Un largo viaje por la vida
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Un largo viaje por la vida

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Un largo viaje por la vida

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"La vida se comprende hacia atrás, pero se vive hacia adelante", escribió Kierkegaard. En Un largo viaje por la vida, el autor, con casi noventa años a sus espaldas, indaga sobre cómo ayudar a las personas a morir en paz, a despedirse de la vida con sosiego y soportar las pérdidas. A través de profundas reflexiones sobre la identidad, la incertidumbre, la felicidad, el recuerdo y el legado, esta obra plantea las preguntas más importantes que nos hacemos cuando miramos atrás sobre el camino recorrido.El autor nos propone en estas páginas detenernos en todo aquello cuyo conocimiento y aceptación nos ayude a vivir bien: los valores, la esperanza, el acompañamiento, la amistad… Y disfrutar los momentos excepcionales de extraña clarividencia en los que creemos entenderlo todo y sentimos que no nos falta nada.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2020
ISBN
9788417886417

1. Vivir

Estos días azules y este sol de la infancia.
ANTONIO MACHADO (22 de febrero de 1939)

Cada persona es un viaje

En 1926, Francis Peabody, en una recordada conferencia en la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard, se expresó así:
Cuando hablamos de un «cuadro clínico» no nos referimos a la fotografía de un hombre enfermo en cama, sino a la pintura impresionista de un paciente en el entorno de su casa, su trabajo, sus relaciones, sus amigos, sus alegrías, sus preocupaciones, esperanzas y miedos.
Comenta, por su parte, el cirujano y amigo Marc Antoni Broggi:
El enfermo no lleva su estómago o su columna vertebral a que los visiten. Va todo él, con sus miedos y sus esperanzas.
En 1996, el llamado «Informe Hastings» sobre los fines de la medicina subraya:
Los enfermos presentan sus malestares al médico como personas.
Y pocos años antes, en 1982, Eric Cassell afirmaba, con un énfasis que cambió radicalmente mi modo de observar la vida:
Los que sufren no son los cuerpos; son las personas.
En mi juventud, conocí personalmente a Lanza del Vasto, un discípulo de Gandhi que había participado en huelgas de hambre de varias semanas, en el curso de acciones de protesta no violenta contra supuestos abusos de poderes establecidos, tanto públicos como privados. Al preguntarle cómo resistía tanto tiempo sin alimento, me dijo, complementando la afirmación de Casell:
–Es fundamental perseverar a lo largo del ayuno en una idea central: «Yo no soy mi cuerpo».
La pregunta lógica que viene a continuación es: «Bien, de acuerdo, pero ¿qué es una persona»?».
Después de algunos años de búsqueda sin encontrar una definición que me satisficiera, un día afortunado, en las páginas de un libro de filosofía, creí descubrir una respuesta que, al menos provisionalmente, aclaraba gran parte de mis dudas.
Gilbert Ryle, un destacado profesor de filosofía británico fallecido en 2007, comenta en uno de sus libros que un día, un amigo le manifestó el deseo de conocer la universidad:
–Nada más fácil –le dijo Ryle– el miércoles de la próxima semana sube conmigo a Oxford.
Cuando llegó el día, Ryle presentó su acompañante a profesores y alumnos, visitaron bibliotecas y laboratorios, pasearon por el campus, entraron en los college, visitaron los campos de deporte, asistieron a un concierto en la capilla y participaron en varios seminarios. Al terminar la jornada, sin embargo, el amigo sorprendió a Ryle al comentar:
–La visita ha sido muy interesante, pero ¿dónde está la universidad?
Los profesores, los estudiantes, las bibliotecas, las aulas, los laboratorios… permiten que exista la universidad, pero no son la universidad. La universidad pertenece a otra categoría. La universidad no es una realidad que se pueda ver o tocar, no tiene res extensa. Al formular su amigo la pregunta da lugar a lo que Ryle llama un «error categorial».
Algo similar, a mi juicio, pasa con la persona. La persona no es el cerebro, no es el cuerpo, no es la familia, no es el grupo con el que comparte ilusiones y vínculos, gustos o valores, no es el contexto físico, cultural, social y emocional en que nace y transcurre la vida. Si utilizo una metáfora: no es el motor, no es el chasis, no es la carretera, no es el equipaje, no son los compañeros de viaje, el itinerario que sigue, el lugar del que procede, al que se dirige o por el que pasa. Todo esto permite la existencia de la persona; pero no es la persona.

La persona es el viaje; un viaje siempre único, irrepetible, interactivo, continuamente cambiante, una biografía en constante evolución desde el nacimiento hasta la muerte, a menudo a través de niebla, espejismos, ansiedad o dudas, de destellos de conocimiento, felicidad, libertad, justicia o amor, en búsqueda del mapa de nuestras particulares minas del rey Salomón.
De un librito anterior titulado Diarios de un pasajero de avión rescato un párrafo que se refiere a la percepción física de la rapidez de los cambios en momentos concretos de la vida:
No quisiera terminar mis impresiones sin hablarles, brevemente, de unos momentos de gran belleza que experimenté en otro viaje posterior durante una incursión a la isla de Skye, en las Hébridas: sus nubes me maravillaron. Recorrían el azul del cielo a una velocidad que jamás había visto. Cerrabas un momento los ojos y al volver a abrirlos el paisaje había cambiado. Al incidir los rayos del sol sobre el mar los colores eran distintos, cambiantes, sus destellos recorrían la superficie del agua, encendiéndose y apagándose sin dar tregua a la vista. Nada permanecía; los reflejos brillaban y se oscurecían sin cesar. Imposible inmovilizar una imagen nítida de lo que sucedía; la luz era puro cambio. Un nuevo paisaje, dinámico, más bello que el anterior, nacía y desaparecía a cada instante. Vivir el desplazamiento fugaz de las nubes sobre el mar en la isla de Skye ha sido una de las experiencias más hermosas de mi vida, sólo superada por el eclipse total de sol en una playa de Costa Rica o contemplar el nacimiento de un nuevo día desde la cumbre del Teide, mientras, mágicamente, aparecía el contorno de las islas Canarias a mis pies.
El amigo, el estudiante, la pareja, el familiar, el enfermo, con el que nos encontramos hoy es distinto del de hace un año, la semana pasada; a veces, incluso del de hace una sola hora, un solo minuto. La vida es cambio. Para darnos cuenta de ello con claridad basta con buscar en el armario el álbum olvidado de nuestras fotografías de juventud y tratar de revivir alguno de los momentos que creemos recordar.
Cada momento de la vida –también el que muestra la fotografía que ahora tengo entre las manos– forma parte de un instante único, extraviado en el tiempo, del extraño viaje que emprendimos desde la niñez para dirigirnos por rutas desconocidas hacia nuestra Ítaca particular. Recordemos, una vez más, los versos de Kavafis:
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. […] Ten siempre a Ítaca en tu mente. Llegar allí es tu destino. Mas no apresures el viaje. Mejor que dure muchos años y en tu vejez arribes a la isla, con todo lo que conseguiste en el camino, sin aguardar a que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te regaló un hermoso viaje Sin ella el camino no hubieras emprendido. Mas ninguna otra cosa puede darte.
Conviene reflexionar sobre este poema porque tratamos algo esencial: cada persona es un viaje interactivo, único y diferente a todos los demás. Àngels, mi compañera, acaba de terminar el suyo. Ella, como cualquier persona de cualquier fotografía, bailó un solo verano; en su caso, un verano de ochenta y tres años. Algunas sólo pueden escuchar la melodía un único año, una sola primavera, o los acordes de una única noche, como la blanca flor de la Epiphyllum oxyphetalum, como la absurda muerte de los niños que denuncia Dostoievski:
El mundo entero no vale las lágrimas infantiles. […]. Si los sufrimientos de los niños han ido a completar la suma de sufrimientos necesaria para comprar la verdad, yo afirmo de antemano que la verdad no vale semejante precio. […] No se puede hacer solidarios a los niños en el pecado y si la verdad está en que ellos son, en efecto, solidarios con sus padres en todas las atrocidades por estos cometidas, tal verdad no es, desde luego, de nuestro mundo y a mí me resulta incomprensible.
Ante las pérdidas y los aconteceres terribles de la vida, no tenemos respuesta. Sólo nos quedan el grito, el insulto, la lágrima, la perplejidad, el silencio o la pena. En especial es necesario subrayar el potencial emocional de algunos episodios, a menudo rápidamente olvidados por todos excepto para la persona directamente implicada, como es el caso de la madre del bebé que muere al nacer o poco antes o después del parto.
En diciembre de 2013, un intelectual de nuestro tiempo, Henning Mankell, maestro de la novela negra nórdica, conducía un coche alquilado por una carretera de Suecia cuando sufrió un patinazo, se estrelló contra la mediana y durante breves segundos perdió el conocimiento. Pocos días después, al despertar por la mañana abrumado por una dolorosa rigidez del cuello y con la convicción de que esta era consecuencia del golpe sufrido, se hizo varias radiografías:
Al cabo de dos horas, el dolor del cuello se transformó en un terrible diagnóstico de cáncer. En una pantalla pude ver un tumor cancerígeno de tres centímetros de diámetro alojado en el pulmón izquierdo. En la nuca tenía una metástasis. Esa era la causa del dolor.
[…]
Padecer un cáncer es una catástrofe en la vida. Sólo después de transcurrido el tiempo sabremos si hemos sido capaces de enfrentarnos a él. Lo que pensé y viví aquellos diez días posteriores a tan devastador diagnóstico es algo que todavía no tengo del todo claro. Puede que nunca lo comprenda. Aquellos diez días de enero de 2014, después de la fiesta de la Epifanía, son como sombras, tan oscuras como los largos días del invierno sueco. Me pasaba la mayor parte del tiempo en cama, tapado con el edredón hasta la barbilla.
Lo único de lo que ahora estoy totalmente seguro es de que el tiempo se había detenido, como en un universo compacto y condensado, todo se había convertido en un punto en el que no existía un «antes» ni tampoco un «después», sólo aquel inamovible «ahora». Un ser humano que se aferraba a la orilla de un gran remolino de arenas movedizas que quería engullirlo.
Desde aquellas angustiosas jornadas hasta el día de su muerte, Mankell plantó cara con entereza a la enfermedad. En una entrevista que le hicieron en 2015 habló del miedo a desaparecer. De esta entrevista he extraído algunos fragmentos que me han parecido relevantes en el presente contexto:
¿Qué pensó cuando le comunicaron el diagnóstico?
–Era invierno, hacía frío, el día era desapacible. Mi mujer y yo volvimos a casa en taxi y vimos una niña saltando en un montón de nieve. Pensé que yo había hecho lo mismo muchas veces. Y que ahora ya no lo haría más. Que ahora sólo saltaría ella. Que mi vida acababa de cambiar radicalmente, para siempre.
–¿Cómo lo pasó su mujer?
–Fue lo suficientemente inteligente como para no hablar de ello al principio. Mi mujer también tenía que descubrir qué significaba mi enfermedad, qué representaba para ella. En una pareja, si uno tiene cáncer, lo tienen los dos. Luego aprendimos a hablar del tema. No hacerlo habría sido peor, ya lo había vivido con amigos: un silencio mortal que se desploma sobre una familia como una enorme losa…
[…]
–En su reciente libro Arenas movedizas describe un cuadro que está a sólo 30 kilómetros de aquí, colgado en una iglesia.
–Ah, sí, ¿lo ha visto? ¿Le ha gustado?
–Es muy inquietante. Muestra a un sacerdote del siglo XVII con su familia; en él se ve a quince hijos, aunque seis de ellos…
–… Ya habían muerto cuando el pintor pintó el cuadro. Así que sólo pintó trozos de sus rostros, un ojo aquí, el nacimiento del pelo allá…
–… El bebé, que probablemente falleció de muerte súbita, aparece medio tapado en su cuna.
–Esos niños no querían desaparecer. El artista los devolvió al único escenario que tenemos: la vida. Luego cae el telón y nos vamos. ¿A cuántas personas recordamos de verdad a los diez años de su muerte, a los cien, a los quinientos? A muy pocas. Vale, Galileo, Shakespeare… Pero los demás sólo tenemos una oportunidad. No podemos rebobinar y decir: ahora lo voy a hacer de otra manera. No.
–¿Tiene miedo a desaparecer sin más?
–Nunca he pensado en eso, la verdad. Basta con escupir en el océano para tener toda la eternidad que se quiera… Somos átomos, nos disolvemos, luego ya no hay eternidad que valga. A veces me vienen a la cabeza unos pensamientos algo ingenuos, como el de que estar muerto debe de hacerse muy largo, terriblemente largo. Sé que suena absurdo. Cuando estás muerto, no hay espacio, ni tiempo ni conciencia, pero no puedo evitar pensarlo.
Y en el preciso instante en el que escribo estas líneas aparecen ante mis ojos las palabras de otro gran intelectual, John Berger, quien con su hijo Yves escribe, en 2014, sobre su esposa y madre fallecida:
Miramos atrás y tenemos la sensación de que estás con nosotros en el momento de mirar. Es absurdo, porque estás más allá del tiempo, donde no existe antes ni después. Y, sin embargo, estás...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Epígrafe
  5. Prólogo. El Bayés Exprés, de Tomás Blasco
  6. Introducción
  7. 1. Vivir
  8. 2. Envejecer, compartir, acompañar
  9. 3. Modos de morir
  10. Anexo
  11. Agradecimientos
  12. Bibliografía complementaria
  13. Colofón