesentó un libro de Fernández y González.
– Deje Ud. que la contemple, la dije, me parece que está Ud. en un cáliz y que la vacío lentamente en mi corazón.
Mañana nos veremos toda le noche en el baile del ministro del Perú; me ofreció papá que me acompañaría.
Ebrio de dicha pensando en el día siguiente, comencé a leer un capitulo del novelista español, del que ha levantado a la historia de su patria tan espléndido, tan abigarrado y tan frágil monumento. El libro se llamaba la Alhambra, palabra mágica con alicatados de recuerdos, retretes de preciosas leyendas de filigrana y búcaros orientales colmados de deliciosas cantilenas que el descendiente de los cristianos conquistadores ha levantado sobre las ruinas de la España musulmana en los cármenes donde en otro tiempo llovieron flores sobre el rey Nazhar. Mas todo ello está desgraciadamente bordado sobre una trama de pasiones y crímenes de una deformidad imposible; un libro de Fernández y González es una copa maravillosamente cincelada, pero una verdadera copa de abominaciones. Sus héroes son monstruos que causan pesadillas y sus mujeres bayaderas impuras con enormes ojos andaluces.
–No lea V. estos libros, dije a Carmen. –Quiero, me contestó, tratarlo a Ud. de tú, desde mañana. Salí loco. Notas. Lo quo sigue no está en el libro de memorias; son paréntesis míos que completan esta narración consignando informes fidedignos.
Carmen era hija de uno de esos hombres que por no sé qué aire indefinible, pero inconfundible, indican que no son mejicanos, sino de España o de La Habana o de la América del Sur. Llamábase D. Germán N. (Debo respetar su nombre que muchos de mis lectores habrán adivinado ya). Cuando a fines de 18 capitulé Coppinger, D. Germán logró venirse a tierra y por influencia del que era entonces cura de Veracruz, entró al servicio de Santa Anna; su viveza, y cierto aire de bribón que gustaba mucho a ese jefe, le dieron gran valimiento desde Veracruz a Jalapa pasando por Manga de Clavo. Había acumulado no poco dinero cuando se estableció en Méjico, tomé parte en el pronunciamiento de la Acordada y después del saqueo del Parían ¡oh! misteriosa coincidencia! el Sr. D. Germán senté plaza de rico- hombre. Poco después se estableció en Cuba en donde en calidad de armador se dedicó al tráfico del ébano africano (negros). Volvió a Méjico riquísimo, cargado de objetos de arte comprados en sus viajes por Europa, fue considerado y respetado, engrosó todavía su fortuna con el agio en compañía de casi todos los próceres ricos de la sociedad mejicana y fue un agente activo del partido conservador; se decía que él había decidido a Sta. Anna por el centr...

Índice

  1. Table of Contents
  2. El Autor
  3. César Nero
  4. La Novela de Un Colegial
  5. Niñas y Flores
  6. La Fiebre Amarilla
  7. La Sirena
  8. Playera
  9. María Antonieta
  10. Sobre Tacet Books
  11. Colophon