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Rojos, guerra y miedo
—Mamá, ¿duermes?
—No, pero estoy bien. No te preocupes.
—Vendré de vez en cuando, por si me necesitas.
—Gracias, bonita. Después de la última inyección estoy mucho mejor.
—Bien. Voy a dar la merienda a los niños.
Ana ha salido de la estancia. Es media tarde. A través de las cortinas veo las plantas de la terraza, observo la habitación, los cuadros, los muebles, la cómoda. Últimamente miro con más atención las cosas que me han rodeado tantos años, acaricio los libros, contemplo las fotografias, evoco cada escena. El tiempo ha huido, pero yo he detenido unos instantes el recuerdo de cada cosa. Los viajes, los amigos que ya no están, los países visitados… Mis hijas siempre me dicen: «Deberías vaciar un poco la casa. Hay demasiada cerámica, demasiados cuadros, un exceso de cosas».
Ellas ignoran, empero, la compañía que todos estos objetos me han brindado. Hace ya dos o tres años empecé a despedirme de ellos. Antes de decirles adiós, he recurrido a la memoria y he recordado la época en que cada objeto llegó a mis manos, en qué ocasión y por qué, dónde fue comprado…
También rescaté del olvido una serie de cosas; cosas bellas guardadas a fin de no estropearlas, para que no se rompieran, porque una tía, o la abuela, las había tenido en gran estima. Reservadas para ocasiones solemnes que nunca llegan. Copas de cristal detrás de la vitrina, vajillas que no se exhiben casi ni por Navidad, con la excusa de que una vez se descascarilló un plato. O los manteles de hilo, tan difíciles de planchar.
Últimamente me complace beber un buen vino acariciando aquella copa prohibida porque es muy frágil y porque la persona de quien la heredamos la conservó hasta que llegó a nuestras manos. O disponer la mesa con manteles de hilo y aquellos platos de porcelana fina con dibujos de aves y muchachitas columpiándose mientras sus caballeros las miran embelesados.
Cosas hechas para tocarlas, mirarlas, disfrutarlas, pero siempre guardadas para preservarlas. Una solemne tontería. O sea que decidí tenerlas más cerca, no fuera demasiado tarde. Y de paso intentaba imaginar la historia. ¡Tantos recuerdos, tantos pedazos de vida! Siempre he lamentado que algo se estropeara, rompiera o extraviara. Pero últimamente pienso: «Es igual, pronto tendré que dejarlo todo». Jaume solía decirme: «Mira que eres pesada con estos pensamientos. No lo entiendo, yo nunca pienso así».
Yo solía contestar que era más normal pensar en la muerte que no hacerlo, dado que cada vez estaba más cerca. «Sí», respondía él, «pero para qué entristecerse». «No», proseguía yo, «no se trata de entristecerse, sino de prepararse, de hacerse a la idea, de pensar en ella como un hecho natural que acaecerá tarde o temprano, pero que es ineludible».
Acababa por no decir nada y guardar dichas reflexiones para mí sola. Estos últimos años, dichos pensamientos me han acompañado casi a diario. No sé por qué en nuestra cultura se habla tan poco de la muerte. Cuando sale a relucir en la conversación algo parecido a «ahora que mi muerte está más cerca» o, simplemente, «cuando yo ya no esté», todo el mundo se apresta a contestar: «Calla, mujer, calla. El tiempo que vas a dar guerra todavía».
Pues, mira, dicho tiempo me parece que ya ha llegado, y ahora me hallo aquí, rendida en la cama y con frecuencia confusa por efecto de los calmantes. A veces creen que duermo, pero no. Simplemente, no estoy porque retorno a la infancia y rebusco en mi memoria los hechos que la envolvieron, como aquel primer recuerdo tan lejano, y sin embargo tan nítido, del anuncio de la guerra; aquella guerra fratricida que marcó nuestras vidas para siempre.
Cuando yo tenía veinte meses, más o menos. Lo calculo teniendo en cuenta que nací en noviembre del 34 y esto debió de acaecer en junio o julio del 36. Estábamos en la casa de la calle de Asturias; Me y yo yacíamos en la cama grande de sus padres, no sé si es que pretendían que yo durmiera la siesta. El caso es que estábamos allí y ella me abrazaba. Súbitamente, me dijo: «¿Sabes? Dicen que quizá habrá una guerra entre los rojos y los demás, quizá sean gente mala. Todo esto da mucho miedo».
Me tenía doce años más que yo y los cumplía en julio, o sea que debía de estar a punto de cumplir los catorce. Para ella la palabra guerra tenía un significado, pero todavía no lo tenía para mí. Ella sentía miedo. Yo, entonces, no. Miedo era una palabra vacía de sentido para mí.
Empero, me pregunto cómo es que la escena se me ha quedado grabada. Años después se lo comenté a Me. Ella apenas lo recordaba. Yo sí, y todavía la veo y recuerdo las palabras, a pesar de que en aquel momento mi vocabulario no debía de ser muy extenso. Rojos, guerra y miedo se emparejaron en mi mente durante muchos años, hasta que fui lo suficientemente mayor para darme cuenta de que esta asociación no siempre se podía mantener y de que eran muchas las preguntas sin respuesta.
Y vino la guerra, como Me temía, y con ella los bombardeos, las privaciones y el hambre. Recuerdo que yo pedía leche y mamis me decía: «Leche falta». Yo acabé pidiendo: «Dame leche falta». Al parecer, para hacerme callar, si tenían, hervían arroz y me daban el agua con un poco de azúcar, que yo bebía golosamente. Nunca fui una criatura difícil para comer. Me pregunto si en aquellas circunstancias alguien se podía permitir el lujo de ser un tiquismiquis, y los que antes lo eran debieron de curarse para siempre. En ocasiones, llegaba desde Ginebra una caja de botes de leche condensada, y entonces era fiesta mayor.
Si ahora tuviera que vivir aquellos días creo que me moriría de miedo; pero entonces, el hecho de ser una niña y el comportamiento de los mayores, que procuraban no hacer demasiados aspavientos, me preservaron en gran medida. A pesar de todo, la angustia que todo el mundo padecía fue abriéndose paso lentamente hasta convertirse en una compañera de viaje que más adelante tuve que aprender a mantener a raya.
A mi alrededor, los adultos hacían malabarismos para sobrevivir. Colas para obtener comida, destrucción de documentos comprometedores, fotografias recortadas en las que solo aparecía una cabeza y el resto del cuerpo, vestido con la sotana de un cura, había desaparecido.
Durante la guerra se eliminaban unas cosas, y cuando terminó, la tarea siguió; pero las cosas peligrosas eran otras. Fotografías con la bandera republicana, filiaciones a un sindicato, un disco de la Santa Espina, una gramática de la lengua catalana y, por supuesto, la senyera.
Hambre antes y hambre después, pobreza antes y pobreza después, y el miedo que seguía, y las camisas azules y las botas pisando con fuerza.
Recuerdo haber ido a ver a Ginés, el novio de Me, no sé si a la prisión o a la comisaría. Me impresionó mucho; pero él nos dijo: «No os preocupéis, me dejarán salir. No tienen nada contra mí». Después, me dio un chusco y a mí me pareció un regalo extraordinario: su generosidad me dejó maravillada.
Ciertamente, salió a los pocos días, después de que no hallaran nada de qué acusarle y de que algunas personas «afectas al régimen» lo avalasen. A pesar de todo, tuvo que renunciar a su plaza en el Ayuntamiento de Barcelona y buscar otra forma de ganarse la vida ejerciendo un oficio que ya sabía, el de sastre. Me también se quedó sin su trabajo en el sindicato y encontró un empleo en una relojería que se llamaba Relojes Portusach.
El día que terminó la guerra, todo eran alegrías. Recuerdo a los de casa, pegados a la radio: «Vencido y desarmado el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos. ¡Viva Franco! ¡Arriba España! Alegría, porque supongo que pensaban: no más bombas, no más registros, basta de miserias…
Enseguida se iniciaron las misas de reparación, los tedeums, el retorno a la práctica religiosa… Pero tampoco era esto lo que esperaban. Querían la paz, mas no a cualquier precio. Era una paz precaria. Una religión forzada. Vencedores y obispos en franca camaradería. El idioma maltratado, el padrenuestro en castellano, la escuela y los maestros depurados y la pedagogía a millas de retroceso.
Y los paseos no habían terminado. Los vecinos del Poble Nou sentían pasar al amanecer los camiones con los condenados que serían fusilados en el Campo de la Bota. Haber formado parte del bando republicano, el legalmente constituido, ya era motivo de sospecha, un pecado. Las denuncias eran frecuentes. Viejos rencores a los que se daba salida, simplemente, denunciando al vecino, al amigo, para acceder a su plaza de enseñante, o para robarle su negocio, o para vete a saber qué. La venganza de unos y otros.
Yo sentía cuchichear a los de casa: «¿Sabes aquel que iba de miliciano? Pues, mira, ahora es camisa azul, a saber cómo lo ha conseguido». O «¿sabes a quién he visto en la procesión del Corpus, llevando un gran cirio? Pues… a Fulano. Sí, hombre, aquel comecuras que amenazaba a los vecinos creyentes si conservaban signos religiosos».
Incluso la revista El Patufet y los cuentos de J. M.ª Folch i Torres resultaron sospechosos y, por supuesto, dejaron de publicarse. Se acabaron Les Pàgines Viscudes y Les Aventures de Massagran y tantos otros. Pronto aparecieron, para sustituirlos, Flechas y Pelayos, Roberto Alcázar y Pedrín y El Guerrero del Antifaz.
Yo ya tenía seis años, ahora sí sabía qué significaba la guerra, y conforme crecía, percibía cuán terribles eran sus secuelas. A mi alrededor, la gente seguía contando historias de muertes, de checas y de torturas, de destrucción de iglesias, violaciones de monjas y fusilamientos de curas a quienes descubrieron por la carencia de cabello en la coronilla, después de años de hacerse la tonsura. En ocasiones, bajaban la voz y decían: «Pero estos también…». A mí me entraba mucho miedo y a veces no podía dormir pensando en todas aquellas barbaridades.
También ocurrían otras cosas que yo no acababa de comprender, como, por ejemplo, que a la señora Laieta, la vecina que durante la guerra nos guardaba las pieles de las patatas que pelaba bien gruesas y que vivía tan contenta con el señor Francisco, le llegara súbitamente el marido que, según ella, había muerto en el frente. O que otros que se habían casado durante aquellos años, resultara que no, que no estaban casados y que si querían serlo debían pasar por la parroquia.
Con frecuencia la gente hablaba de los campos de concentración. Decían: «Pobre gente, cuánto sufrimiento». Eran tantas las referencias sobre este tema que, por lo visto, yo las incorporé a mis juegos con las muñecas y simulaba que tenía visitas y les preparaba un café o, mejor dicho, una taza de malta, en el mejor de los casos, mientras añadía, mostrando a mi muñeca: «Y ya ven, esta niña pobrecita, con su padre en un campo de contrensación».
Y entonces nos cambiamos de casa porque el alquiler era demasiado caro y el padre de Me, el señor Riu, había muerto. Papá Joan, lo llamaba yo. Nos mudamos a la calle de Verntallat (nombre de un caudillo de los payeses de remensa), al lado de las monjas carmelitas Teresas de San José.
La nueva casa no era ni tan grande, ni tan bonita como la otra, pero tenía un patio en el que yo podía jugar e ir en bicicleta, y que comunicaba con el patio de las monjas, donde criaban patos y gallinas y donde cada tarde aparecía una monja con una o dos niñas calzadas con zuecos y limpiaban y regaban muy bien y recogían los huevos que hubieran puesto las gallinas. Yo permanecía todo el rato pegada a la reja, mirándolas. A veces venía una de las niñas sola y hablábamos un poquito. Y un día, la monja, la hermana Providencia, haciendo honor a su nombre, me dio uno de los huevos que había recogido. «Toma, para ti», me dijo, y a la chiquilla: «Tú no digas nada». ¡Un huevo!, todo un regalo, porque con la cartilla de racionamiento, huevos, pocos. Las tortillas solían hacerse con harina diluida en agua; las tortillas del tío Nelo consistían en eso, harina disuelta en agua pero con un color amarillento, a fin de que fuera más parecida a una tortilla de verdad.
Mi infancia y mi adolescencia estuvieron marcadas por las vivencias cotidianas y por las continuas referencias a antes y después de la guerra. «Antes de la guerra», decían, «la gente que tenía una renta de un duro diario podía considerarse rica, y ahora, ya ven, no llega para nada». O bien «¿usted se acuerda, antes de la guerra, de aquellos panecillos de Viena que valían diez céntimos? Y ahora, este pan de racionamiento que no sé de qué está hecho». Hasta que no fui algo mayor no pude advertir lo que aquella guerra supuso y todo lo que con ella se perdió.