7 mejores cuentos de Ricardo Fernández Guardia
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7 mejores cuentos de Ricardo Fernández Guardia

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7 mejores cuentos de Ricardo Fernández Guardia

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.Ricardo Fernández Guardia fue un escritor, político y diplomático costarricense. Cultivador y seguidor de lo mejor de la tradición literaria española y francesa, Fernández Guardia se identifica hoy con el nacimiento del realismo literario y del teatro costarricense, con una obra merecedora del puesto de primer autor clásico de Costa Rica.Este libro contiene los siguientes cuentos: El cuarto de hora.El manantial.Lolita.El derviche.La princesa Lulú.Tapaligüi.¿Neurosis?

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783969177440

¿Neurosis?

—Juan Zamora —me respondió alguno después de mucho indagar—, un joven de buen talante que regresó de Europa hará unos seis años y que según decían era pintor o cosa así.
—El mismo.
—Pues si no me engaño vive soterrado en una hacienda, mas no sé dónde.
Armado de esta noticia vaga proseguí con empeño mis pesquisas, que a la postre tuvieron un buen resultado. Lo del soterramiento era cierto, la hacienda tenía por nombre Los Higuerones, cerca del vecino pueblo de Escazú; mas la causa de tan extraño género de vida en un hombre como Juan Zamora, a quien había conocido en París alegre, vividor y en extremo sociable, nadie me la supo decir.
Yo abrigaba en mi corazón un leal y desinteresado cariño por el jovial compañero del Barrio Latino. Él había sido mi piloto en el tumultuoso oleaje de la gran ciudad. En los ocho meses que juntos pasamos en un modesto cuarto piso de la calle Gay-Lussac, me puso al tanto de las mil triquiñuelas de la vida parisiense, empeñándose muy de veras en hacerme soltar el pelo de la dehesa; armándome con sus prácticas y sutiles consejos contra las asechanzas de todo género a que allí está expuesto un joven de diez y siete años, apasionado y generoso como lo son en general los hispanoamericanos.
—Todo lo que ves aquí es farsa —solía repetir con acento burlón—. El saludo lleno de respeto que acaba de hacerme el portero, farsa; al inclinarse puedes estar seguro de que el bribón pensaba: “Este necio es americano y por ende fachendoso; me soltará un buen aguinaldo”. La amabilidad de las gentes, farsa; eso se gradúa en París por el número de luises que llevas en el bolsillo; y así todo lo demás. En este país no hay quien no juegue a la última trampa. Procura ser siempre el más listo, por no decir el más tramposo. Los españoles nos sacaban el oro con la punta de la espada; estos pillos de parisienses hacen lo mismo a fuerza de sonrisas y cortesías.
Juan Zamora estaba dotado de un exquisito temperamento de artista y prometía ser un pintor de gran mérito. Fue a París enviado por su padre a estudiar medicina, y en un principio hizo excelentes estudios; mas de pronto, de la noche a la mañana, trocó el bisturí por la paleta. “No he nacido para carnicero —contestaba cuando era interrogado sobre este punto—. La medicina es oficio de cuervos, ¡qué asco! En cambio el arte es delirio”. En poco tiempo venció las grandes dificultades del dibujo. Sus trabajos llenos de vigor y originalidad le valieron reiteradas y calurosas felicitaciones de Gervex, en cuya academia estudiaba; y ya sus compañeros y amigos le presagiaban un brillante porvenir, cuando de pronto tuvo una nueva genialidad y lo echó todo a rodar. La cosa fue así. Una noche volvió a casa exaltadísimo. Despertóme, y sentándose a los pies de la cama se soltó a hablar con tal vehemencia, que al pronto creí que estaba borracho.
—Ramoncillo, he tenido esta noche una revelación. Hasta hoy he vivido engañado, créemelo, completamente engañado, ciego. No es la pintura lo que ha de hacer de mí un hombre célebre; ahora lo comprendo y maldigo el tiempo perdido en embadurnar lienzos y tajar lápices. ¡Pobre de mí que me creía llamado a ser un Velázquez! Pero esta noche he abierto los ojos, he descifrado el enigma que está prisionero aquí (golpeándose la frente)... La música, chiquillo, la música es el arte más grande, el más sublime, digo más, el único arte, porque es el que mejor habla al alma ...y yo seré un gran músico, sí, un gran músico como Wagner, que es como si dijera el rey, el emperador, el dios de todos los músicos.
Y al decir esta y otras cosas disparatadas hacía grandes gestos como de director de orquesta.
Toda aquella explosión había sido provocada por la asistencia de mi pobre amigo a un concierto wagneriano. Desde esa noche, adiós pinceles; sumido en los intrincados laberintos del contrapunto, Juan Zamora deliraba con Beethoven. Un suceso inesperado vino a poner punto final a su endiablada chifladura. Su padre, informado al fin que había abandonado el estudio de la medicina, le mandó regresar inmediatamente a Costa Rica.
—Volveré, chiquillo, volveré —me decía en la estación de San Lázaro—; dentro de tres meses me tendrás aquí de nuevo y asistirás al estreno de mi primera ópera, una obra que ha de entusiasmar a los modernistas... ya verás qué revolución. Cómo nos reiremos de la cólera de los viejos abonados que se babean de gusto al oír rascar los sonsonetes italianos. Espero a mi vuelta encontrarte convertido; no puede ser de otro modo. Es preciso que abras los ojos a la verdad, que te convenzas de que Verdi y demás compañeros mártires no son más que fabricantes de tonadillas para uso exclusivo de los pianos callejeros.
No volví a saber de mi buen amigo, el futuro Wagner. Dos cartas le escribí y ambas quedaron sin respuesta, mas no por eso le eché al olvido, procurando siempre obtener noticias suyas. Un paisano, de paso por Europa, me dijo alguna vez que Juan iba a casarse. Luego no supe más de él.
Llegó por fin mi turno de regresar al país natal, cosa siempre buena, aunque para ello sea preciso dejar a París. Con mi diploma de doctor en medicina en el bolsillo y contento de mí mismo, me embarqué lleno de confianza en el porvenir. Durante la travesía, cuando llegaba la noche me echaba perezosamente en la silla larga a soñar con mi rinconcito de América, escuchando la canción de la brisa en las jarcias y mecido por el suave balanceo del barco, entre las ideas más risueñas que se me ofrecían de las cosas que habría de encontrar por acá, era una de las más gratas la de tornar a ver al antiguo compañero.
Transcurridos algunos días después de mi llegada, días consagrados al hogar y a la familia, monté una mañana muy temprano a caballo y acompañado de un guía me partí en busca del amigo. Juan no se hallaba en casa, pero un mozo de la hacienda se ofreció a llevarme al sitio donde suponían que debía de estar. Echamos por entre los cafetales, y después de un rato de caminata dimos con él. Al pronto no le hubiera conocido; no era el mismo Juan Zamora, aquel mozo esbelto y lleno de arrogancia que tan buena figura hacía en el bulevar San Miguel; el hombre que tenía delante era un campesino tosco y mal trajeado. Sólo una cosa no había cambiado en él: la mirada, siempre franca, leal, llena de inteligencia. No hubo más que una exclamación y caímos en brazos el uno del otro.
—Ramoncillo, por acá, buena pieza —me decía entre dos abrazos con la protectora familiaridad de otros tiempos—. No puedes imaginar el gusto que tengo de verte. Y como notara que algunas mujeres de las que por allí estaban ocupadas en la recolección del café, añadió con su acento burlón de antaño: “Vamos, niñas, que hace mucho frío”.
Me negué a regresar a la casa, prefiriendo acompañarle en sus vueltas. Corría el mes de enero y era tiempo de cosecha. Las ramas de los cafetos doblegábanse al peso de sus frutos, pequeñitos y encarnados como guindas; tan maduros ya que no pocos andaban por el suelo. “Buena cosecha, magnífica —iba diciendo Juan—; de esta ladera he de sacar por lo menos treinta fanegas de manzana”. Avanzaba por la angosta y larga callejuela, mirando a un lado y otro con visible satisfacción, mostrándome con un gesto de complacencia los árboles más fecundos. “¿Ves aquel pedazo, allí a la derecha? Pues cuando lo compré, hace dos años, era un varejonal; mira ahora que bien cargadito está; pero así hubo que meterle el hombro”.
Yo le oía charlar, sorprendido por el nuevo rumbo de sus ideas. La última vez que le había visto su delirio era la música, y ahora me lo encontraba lleno de entusiasmos agrícolas. Cambio tan completo tratándose de un artista genuino, parisiense, incorregible por añadidura, parecía indicar un desquiciamiento; y muy ufano en mi papel de sabio de nuevo cuño, me propuse escudriñar lo que pudiera haber de anormal dentro de aquella cabeza que, forzoso es confesarlo, no había sido nunca modelo de equilibrio.
En breve llegamos al lugar donde se hallaba la mayor parte de la gente ocupada en la recolección. Unas cincuenta mujeres, con anchos sombreros de paja, y arremangadas hasta los codos, teñidos los brazos y manos por la miel del café, iban despojando rápidamente las ramas de sus frutos, echándolos luego dentro de la cesta que llevaban pendiente en la cintura. Algunos hombres y niños había también ocupados en la misma labor.
—Esta gente con tal de ir de prisa maltrata mucho las plantas —observó Juan haciéndome notar el triste aspecto de los arbustos, cuyas ramas, poco antes lozanas y cargadas de granos, pendían ahora destrozadas y mustias como si por ellas hubiera pasado la langosta.
A las diez regresamos para almorzar. Buen apetito, buen humor, buenos guisos y vino añejo; con estos cuatro requisitos se convierte la mesa en uno de los mayores placeres. Apetito para nosotros excelente, la hubieran despreciado muchos de seguro, por ser rigurosamente compuesta de guisos nacionales: la carne asada, los negros frijoles relucientes, el dorado plátano frito, el arroz blanquísimo y las tortillas de maíz bien tostadas. Juan sacó de una alacena una deliciosa botella de burdeos. “Es el único resabio de gourmet que me queda —exclamó alegremente llenándome la copa—. El vino, Ramoncito, es amigo del hombre. Homero lo cantó con predilección y después de él casi todos los poetas; pero ninguno mejor que el jovial y truhanesco Baltazar de Alcázar.
Durante todo el almuerzo continuó muy picotero, haciendo a ratos gala de una erudición literaria que yo no le conocía. A eso de las doce llevóme a ver la maquinaria de la hacienda. Se trabajaba con mucha actividad por la abundancia de la cosecha. Las pilas donde se hace la fermentación estaban repletas de café acabado de servir del quebrador; los patios inmensos se veían totalmente cubiertos de frutos expuestos al sol, y cuyo color variaba del rojo al amarillo; pasando por el negro, según el estado de sequía que habían alcanzado. Una vez bien secos eran llevados de nuevo a las máquinas; la una separaba las semillas de la broza, otras la limpiaban y pulían. Por último los chorritos de grano color de pergamino, saliendo por la boca del clasificador, según la calidad y ya listos para sufrir la última operación del complicado beneficio, las cogidas.
Juan me iba detallando las diferentes funciones de la maquinaria, ponderando en términos laudatorios para los yanquis, los magníficos adelantos obtenidos en los últimos años. “Observa lo perfecto que es todo esto —me decía alzando la voz a causa del ruido ensordecedor de las máquinas—. ¡Qué lejos estamos ya del filón de madera y de la trilla de bueyes! Cuatro hombres bastan ahora para hacer el trabajo. Ni siquiera necesitamos de leña porque ese motor perfeccionado se alimenta con la broza. Con decirte que al mismísimo sol le hemos dado de mano desde que tenemos la secadora Guardiola”. Y yo admiraba, o cuando menos lo fingía, por complacerle. Más de una vez, desde mi llegada, había estado a punto de interrumpir sus pláticas para interrogarle sobre lo que tanto deseaba saber: el cambio extraordinario operado en su carácter, vida y costumbres. Llegué hasta iniciar una pregunta, pero él la eludió, desviando al punto la conversación. Esta reserva no hacía más que agujerear mi curiosidad, contenida por el temor de ser indiscreto. A la tarde manifesté deseos de marcharme; pero Juan se opuso terminantemente a ello. “No te vayas; no lo permitiré de ninguna manera; mandaré recado a tu casa para que no te esperen. Quiero que me dediques el día entero. Tenemos aún mucho que hablar, que hacer recuerdos del buen tiempo viejo, del que ya no volverá y juntos pasamos en París”.
Era demasiado seductora para mí la perspectiva de una charla íntima con el viejo amigo, para que pensara un solo instante en declinar la invitación; sin embargo, aproveché la coyuntura para imponer condiciones.
—Acepto gustoso —le dije—; pero en cambio ofréceme satisfacer un deseo vehemente y es...
—No prosigas, ya sé lo que quieres. Ten paciencia; luego lo sabrás todo.
Fue la comida tan amena como el almuerzo. Pasados los postres salimos fuera a tomar un café. En el corredor de la casa nos esperaban anchos sillones de mimbre; encendimos los cigarrillos, y allí tumbados al estilo de perezosos, nos dimos a saborear con delicia el sin rival café patrio. En silencio mirábamos la línea ondulante de la cordillera, detrás de la cual acababa de ocultarse el sol con soberbias llamaradas rojizas. Sobre las faldas de los montes aparecían las dehesas agostadas por la ausencia de las lluvias y los vientos de diciembre, como grandes manchas amarillosas de vegetación muerta, cortadas aquí y allá por la línea verde obscura de un cercado o la nota glauca de los cañaverales. El día se marchaba a la carrera; pasado un cuarto de hora, del espléndido crepúsculo sólo quedaba uno que otro arrebol que se desteñía por instantes. En la hacienda todo indicaba la proximidad de la noche. Terminada la tarea, cada cual acudía al hogar en busca del descanso bien ganado después de la faena ruda. Bajo el cobertizo que servía de albergue a las carretas estaba un mozo dando de comer a su yunta de bueyes con ese amor entrañable del campesino costarricense por su noble y paciente compañero de trabajo. Armado de un largo machete descortezaba cañas de azúcar, y, después de hacerlas en trozos pequeños, las ofrecía a los rumiantes. El gesto era el mismo del árabe que brinda la cebada a su caballo, solícito, casi respetuoso. Al pasar, los peones nos saludaban con un “buenas tardes” lleno de afecto, a que nosotros no siempre respondíamos, embelesados como estábamos en nuestras reflexiones. De pronto brilló una luz en un largo caserón de trabajadores, situado a corta distancia, y por una de esas extrañas ilaciones del pensamiento...

Índice

  1. Table of Contents
  2. El Autor
  3. El cuarto de hora
  4. El manantial
  5. Lolita
  6. El derviche
  7. La princesa Lulú
  8. Tapaligüi
  9. ¿Neurosis?
  10. Sobre Tacet Books
  11. Colophon