1.
«Solo sé que no sé nada»
SÓCRATES, 470-399 a. C.
¡Cuántas veces acabamos repitiendo, respecto de la educación de los hijos, la máxima socrática! Porque a menudo nos sentimos ignorantes, perdidos, impotentes… ¿Qué hacer en tal o cual circunstancia? ¿Cómo afrontar los conflictos que inevitablemente nos van salpicando cada día? ¿Cuándo adoptar una estrategia educativa u otra? Como padres no podemos evitar reconocer nuestra propia ignorancia. Y es saludable que lo hagamos. Pensar que lo sabemos todo, como creían los sofistas de la época de Sócrates, no nos conduce a otra cosa que a meter la pata más de lo normal. La educación parte de la ignorancia, y en el caso de la educación de los hijos, de la ignorancia mutua, la de los padres y la de los hijos.
En una de sus ingeniosas e incisivas tiras, Quino hace decir a Mafalda una gran verdad: «Padres e hijos reciben el título el mismo día, pero ninguno de ellos ha asistido a un curso para ejercer su profesión». En cualquier ámbito de nuestra vida, para ejercer cualquier tarea o trabajo, se nos pide unos estudios, una preparación suficiente; sin embargo, para llevar a cabo la responsabilidad más grande, para dirigir la empresa más importante, como es la educación de los hijos, nadie nos exige nada.
Partimos de una ignorancia socrática, y desde ella, con un poco de experiencia vivida, otro de sentido común, una buena dosis de dedicación y mucho mucho cariño, hemos de ir educando a nuestros hijos a la vez que nos educamos a nosotros mismos. Vamos aprendiendo mientras enseñamos.
Lo que nos está diciendo Mafalda es que para educar debemos formarnos. Se lo dice Sócrates a uno de sus discípulos: «O no se debe traer hijos al mundo o, si se traen, hay que estar a su lado y llevar la carga de su crianza y educación», leemos en el diálogo platónico Critón. Y es lo que nos están pidiendo también ellos, pues necesitan unos padres que los quieran, los protejan, los cuiden, pero también que les exijan, les marquen horizontes, que los eduquen. No quieren que deleguemos esa responsabilidad en la escuela o en el ambiente (ni en los sofistas de turno), sino que nos tomemos en serio nuestra labor. Nos piden que nos llenemos para que les podamos dar más, que leamos, que asistamos a cursos de formación, que hablemos con otros padres, que acudamos a las tutorías, que dialoguemos con los hijos. Ellos no quieren padres blandos, pasivos, conformistas, pesimistas, sino exigentes, activos, con ganas de aprender y optimistas, dispuestos antes a equivocarse que a renunciar a su obligación, padres que se la jueguen como se la jugó Sócrates en su época.
Sócrates fue, sin duda, uno de los grandes educadores de todos los tiempos. El método socrático, que consiste en despertar al educando, en hacer que piense por su cuenta y que saque de dentro lo mejor de sí mismo, que no impone sino que propone, que plantea preguntas en vez de ofrecer respuestas y que tiene al alumno como protagonista de su propio aprendizaje, ha sido y sigue siendo la forma más adecuada de educar.
Porque educar no es ni arrastrar ni añadir, sino más bien orientar y extraer: no se trata de llevar al educando a donde nosotros queremos ni de ir añadiendo contrafuertes para que no caiga, sino de señalar el Norte e ir quitando todo aquello que estorba para su desarrollo integral.
Para educar hemos de ser como los padres de Sócrates. Se llamaban Sofronisco y Fenaretes. Según cuenta el propio Sócrates, su madre Fenaretes era comadrona y de ella aprendió el arte de dar a luz (que en griego se llamaba «mayéutica»), la diferencia es que mientras ella ayudaba a nacer a las parturientas, él ayudaba a sus discípulos a dar a luz las ideas. Es decir, que para Sócrates enseñar no era otra cosa que ayudar a sacar de dentro los conocimientos que ya se tenían, pero que no somos conscientes de que los tenemos.
Sócrates no hace alusión directa al oficio de su padre, Sofronisco, pero la tradición le atribuye el de picapedrero o cantero y las versiones más optimistas lo imaginan escultor en el taller de Fidias o Mirón. En fin, que Sofronisco ejercía la labor de ir extrayendo de la piedra todo aquello que le estorbaba para ser una buena pieza de sillería o el boceto de una escultura. Sócrates no habla de su padre, pero a buen seguro que imitaba su profesión cuando grababa caracteres de humildad en el duro temperamento de sus contemporáneos, punzaba sus rígidas mentes con el fino cincel de su ironía y pulía las asperezas de una sociedad picada de prejuicios.
Sócrates educaba como solo se puede educar: ejerciendo a la vez el oficio de comadrona y escultor. Quizás el primero ha sido más celebrado por la historia; no obstante, no se entiende sin el segundo. Para sacar de una persona su mejor yo, para que desarrolle todas sus potencialidades y llegue a ser quien puede ser, hay que asistir como una partera, hay que atender, ayudar, orientar, animar…, porque el crecimiento personal surge de dentro. Pero también se ha de tomar el cincel y el martillo para eliminar todo aquello que obstruye el proceso, todos esos estorbos, grandes o minúsculos, blandos o duros que impiden que aflore lo mejor de uno mismo.
El oficio de comadrona ha de complementarse con el de escultor y el de escultor con el de comadrona, el de Fenaretes con el de Sofronisco y el de Sofronisco con el de Fenaretes. Así lo entendió Miguel Ángel. El artista renacentista veía en cada trozo de mármol la figura que escondía en su interior y, según decía, su función de escultor no consistía en otra cosa sino en ir quitando lo que sobraba para que emergiera un Moisés, un David o una Piedad. Eso hemos de hacer los padres y educadores, ejercer de escultores y comadronas, de Sofroniscos y Fenaretes, y, a base de pequeñas acciones, sacar de cada hijo o alumno su mejor yo.
Quizá también los padres de Sócrates, ante la educación de su hijo, pensaron, como todos los padres, eso de «solo sé que no sé nada».
2.
«Desear lo deseable»
PLATÓN, 427-347 a. C.
Sócrates soñó que acariciaba un cisne sobre su regazo y que de pronto el ave alzaba el vuelo. Cuando sus discípulos le preguntaron quién era ese cisne, él respondió que era Platón. En verdad, el discípulo recibió el impulso del maestro y voló más alto. Platón se convirtió así en el heredero del pensamiento socrático y uno de los filósofos más importantes de la historia. Entre otras muchas cosas, Platón decía que educar no es otra cosa que enseñar a desear lo deseable. ¡Casi nada! ¡Como si fuera tan fácil! Y muchos padres se preguntan: ¿Dónde está Platón cuando nuestro hijo no quiere comerse la sopa o cuando monta una rabieta porque no le compramos el juguete que le apetece? ¿Cómo le explico a mi hija de quince años que deje el móvil y se ponga a estudiar porque, según la filosofía platónica, es más deseable el estudio que la última serie que está viendo?
El deseo, piensa Platón, no es malo en sí, salvo que nos dejemos arrastrar por él. Por eso, si somos capaces de ordenar nuestros deseos y dirigir nuestra vida racionalmente, lograremos un equilibrio vital que nos llevará a la felicidad. El secreto de la educación no es otro que aprender qué nos conviene desear y qué no. Después hay que desear lo deseable y no querer lo indeseable, que es lo difícil. Pero parece que el filósofo griego tenía la solución.
Su solución se ha dado en llamar «intelectualismo», porque hace descansar todo el peso de nuestras decisiones en la inteligencia o la razón. Como si saber lo que es bueno nos empujara inmediatamente a desearlo. Hay deseos buenos y deseos malos, constructivos y destructivos; la clave está en saberlos diferenciar y desear lo conveniente. Lo malo es que los primeros se suelen presentar más atractivos, más fáciles de seguir que los segundos. Platón expresaba esta lucha que se produce en el interior de cada ser humano con el llamado «mito del carro alado».
Explicaba que los seres humanos somos como un carro alado tirado por dos caballos, uno blanco, que representa nuestra voluntad, y otro negro, que simboliza nuestros deseos. El carro está dirigido por un auriga o cochero, que es nuestra razón. Para avanzar necesitamos los dos caballos y la buena conducción del auriga. Cada uno de los tres elementos tiene que desempeñar la función que le corresponde, por eso, el cochero deberá tensar las riendas para refrenar nuestros deseos y atizar al caballo blanco para que no se relaje y tire con fuerza.
Lo observamos en nosotros mismos: lo que nos apetece no nos cuesta; en cambio, lo que nos conviene nos resulta difícil. Solo hay una forma de llevar el carro a las alturas: dejar que el auriga conduzca a los caballos. A la postre son ellos los que nos llevan, pero guiados por la razón. Si el caballo negro se desboca, algo a lo que es propenso, y el blanco se amilana, porque lo bueno cuesta, estamos perdidos.
Por eso, cuando nuestros hijos nos dicen que algo les «da palo», lo mejor es que lo hagan. La pereza es un enemigo al que no podemos dejarlo pensar: hemos de poner los medios para pasar a la acción. Enseñémosles a empezar justamente por lo que más «palo» les da y dejar para el final lo que más les gusta. Ayudémosles también a organizarse el tiempo, por ejemplo, confeccionando un horario realista y consensuado. Cuando son pequeños debemos conducir nosotros por ellos hasta que sean capaces de gobernar por sí mismos su carro alado. No vaya a ser que les pase como a Faetonte.
Cuando Faetonte, hijo de Helios y Clímene, llegó a la adolescencia pidió a su padre que le dejara conducir el carro del Sol. El padre se negó porque, aunque era su hijo, no estaba todavía preparado para tomar las riendas. No obstante, el muchacho se encaprichó tanto que convenció a su tía Aurora, hermana del Sol, para que le dejara siquiera subirse al carro de fuego antes de que su padre despertara. La Aurora accedió y el joven empuñó las bridas.
Cuando los caballos sintieron que las riendas se tensaban, comenzaron a trotar creyendo que era su amo quien había montado. Faetonte sintió miedo y atizó sin querer a los corceles, quienes empezaron a galopar. Sin remedio, el joven se encontró conduciendo el carro del Sol a una altura inusitada. Desde allí veía toda la Tierra iluminada bajo su vista y por encima la negra bóveda celeste.
Pero ocurrió que, al contemplar a los animales que representan los signos del zodíaco, sintió pánico. Su falta de pericia provocó que el carro de fuego descendiera en la zona de Etiopía, donde abrasó la tierra, dejó a su paso grandes desiertos y tostó la piel de sus habitantes. Como pudo, dio un golpe de rienda y los caballos comenzaron a ascender. Pero tampoco logró controlarlos y se alejó demasiado, tanto que produjo la congelación de las zonas del norte. (Así explicaba la mitología las diferencias entre norte y sur.)
Al prever un desastre, los astros se quejaron a Zeus, quien fulminó a Faetonte.
Platón y la mitología coinciden en augurar un final trágico a quien persigue sus caprichos y desobedece a la razón. Nos corresponde a los padres no atender a los caprichos de nuestros hijos, sino enseñarles a desear lo deseable, pero ¿qué es lo deseable? Platón responde de forma tajante: el Bien. Y para que quede claro lo escribe con mayúscula y lo sitúa en la cúspide del mundo suprasensible, más allá del carro del Sol y las estrellas. El Bien es la razón de ser de todas las cosas, la luz que las ilumina, lo que las hace ser perfectas según su naturaleza.
Debemos, pues, buscar siempre el bien de los hijos, atender a sus necesidades en vez de satisfacer sus deseos. No hace falta que nos adentremos en el mundo suprasensible platónico para encontrarlo, porque lo que conviene a cada hijo para su desarrollo personal está, como decía Sócrates, en sí mismo. Los padres debemos descubrirlo, saber qué es bueno para ellos y ser capaces de frustrar un capricho por su bien, de aplazar la recompensa y de ir haciéndoles responsables de su vida. Esa es la forma de quererlos bien.
Platón fundó la Academia en el año 387 a. C., la primera universidad del mundo. Allí se enseñaba gramática, aritmética, música, filosofía, retórica, lógica…, pero, sobre todo, se enseñaba a desear lo deseable.
3. Reality show ARISTÓTELES, 384-322 a. C.
El joven Aristóteles viajó desde Estagira, en el extremo norte de Grecia, hasta Atenas con el fin de ingresar en la Academia de Platón para ser médico como lo había sido su padre. Allí conoció de primera mano la teoría platónica de las ideas, según la cual lo que hace que una realidad, una ciudad, por ejemplo, sea buena es que se asemeja a la ciudad perfecta en sí que habita en un mundo aparte. Como alumno aventajado, pronto destacó, pero también discrepó de su maestro, porque no veía muy claro que fueran más reales las ideas que las cosas. «No existen enfermedades, sino hombres enfermos», repetía Aristóteles contra los dogmas de la Academia; como si dijera: «No existe la paternidad, sino padres y madres concretos».
Por entrar en confrontación con el idealismo platónico, la filosofía de Aristóteles se ha dado en llamar «realista». Y en ese sentido, podemos afirmar que todos nos volvemos aristotélicos en el momento en que tenemos hijos, como si de repente ellos hicieran que las ideas bajaran a la tierra. No es exagerado decir que, para casi todas las personas, devenir padre o madre supone un buen baño de realidad. La paternidad o la maternidad dejan de ser abstracciones en el mismo momento en que llegan a la existencia. «Mi casa —nos decía una madre— sí que es un reality show.» En una familia, cualquier cosa, por inimaginable que sea, puede llegar a ser real.
Y los hijos pasan también de ser un ideal de los futuros padres a conformar una realidad tangible incontestable, una realidad que, a menudo, suele estar muy alejada de la idea que nos habíamos hecho antes de tenerlos. Se puede decir que los hijos nos hacen ser aristotélicos porque nos hacen bajar de nuestras ensoñaciones platónicas y tocar la realidad. Es lo que le ocurre en la película Mejor, imposible (de J. L. Brooks, 1997) al novio de turno de Carol, la coprotagonista. Cuando ambos entran en casa dispuestos a culminar una noche romántica, la escena se ve interrumpida por el hijo de ella, que está enfermo. Carol lo atiende y regresa al salón sin percatarse de que el niño le ha dejado un poco de vómito en el vestido, con el que el galán se mancha; decide, entonces, irse y se justifica: «Demasiada dosis de realidad para un viernes por la noche». Y es que los hijos nos hacen tocar la realidad, que a veces, como ocurre en la película, es viscosa y maloliente.
Las metas que nos ponemos pueden estar muy claras (en el mundo suprasensible que es nuestra cabeza), pero el día a día (el mundo sensible) es imprevisible. Lo sabemos todos los padres: cada jornada trae sus propias inquietudes y debemos estar dispuestos a habérnoslas de continuo con los imprevistos, a esperar lo inesperado, a bailar con la realidad. No nos queda otro remedio que adaptarnos a ella.
Aristóteles nos enseña a tener cintura para educar, porque la realidad no es un camino llano, sino tortuoso y complicado. No podemos tirar por la vida a cordel, en línea recta, sino ir zigzagueando como los esquiadores cuando descienden el eslalon gigante. El realismo aristotélico nos dice que no pensemos en lo que pudo ser y no ha sido (eso pertenece al mundo ideal), sino en lo que es; que no pensemos ...