Mente abierta, vida plena
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Mente abierta, vida plena

La realidad se construye dentro de nosotros

  1. 232 páginas
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Mente abierta, vida plena

La realidad se construye dentro de nosotros

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La realidad se construye dentro de nosotros.Una decisión cualquiera, por pequeña que sea, por involuntaria que pueda parecer en ese momento, puede cambiar toda tu vida en apenas segundos.Eso es lo que le pasó a Manel Saltor cuando, por inesperadas circunstancias, acabó perdiendo el barco que posteriormente se hundiría en aguas africanas con muy pocos supervivientes. A raíz de aquel traumático suceso, acabó realizando un largo retiro a un templo en Tailandia donde estudió filosofía y psicología budista para profundizar en sus enseñanzas y en la meditación.A través del análisis de esta y de muchas otras vivencias, Mente abierta, vida plena presenta una reflexión sobre la realidad de nuestra existencia mediante las experiencias que Saltor ha ido recopilando durante los últimos veinticinco años y que le han proporcionado una nueva forma de ver la vida y hacerla más plena.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2018
ISBN
9788417376192

Uno

PARTE 1

Playa El Zonte

Estaba recorriendo Centroamérica en bicicleta por la costa del Pacífico. Por algunas circunstancias que ahora serían largas de contar, había salido de Canadá precipitadamente acompañado de una expulsión de cuatro años impresa en el pasaporte. Había llegado desde Vancouver a Mazatlán, en la costa norte de México, en el estado de Sinaloa. Conseguí un visado de turista de tres meses, aunque eso me costó algunos dólares que tuve que pagar al oficial de inmigración, ya que no quería dejarme entrar en el país viniendo de otro del que había sido expulsado.
Llegar a Mazatlán fue como un enorme respiro, un nuevo comienzo, aterricé con esa sensación de que te has salvado por los pelos. No quería ni llegar a imaginar qué habría sucedido de no haber tenido ese billete de avión pagado. Pero allí estaba, en una playa hermosa, tomando refrescantes zumos de frutas, con una temperatura suave en un día soleado y bañándome en un mar de aguas cálidas. Qué más se podía pedir. Y más después de la temporada que había pasado en Canadá, con un frío intenso, trabajando catorce horas al día, siete días a la semana, vendiendo juguetes en un centro comercial de Richmond, cerca de Vancouver.
Allí me quedé un par de semanas para poder descansar, organizarme un poco y decidir mis próximos pasos. Compré una bicicleta de quinta mano y encargué a un artesano unas alforjas de lona para poder transportar el pequeño equipaje que llevaba.
Atravesé todo el país siguiendo el litoral pacífico hasta llegar a la ciudad de Tapachula, en el estado de Chiapas, a veinticinco kilómetros de la frontera con Guatemala. Tapachula, en esos tiempos, era una ciudad extremadamente peligrosa, aunque yo en ese momento lo desconocía. Así como Tijuana es lugar de paso para los que quieren entrar ilegalmente en Estados Unidos, Tapachula y la frontera con Guatemala, en Ciudad Hidalgo, es adonde llegan cada día decenas de autobuses contratados por el Gobierno repletos de personas deportadas de Estados Unidos. Algunos quieren cruzar la frontera para volver a sus países de origen (Guatemala, El Salvador y Honduras, principalmente, pero también Nicaragua, Costa Rica y Panamá), otros esperan un tiempo para reunir el dinero suficiente para poder cruzar México y volver a intentar entrar ilegalmente en Estados Unidos. Es sitio de encuentro para los famosos coyotes (la mafia que se dedica a pasar ilegales a Estados Unidos ) y zona de maras, como se llaman en Centroamérica a los pandilleros. Las maras son las organizaciones criminales transnacionales que funcionan como grupos guerrilleros que operan en diferentes países, aunque originariamente provienen de ciudades como Los Ángeles, en Estados Unidos. Algunos de los deportados pertenecen a las maras más famosas de América, como la Salvatrucha (MS) o su gran rival, la M18 (o Calle 18). En su cuenta de atrocidades están el asesinato, el asalto, el robo, la violación, la extorsión, el tráfico de personas, el tráfico de armas y drogas o la prostitución.
Al llegar a Tapachula, me detuve en una cantina para retomar fuerzas y poder esconder bien el pasaporte y el dinero antes de cruzar la frontera con Guatemala, como solía hacer al acercarme a cualquier frontera, pues nunca sabes lo que puedes encontrar en ellas. Allí me sucedió algo que estuvo a punto de costarme la vida. Dos tipos con tatuajes en la cara (señal inequívoca de que pertenecen a las maras) se acercaron y se sentaron en la mesa en la que yo estaba, balbuceando algo similar a «con permiso». Empezaron a preguntarme de dónde era, de dónde venía, qué hacía… Desde el primer momento me percaté de que no traían buenas intenciones.
Llevaba todo el dinero escondido en diferentes zonas del cuerpo, excepto una parte, que había dejado en una de las alforjas por si acaso. El pasaporte estaba en el bolsillo de la derecha del pantalón. Eso era todo lo que realmente necesitaba. Del resto, alforjas y bici, podía prescindir. Después de unos minutos buscando diferentes maneras de poder salir de esa horrible situación, me sugirieron que saliese con ellos con la excusa de «deleitarme» con una visita turística por la ciudad.
Mi situación dentro del local era muy buena, ya que estaba sentado en una mesa frente a la barra y al cantinero, de espaldas a la pared y con la puerta de entrada a unos diez metros a mi derecha. Ellos tenían peor situación, ya que estaban sentados frente a mí y su campo visual solo me alcanzaba a mí y a la pared que tenía a mis espaldas.
Me levanté sin movimientos bruscos, suavemente, pero con determinación. Una vez de pie, les dije que me excusasen, que iba al baño, y les pedí que vigilasen la bicicleta, que estaba apoyada en el canto de la mesa, con todo el equipaje en las alforjas. Eso me dio unos segundos de margen, ya que la invitación a que vigilasen todo lo que poseía me otorgaba cierta confianza en ellos. Eso, en el punto en el que estábamos, era muy importante. Aunque sabía que no deseaban ni la vieja bicicleta ni las alforjas con todo lo que contenían dentro, les transmití que era todo lo que poseía en el mundo.
Me dirigí hacia el baño, buscando la mirada del cantinero fijamente. Él estaba al corriente de todo, porque me indicó con la mirada que me dirigiese al fondo del local. Así lo hice. Tenía miedo, pero estaba totalmente ocupado en salvar la vida y no tenía tiempo de entrar en pánico, simplemente eso no tocaba. Llegué a la entrada de los baños con el cantinero caminando detrás de mí y diciéndome que había avisado a la policía y que me entretuviese en el baño. Dentro noté que estaba a punto de ser presa del pánico, mi cuerpo estaba exaltado, la respiración, entrecortada, tenía ganas de chillar, rabiar, llorar, correr, saltar, vomitar, estaba totalmente tenso. Sudaba y me picaba todo el cuerpo.
Respiré hondo y largo para calmarme, luego hice una meditación exprés de unos segundos, suficientes para volver a entrar en situación, pero esta vez con más apertura, para poder percibir con más detalle todas las opciones que te- nía de una manera más tranquila. Sabía que en cuestión de segundos vendrían a buscarme. Si eso pasaba, estaría perdido.
Me daba más pánico estar solo esperando a que acudiesen que volver a la sala de la cantina y hallar una salida a esa situación. Quería sentirme activo, y tomar parte de la escena en la que me encontraba me daba cierta sensación de seguridad. Salí del baño y un extraño presentimiento en forma de firme convicción me asaltó de repente. Era algo que veía muy claramente: no salir de esa cantina bajo ningún concepto, utilizando todos los medios necesarios.
Mi mente empezó a buscar maneras de salir de ese estado a una velocidad vertiginosa, muchas se iban descartando automáticamente y algunas quedaban de algún modo fijas en la pantalla mental, y todo eso sucedía como si alguien proyectase una película en la mente, sin que yo participase en ello. Había una extraña lucidez en el testimonio que estaba presenciando el suceso. Al salir del baño, justo cuando empecé a caminar los escasos metros que me separaban del salón de la cantina, se oyeron voces gritando, movimiento, golpes, ruidos…; acababan de entrar cuatro policías. Ellos no se resistieron, porque cuando mi vista alcanzó la mesa donde estábamos, yacían reducidos en el suelo. Pude ver que a uno de ellos le extrajeron un revólver que llevaba escondido en la parte trasera de la cintura. Me quedé con el cantinero en la barra y empezaron a brotar pequeñas lágrimas de mis ojos. Demasiada tensión acumulada en tan solo unos minutos. Las piernas empezaron a temblarme y tuve que sentarme. Pero aún no era momento de soltar toda la emoción, tenía que aguantar, mi intuición me indicaba que debía estar plenamente atento, que aquello aún no había finalizado.
Uno de los policías me preguntó por lo ocurrido y por la razón que me había llevado hasta allí, puesto que era zona «guerrillera», refiriéndose a los miembros de las maras que llegaban allí recién deportados. Añadió que debía salir cuanto antes de aquella zona y pasar la frontera en Ciudad Hidalgo, a unos veinticinco kilómetros, no sin antes firmar el atestado. Me recomendó que no pusiera denuncia, ya que eso me obligaría a personarme en un futuro juicio. Me sugirió que esperase allí, que ellos vendrían para escoltarme hasta los límites del municipio y que continuase solo hasta la frontera, ya que primero tenían que llevar a los dos sujetos a la comisaría. Después de unos minutos de conversación con el policía, este se despidió de mí, recordándome otra vez que lo esperase hasta su vuelta.
Agradezco mucho que apareciesen y me quitasen ese marrón de en medio. Siempre lo agradeceré. Si no hubiesen aparecido, probablemente habría pasado a engrosar los índices de asesinatos en esa zona. Pero si algo tenía también muy claro era que ya me había hecho demasiado famoso en esa ciudad. Demasiada gente conocía mi existencia y en mi situación, viajando solo en bicicleta, era como un caramelo dulce al que es difícil resistirse, era un blanco demasiado fácil y cómodo. Y eso, desgraciadamente, los incluía también a ellos. Lo que debía hacer era salir a toda velocidad de aquel lugar con el objetivo de cruzar la frontera lo antes posible y entrar en Guatemala; una vez allí, las cosas serían diferentes. Además, rodando en bicicleta ya había tenido una experiencia con la policía de carretera en México, no muy lejos de Acapulco, y me costó mucho esfuerzo, y algún billete, salir airoso de ella.
El cantinero, que estuvo presente en toda la escena, me aconsejó salir chirriando rueda, que no los esperase, lo que confirmó mis sospechas. Y salí como alma que lleva el diablo de ese lugar, abandonando la ciudad rumbo a la frontera. En el camino pude ver mucho tránsito de personas, a veces familias enteras, con bolsas y fardos. Imaginé que eran deportados regresando a sus lugares de origen. Era un lugar extraño, como extraño era todo lo que allí pasaba.
Llegué a la frontera pedaleando enérgicamente, salí de México y entré en Guatemala. Una vez allí volví a sentir que el mundo se abría ante mí, dejé de pedalear y respiré conscientemente un buen rato. Otra vez sentía que me había salvado por los pelos. Y me reí dulcemente.
Me desvié hacia Coatepeque, en dirección a Quetzaltenango, la zona montañosa del lago de Atitlán, donde me instalé un tiempo recorriendo sus orillas y sus maravillosos pueblos: San Pedro La Laguna, San Juan, San Marcos, Panajachel, etcétera. Después seguí cruzando Guatemala, pero ya habían pasado unos cuantos meses desde mi salida de Canadá y me quedaba muy poco dinero, por lo que quizá era el momento de buscar una zona para quedarme un tiempo y encontrar un trabajo.
En la zona del lago de Atitlán tenía posibilidades de encontrarlo, ya que había conocido a gente de allí que podía facilitarme esa búsqueda, pero eso suponía volver atrás y me apetecía seguir descubriendo. Las otras opciones eran entrar en Honduras y dirigirme a la zona de San Pedro Sula y sus islas, Roatán y Útila, o ir hacia El Salvador, el único país de Centroamérica que solo tiene costa en el Pacífico. Ese hecho me llamaba la atención; me apetecía instalarme en algún lugar de costa, pues había recorrido casi toda la costa pacífica de México y me había impresionado ese vasto océano, así que me dirigí hacia El Salvador.
Lo bueno que tiene viajar en bicicleta, si tienes todo el tiempo del mundo, es que lo haces a otro ritmo, conociendo a paso lento, decidiendo en cualquier momento hacia dónde ir, sin que eso suponga un gasto económico extra, aunque quizá energético, pero poco más. Mi situación económica en ese momento era totalmente penosa, prácticamente había gastado todo lo que había ganado en Vancouver y ni siquiera osaba contar los dólares que aún tenía en el doble fondo del bolsillo del pantalón.
Crucé la frontera de Guatemala hacia El Salvador. Quería encontrar un pueblo en la costa para poder descansar y ver más claramente qué es lo que debía hacer. Cada vez que cruzaba una frontera causaba sorpresa, pues normalmente te miran como si estuvieras medio loco por andar en bicicleta con esa pinta de hippie, y con cierto desprecio compasivo, pues tienes que ser pobre o cutre para hacerlo.
En la misma frontera me dieron un buen consejo: no debía tomar la carretera que recorría la costa, ya que había muchos bandidos que asaltaban los coches que por ella transitaban y muchos túneles donde ponían barricadas para forzar que te detuvieras. Precisamente era la carretera que quería tomar, quería playa, mar, tranquilidad… Me remarcaron que, si lo hacía, nunca fuera de noche.
Esa noche dormí al raso, como muchísimas otras veces, justo pasado el pueblo fronterizo de La Hachadura, ya en El Salvador.
A la mañana siguiente amanecí muy temprano y me puse a rodar siguiendo la famosa y controvertida carretera, esperando una señal que me indicara algo así como «en esta dirección usted encontrará una playa tranquila, de gen- tes dulces y amables, con cocoteros, arenas blancas y mucha paz». Recorrí muchos kilómetros, estaba cansado, muy cansado, y nunca vi letrero alguno. Hasta que empezó a anochecer. Esa era señal inequívoca de que tenía que parar, buscar un buen sitio para pasar la noche y esperar a que amaneciese para continuar. Pero de repente apareció un letrero, era la señal que estaba esperando. En él había inscrito: «Playa El Zonte».
En ese tramo la carretera pasaba a escasos metros del mar. Entré en lo que parecía un pequeño asentamiento de casas sueltas a lo largo de un caminito de tierra hasta que divisé la luz de una hoguera y pude escuchar una música que de allí provenía. Y el mar. Era ya de noche, pero en la penum- bra se divisaba el mar. Había gente alrededor de una gran hoguera, algunos sentados, otros bailando y otros de pie simplemente charlando, con la música de Los Fabulosos Cadillacs y el tema Matador de fondo. Siempre lo recordaré. Aparqué la bicicleta a un lado y me senté en una piedra a observar ese regalo que el universo me estaba ofreciendo. Nada más sentarme se aproximó uno de los que estaban allí y me preguntó de dónde venía. Le contesté con solo un «Guatemala».
–¿En esa bicicleta? –me preguntó.
–Sí –le respondí.

Diecisiete dólares

Me preguntó si quería algo de beber. Yo alcancé el pequeño monto de billetes del bolsillo de mi pantalón y me dispuse a contar lo que allí había. Solo tenía diecisiete dólares, solo eso. Todo lo que tenía en el mundo era esa mísera cantidad y la vieja bicicleta de aluminio barato. Nada más. Y hasta ese momento no me había atrevido ni a comprobarlo, suerte que lo hice así. Él me miraba con cara de alucinado. Le pedí una cerveza bien fría, tenía que celebrarlo, y me preguntó si tenía hambre. Y con una mirada más bien graciosa, pero sin pena alguna, le dije que quizá me reservaba a después de beberme esa deseada cerveza para decidir si tenía hambre o no. Él se echó a reír y yo me reí con él. Me abrazó y nos presentamos. Su nombre era «Manu», de Manuel. Tuve el presentimiento muy íntimo de que ese abrazo había forjado una unión muy especial con Manu, y así fue, ya que se convirtió en un hermano para mí. Se fue a buscar la cerveza y se paró a hablar con tres tipos que estaban detrás de mí. Me trajo la cerveza y recuerdo que estaba helada; después de pedalear unos ciento cuarenta kilómetros sin parar apenas, me supo a la mejor cerveza del mundo.
Empecé a relajarme y a sentir que estaba en casa. Esa fiesta improvisada con pinceladas tribales, con una fogata en la arena de la playa, el océano, la música, buena gente compartiendo risas, baile y conversaciones…, todo eso hizo que me sintiera como en casa.
Cuando llevas mucho tiempo moviéndote y viviendo en diferentes lugares de este precioso mundo, descubres que tu casa está donde quiera que te sientas a gusto con el lugar y su gente, donde halles tranquilidad suficiente como para relacionarte con lo que allí surja desde la confianza, donde puedas sintonizar con la energía de sus seres y donde el medio te ofrezca refugio para poder desnudarte como lo harías yaciendo en tu morada. Pensé que eso era mucho más de lo que esa mañana había pedido al universo. I...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. Introducción
  7. Prólogo
  8. Origen
  9. Apariencia
  10. Cero
  11. Uno
  12. Agradecimientos
  13. Colofón