El cerebro que cura
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El cerebro que cura

Álvaro Pascual-Leone, Álvaro Fernández Ibáñez, David Bartrés-Faz

  1. 232 páginas
  2. Spanish
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El cerebro que cura

Álvaro Pascual-Leone, Álvaro Fernández Ibáñez, David Bartrés-Faz

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Información del libro

Para tener una vida plena y feliz, lo más importante es tener un cerebro sano. Esta es la premisa que defienden los autores: cómo una mente sana puede dar lugar a un cuerpo igualmente saludable.A través de sus estudios e investigaciones, los autores pretenden demostrar que llevar a cabo un patrón concreto de actividad cerebral nos permite resistir mejor las enfermedades, y puede incluso ayudarnos a vivir más.En El cerebro que cura descubriremos por qué el órgano rector es importante para mantenernos sanos y cómo conseguir que funcione a pleno rendimiento. La nutrición, el sueño, el ejercicio o la socialización son parte de los pilares fundamentales para lograr una mente, un cuerpo y un alma más sanos.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2019
ISBN
9788417622305

Parte 1 Un cerebro para tu salud

3. Un momento histórico

Por primera vez en la historia de la humanidad vive en el mundo más gente mayor de sesenta y cinco años que niños menores de cinco. Gracias a los avances en medicina y, sobre todo, en salud pública, la gente vive más años, lo cual debería ser enormemente beneficioso para la humanidad. Con los años ganamos en sabiduría. Los abuelos ven el mundo con la perspectiva de la experiencia y son capaces de ofrecer consejo y tomar decisiones más equilibradas. Sin embargo, la edad también conlleva el creciente riesgo de enfermedades. En particular, envejecer es el mayor factor de riesgo para las enfermedades del cerebro. Según datos de la Organización Mundial de la Salud, las enfermedades del cerebro afectan a una de cada cinco personas a lo largo de su vida y representan ya hoy la causa principal de discapacidad. Con la creciente expectativa de vida, el riesgo es cada vez mayor.
Así pues, vivimos un momento histórico. Tenemos la oportunidad de beneficiarnos más que nunca de la sabiduría de los mayores gracias a la creciente expectativa de vida, pero corremos el riesgo de llegar a la vejez con cerebros dañados por acumulación de enfermedades, de no poder afrontar el coste social de cuidar de los mayores con confusión, trastornos cognitivos, falta de memoria, depresión y cambios de la personalidad. Quizá por ello se da tanto énfasis a querer vivir más años, pero manteniendo un cerebro joven. Y, sin embargo, no se trata solo de eso ni tampoco es que sea posible. Al avanzar en edad no debemos desear mantener el cerebro de nuestra infancia o juventud, sino conseguir tener el cerebro mejor y más sano posible de la edad que tenemos. Yo recuerdo cómo era a los dieciocho años y no quiero repetir muchas de las decisiones que tomé entonces. Tengo tres hijos fantásticos, pero no quiero tener el cerebro de sus edades, ni ellos se beneficiarían si yo lo tuviera. Lo que quiero es poder ofrecerles todo lo que puede dar mi cerebro con la experiencia de cincuenta y seis años, sin daño ni falta de capacidad. La oportunidad histórica, y el gran reto de la humanidad, es seguir aumentando la expectativa de vida asegurando que llegaremos a la vejez con cerebros sanos y una capacidad cognitiva vibrante e intacta.
La vida es peligrosa. Además del riesgo de accidentes y catástrofes naturales, estamos continuamente expuestos a gérmenes, toxinas y sustancias químicas que pueden causarnos enfermedades y dañar nuestro organismo. Las células de nuestro cuerpo están en continuo cambio y pueden causar cáncer o reacciones autoinmunes —en las que nuestro propio organismo se convierte en el causante de daño—. Sin embargo, hay gente que se mantiene sana la mayoría del tiempo.
Los factores patogénicos, es decir, las causas directas de enfermedades, pueden ser necesarios, pero nunca son suficientes para causar enfermedad y discapacidad. Nuestros genes, sin duda, contribuyen a nuestro riesgo individual de ponernos enfermos. Sin embargo, la evidencia antropológica, epidemiológica, sociológica, psicológica y médica demuestra que nuestra personalidad, creencias, expectativas, modo de vida, situación vital y circunstancias son determinantes para nuestro riesgo de enfermedad. De hecho, hoy sabemos que todos estos factores tienen un impacto incluso en la expresión de nuestros genes, y hay una nueva disciplina científica y médica, la epigenética, que estudia estos mecanismos para poder desarrollar nuevos tratamientos.
Nuestro cerebro mantiene una relación continua y estrecha con todos los órganos de nuestro cuerpo y tiene la capacidad o la propiedad intrínseca de ser una fuente de salud. Nuestro cerebro puede curarnos. Lo que tenemos que hacer es aprender a utilizarlo sistemáticamente para poder beneficiarnos de ello. Pero es también un arma de doble filo, ya que nuestro cerebro puede asimismo causarnos enfermedades.
Curiosamente, esto es algo en lo cual los médicos vamos muy por detrás de la gente. No existe un conocimiento médico que nos permita dar una receta de lo que uno necesita hacer, del tipo: «Ande tanto, haga tantos puzles, piense en tantas cosas, juegue con estos juegos de ordenador o tome tal medicina y así promoverá su salutogénesis, es decir, la capacidad de su cerebro de promover su salud». Esto es precisamente lo que debemos conseguir, pero, de momento, solo podemos escuchar a la gente, hacerles entender lo que piensan, lo que esperan, lo que sueñan, lo que desean, lo que experimentan... Todo esto provoca cambios en su cerebro, y estos cambios tienen impacto no solo en sus sueños y en sus expectativas, sino en su propia salud. Por tanto, es útil aprender de aquellos que son capaces de descubrir los elixires de la vida, porque lo que están realmente descubriendo es cómo modificar su cerebro para mejorar su salud.
Hay personas que son menos susceptibles que otras a enfermedades y a la discapacidad, y estamos aprendiendo de ellas qué hacer para mantener la salud. Durante siglos, el foco de la investigación médica ha sido intentar entender cómo y por qué nos ponemos enfermos. Sin embargo, la salud no es simplemente la ausencia de enfermedad. Así pues, es momento de estudiar qué promueve la salud, por qué algunos se mantienen sanos y qué podemos hacer todos los demás para conseguirlo.
Salutogénesis, del latín salus, que significa «salud», se refiere a los factores comportamentales y cognitivos, los factores cerebrales, que promueven la salud modulando las interacciones entre el sistema nervioso y los sistemas endocrino e inmunitario. Gracias a nuestro cerebro tenemos mecanismos dedicados a mantenernos sanos. Cada uno de nosotros tiene un cerebro distinto, y el reto es optimizar y potenciar de forma personalizada los mecanismos salutogénicos de nuestro cerebro para que nos permitan llegar a la vejez con vigor y con las capacidades intactas.

4. Salutogénesis

En el siglo XIV, la peste negra causó la muerte —según algunas fuentes— de hasta casi dos tercios de la población de Europa y de sesenta a ochenta millones de personas de una población mundial estimada entonces en unos trescientos millones. La población mundial había crecido enormemente durante la Edad Media, lo que conllevó la necesidad de cultivar tierras cada vez de menor calidad y bajo rendimiento, y eso provocó una creciente falta de nutrición. Quizá la desnutrición y la consecuente falta de defensas por un sistema inmunitario debilitado propició en mucha gente la infección por la bacteria de la peste. Algunos historiadores han argumentado que esta epidemia demuestra la crisis del sistema feudal que la hizo posible. Y es cierto que el riesgo de enfermedad era particularmente alto entre los pobres. Sin embargo, también murieron reyes como Alfonso XI de Castilla o Juana II de Navarra, Margarita de Luxemburgo —la reina esposa de Luis I de Hungría— o Felipa de Lancaster —la reina consorte de Juan I de Portugal—. La peste negra no solo afectó a los pobres. Aparentemente, nadie estaba a salvo.
El principal medio de contagio de la peste eran las picaduras de las pulgas, que pueden esconderse en ropas y tejidos. Entre las primeras medidas que se tomaron en Europa para evitar el contagio fue la de quemar la ropa de los enfermos y prohibir la entrada en ciudades a viajeros hasta que se hubieran deshecho de las ropas que traían puestas. Sin embargo, a pesar de estas medidas, la peste seguía extendiéndose en olas de contagio y mortalidad y daba lugar a teorías diversas, incluidos, claro, argumentos sobre el castigo divino por la pérdida de moralidad. El impacto de la epidemia fue devastador y sus consecuencias sociales, notables. Por ejemplo, se acusó a los judíos de ser los causantes de la epidemia por medio del envenenamiento de pozos de agua, y en muchos lugares esto llevó a la persecución y extinción de las comunidades judías. Como siempre a lo largo de nuestra historia, los humanos seguimos buscando explicaciones sobrenaturales a aquellos eventos devastadores que nos asustan y afectan. Sin embargo, la ciencia con el tiempo nos ofrece otras explicaciones más plausibles.
Durante la epidemia de la peste negra, algunos individuos no solo sobrevivieron, sino que nunca enfermaron. Eran individuos que parecían mágicamente protegidos. Pero hoy sabemos que no era magia ni intercesión divina, sino mecanismos salutogénicos.
Ya por el año 400 a. C., Hipócrates recomendaba que, para curar a los enfermos y promover su salud, el médico debía esforzarse en conocer a la persona que tiene la enfermedad tanto o más que dedicarse a estudiar la enfermedad que tiene el enfermo. Hipócrates, que en gran medida fue el fundador de la medicina moderna en la Grecia del siglo IV a. C., asesoraba a sus discípulos: si para ayudar al paciente tuvieseis que decidir entre saber sobre la enfermedad que tiene el enfermo o sobre el enfermo que tiene la enfermedad, lo segundo siempre será mejor. Dicho de otro modo: paseando por la calle nunca va un ictus cerebral, ni un párkinson o una diabetes, por la calle van María, Pedro o Juan, que resulta que tienen, por ejemplo, un ictus cerebral, párkinson o diabetes, y su organismo lo lleva mejor o peor. Pero eso significa que, para entender las enfermedades, hemos de entender a la persona que tiene la enfermedad, y para entender a la persona tenemos que entender su cerebro. Y eso también quiere decir que ese cerebro influye sobre cómo se manifiesta la enfermedad. Esta es una de las tesis fundamentales de este libro: nuestro cerebro puede ser la causa de que nos pongamos enfermos, pero también nos ofrece la posibilidad de aminorar el sufrimiento y la disfunción que acompañan a una enfermedad. Nuestro cerebro puede incluso llegar a curarnos.
Obviamente, un diagnóstico correcto y los tratamientos médicos adecuados basados en evidencia científica son esenciales. Sin embargo, como anticipaba Hipócrates, cada vez hay más estudios que demuestran el papel crítico que juegan otros factores determinantes de enfermedad y mortalidad. Durante la peste negra, hubo gente que nunca enfermó no porque las pulgas o las bacterias no llegaran a ellos, sino porque tenían características personales que los protegían: tenían cerebros con mayor capacidad salutogénica.
Personas que refieren ser felices y estar satisfechas con sus vidas tienen estadísticamente menos riesgo de ponerse enfermas. Gente de fe, individuos con espiritualidad, fuertes creencias religiosas o con un claro propósito vital mantienen mejor salud mental y física a lo largo de sus vidas. Informes y anécdotas, incluso del tiempo de la peste negra, relatan caso tras caso de monjas, curas, enfermeras, médicos, curanderos y voluntarios varios que, dedicados al cuidado de los enfermos, evitaron, sin embargo, caer enfermos a pesar de la exposición constante y el contacto. Quizá la razón por la que no enfermaron fue precisamente por su dedicación al cuidado de los otros.
En experimentos en laboratorio, cuando se expone a participantes, por ejemplo, al virus de la gripe, aquellos que dicen disfrutar de una vida plena, de un propósito que los hace felices, tienen menor incidencia de enfermedad. En un estudio en California, la mortalidad por cualquier causa a lo largo de una década fue significativamente menor para aquellos que estaban convencidos de tener un apoyo social mayor y amigos que los confortaban y acompañaban. Otro estudio evaluó hace años los factores que mejor predicen la mortalidad de hombres mayores de cincuenta y cinco años tras un infarto cardíaco y una cirugía cardiovascular. Uno pensaría que, dado que la hipertensión, la diabetes, los lípidos elevados o fumar son factores de riesgo importantes para las enfermedades del corazón, los individuos con mayor supervivencia deberían ser aquellos que, tras el infarto y la cirugía, cuidaron mejor su tensión y su diabetes o aquellos que modificaron sus hábitos para perder peso y dejar de fumar. Sin embargo, los tres factores principales resultaron ser, por orden: 1) el hecho de pensar que tanto el mundo como la gente que lo rodea a uno lo apoya, 2) el hecho de pensar que hay una razón ulterior a uno mismo para vivir, y 3) el hecho de pensar que uno tiene la capacidad de seguir con vida, que uno va a superar ese problema. Por supuesto, tomar la medicación para la hipertensión, adherirse a una dieta adecuada o controlar la diabetes es importante, pero no suficiente. Resulta que lo que mejor predice la supervivencia tras un infarto no es cómo de bien se controla la hipertensión, ni si se mantiene un peso adecuado y se evita la obesidad, ni si se trata con esmero la diabetes o se deja de fumar. Todo eso es importante, pero aún más impacto tiene la creencia individual de tener un apoyo social adecuado y las creencias y valores que lo trascienden a uno. El propósito vital, el ikigai del que hablábamos en la introducción, y el pensamiento positivo son esenciales para la salud.
Tú, ¿cómo eres? ¿Eres de esos que ven el vaso medio vacío o de los que lo ven medio lleno? Todos somos distintos, pero parece que la manera en que respondemos a este tipo de preguntas refleja no solo nuestra actitud más pesimista u optimista hacia la vida, sino que, además, tiene un impacto sobre nuestra salud. Cada vez existen más estudios que revelan que hay características de la personalidad, como el optimismo o el pesimismo, que afectan a aspectos fundamentales de nuestra salud y bienestar. ¡Si no eres optimista, vale la pena aprender a serlo! Y resulta que es posible aprender a ser más optimista.
El pensamiento positivo, que generalmente acompaña al optimismo, es un factor esencial en nuestra capacidad de sobrellevar de forma efectiva el estrés y las dificultades de la vida. Y sobrellevar bien el estrés se asocia con un sinfín de beneficios para la salud. Si tiendes a ser pesimista, no hace falta tirar la toalla o desesperarse —aunque quizá esa sea tu tendencia—. Tu cerebro es capaz de aprender y cambiar. Todos podemos aprender pensamiento positivo y beneficiarnos, así, de su efecto sobre nuestra salud.
Adoptar pensamientos positivos no quiere decir ignorar las dificultades de la vida ni enterrar la cabeza en la arena, como si fuéramos avestruces pretendiendo que el depredador no nos va a ver ni atacar. Pensamiento positivo no quiere decir que no aceptemos que solo queda la mitad del vaso de agua, sino que veamos el vaso medio lleno. Es decir, pensamiento positivo es una actitud mental que nos lleva a abordar los acontecimientos de la vida de manera más positiva y más productiva. Se trata de entender todas las posibilidades, pero poner fe y confianza en que la más beneficiosa va a suceder. El vaso está a la mitad, pero realmente, a efectos prácticos, está casi lleno, porque ¡contiene agua más que suficiente para saciar tu sed!
El pensamiento positivo comienza, pues, con las conversaciones secretas que tenemos en nuestra mente, los pensamientos que pueblan nuestra mente mientras nos enfrentamos a las realidades de la vida. Estos pensamientos pueden ser positivos: «Me va a salir bien el examen, voy a ganar la carrera, voy a meter un gol, mis compañeros me respetan y apoyan, mi amor es correspondido, me voy a curar». O pueden ser negativos: «No soy suficientemente rápido, no voy a llegar al balón, no tengo la misma capacidad de trabajo que los demás, no merezco el premio, no voy a poder conseguirlo». No se trata de ser irracional, sino de aceptar las propias limitaciones, hacer lo posible por remediarlas, buscar y aceptar consejo y ayuda, pero, sobre todo, adoptar un punto de vista positivo.
El cerebro cambia y se adapta. Como comentaremos más adelante con mayor detalle, el cerebro es plástico. Si tiendes a tener pensamientos negativos, si eres un pesimista, engáñate, practica cómo ver el lado positivo, finge que ves el vaso medio lleno. Tu cerebro cambiará, te volverás más optimista y, con ello, mejorará tu salud. Es lo mismo que pasa cuando tratas con generosidad y cariño a la gente —tu cerebro acaba haciéndote más generoso y más cariñoso—. Trata a los demás con bondad y tu cerebro te hará más bondadoso. Pero lo contrario también se da: refunfuña y tu cerebro te hará un cascarrabias. Imita a gente que cojea y al final tu cerebro acabará no sabiendo andar sin cojear. De la misma manera, si miras el lado negativo de las cosas, acabarás siendo más pesimista y perjudicarás tu salud.
Los individuos que piensan de forma positiva tienen mayor sensación de entender el futuro y poder controlarlo y se recuperan antes de enfermedades. Los individuos que, gracias al pensamiento positivo, perciben menos estrés en su vida tienen menor probabilidad de contraer enfermedades. Durante la peste negra, aquellos temerosos que pensaban que iban a contraer la enfermedad tenían mayor riesgo de contraerla, mientras que los que pensaban que no les iba a tocar —por la razón que fuera: porque tenían que cuidar de su amado enfermo, porque debían defender su propiedad y dar de comer a su familia o porque creían en un Dios que los protegía— tenían menor riesgo de enfermar. También en el cáncer, la respuesta psicológica y los pensamientos positivos son factores importantes que determinan la respuesta al tratamiento, mortalidad y recurrencia. Por ejemplo, las mujeres que a los tres meses de haber pasado por una cirugía por cáncer de mama muestran una actitud positiva hacia esta enfermedad y se dicen a sí mismas mensajes como «Yo voy a vencer esto» o «La cirugía me ha quitado todo el cáncer y mi médico se va a asegurar de que sigo sana» tienen una probabilidad de supervivencia a los quince años tres veces mayor que aquellas mujeres que —con pensamientos más negativos— se dicen: «En fin, hay que aceptar lo que a una le toca» o expresan desesperanza. Aceptar el diagnóstico y seguir las recomendaciones médicas —buscando el consejo de expertos— es esencial, pero no suficiente. Además, es importante adoptar una actitud optimista ante el veredicto, porque eso aumenta notablemente la probabilidad de ganarle la batalla a la enfermedad. Nuestras circunstancias temporales y actitudes, y lo que estas contribuyen a ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Epígrafe
  5. Índice
  6. Introducción
  7. Parte 1. Un cerebro para tu salud
  8. Parte 2. Siete pilares de la salud cerebral
  9. Parte 3. Lo que nos queda por saber
  10. Epílogo
  11. Colofón
Estilos de citas para El cerebro que cura

APA 6 Citation

Pascual-Leone, Á., Ibáñez, Á. F., & Bartrés-Faz, D. (2019). El cerebro que cura ([edition unavailable]). Plataforma. Retrieved from https://www.perlego.com/book/1900874/el-cerebro-que-cura-pdf (Original work published 2019)

Chicago Citation

Pascual-Leone, Álvaro, Álvaro Fernández Ibáñez, and David Bartrés-Faz. (2019) 2019. El Cerebro Que Cura. [Edition unavailable]. Plataforma. https://www.perlego.com/book/1900874/el-cerebro-que-cura-pdf.

Harvard Citation

Pascual-Leone, Á., Ibáñez, Á. F. and Bartrés-Faz, D. (2019) El cerebro que cura. [edition unavailable]. Plataforma. Available at: https://www.perlego.com/book/1900874/el-cerebro-que-cura-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Pascual-Leone, Álvaro, Álvaro Fernández Ibáñez, and David Bartrés-Faz. El Cerebro Que Cura. [edition unavailable]. Plataforma, 2019. Web. 15 Oct. 2022.