Afganistán
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Afganistán

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La narración del día a día de los olvidados protagonistas de esta colosal tragedia. En una de las esquinas más bulliciosas de Kabul existe un lugar mágico, impregnado del olor de las páginas de miles de libros, que desde hace más de veinte años congrega a diario a quienes necesitan sumergirse en otro mundo, ajenos a la violencia e injusticia de la calle. Más allá hay un cine que, gracias a la pasión y valentía de un héroe anónimo, ha resistido a décadas de invasiones y saqueos. La gente ya no hace colas para entrar, pero aún hay quien necesita soñar aunque sea un rato y delante de la gran pantalla. Dos niños, curtidos por la necesidad y animados por el ejemplo de sus padres, montan un original negocio que, gracias a su frescura y constancia, ha ampliado rápidamente la clientela. Un seleccionador de fútbol arriesga su prestigio y su vida entrenando a una veintena de mujeres que por un par de horas pueden deshacerse del burka y ser ellas mismas. Una española, desafiando el poder talibán y sus propios miedos, se introduce en una casa cuyas paredes guardan un secreto: niñas que estudian. Estas son algunas de las historias con las que el corresponsal Antonio Pampliega nos descubre la calidez y el valor de los habitantes de Afganistán, y que conforman un relato tan conmovedor como sorprendente.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2015
ISBN
9788416429653

La española
que se sentía afgana

No había agua para limpiar al niño
y fue la propia madre de la parturienta
la que tuvo que limpiar al bebé,
con una toalla que traía de la casa…
Y a la media hora la echaron
del hospital porque venía otra mujer.
¿Realmente crees que el burka es el problema?
El escritor francés François Fénelon escribió una vez: «La guerra es un mal que deshonra al género humano». La guerra es aquello que convierte a los hombres en animales. Lo que los envilece y los transforma en sanguinarios asesinos sin escrúpulos… Pero la guerra no siempre saca lo peor del ser humano; es capaz, incluso, de otorgarnos un don que tenemos dormido sobre el alma y que hace que arriesguemos nuestra propia vida por ayudar a los demás. En este viaje que me llevó a recorrer Afganistán, encontré a una persona que merece tener su propio capítulo en este libro. Una historia sobre un corazón invencible. Una historia sobre una mujer, periodista, pero sobre todo una historia sobre un ser extraordinario, que lo dejó todo en su Barcelona natal por su vocación como periodista y su implicación con la causa de la población afgana.
Corría el año 2000. Afganistán era un país desconocido para la inmensa mayoría de los españoles. Tímidos ecos sobre una guerra civil, los retales de un pasado de violencia y lucha valerosa contra los soviéticos eran la poca información que se manejaba por aquel entonces de este país centroasiático. Las noticias sobre Afganistán llegaban con cuentagotas ya que muy pocos periodistas se adentraban en territorio talibán. Occidente vivía en la más ingenua ignorancia mientras en aquel país devastado por las guerras –primero contra los invasores rusos y luego en una guerra civil– las mujeres eran humilladas sistemáticamente. Su pecado, ser mujer. Sólo ser mujer.
Por aquel entonces, una jovencísima periodista fue invitada a realizar una entrevista a una chica afgana, que viajó hasta Barcelona donde daría una conferencia organizada por una ONG catalana sobre un tema espinoso: Afganistán, los talibanes y la mujer. En aquella época, las asociaciones de mujeres afganas tenían la necesidad de gritar al mundo lo que estaba pasando en su país y todo lo que ellas estaban haciendo para intentar cambiarlo desde dentro. Un país desconocido. Un país olvidado… Nada se sabía del régimen integrista que gobernaba en Afganistán y mucho menos sobre el trato que éstos dispensaban a las mujeres. Esa entrevista le cambió la vida, y despertó en ella una pasión que, una década después, aún perdura.
La mujer a la que realizó la entrevista era una refugiada afgana que malvivía en los campos de refugiados en la ciudad paquistaní de Peshawar (a cuarenta kilómetros de la frontera con Afganistán). Humillaciones, vejaciones, injusticias, odio, represión, malos tratos, asesinatos, etc. Las palabras de aquella mujer despertaron algo que dormitaba en su interior. Sintió la necesidad de ver con sus propios ojos la realidad. Ponerle cara a aquellos hombres capaces de despreciar al género humano. Aquel testimonio desgarrador cambió su vida. Quizás no era consciente de hasta qué punto… Pero eso era algo que sólo el tiempo sabía. El gran filósofo romano Lucio Anneo Séneca llegó a decir que «la voluntad es la que da valor a las cosas pequeñas». Quizás se refería a ella y al camino que estaba a punto de comenzar a recorrer.
Tras la conferencia, tuvo la suerte de conocer a aquella afgana. Entre ellas surgió una empatía y un respeto que fraguó una gran amistad. Dos desconocidas. Dos mujeres. Dos luchadoras. De aquel encuentro salió una propuesta, un viaje de un mes, una odisea al corazón de las tinieblas, al infierno.
De Barcelona partieron tres amigas, tres soñadoras, tres idealistas que decidieron pasar sus vacaciones en un campo de refugiados en la ciudad de Peshawar, en aquella ciudad hostil. En la ‘Ciudad de la Frontera’ (es la traducción en urdú de «Peshawar»), los afganos se amontonaban entre lonas de plástico. Huían de veinte años de guerra eterna, de bombas, de asesinatos. Se habían cansado de luchar por un país a la deriva y malvivían en un pedazo de tierra llena de barro. El mundo se había olvidado de ellos. Los condenó a vagar sin rumbo fijo. En aquellos campos de refugiados pasaron tres semanas. Viendo con sus propios ojos las miserias de la guerra. Cientos, miles, cientos de miles, imposible de calcular la gente que huía de la guerra, que cruzaba la frontera, que renunciaba a seguir luchando, que lo abandonó todo, que agachó la cabeza y se dio por vencida… Pero aquellas mujeres necesitaban más. No habían recorrido miles de kilómetros para quedarse a las puertas. Allí, a menos de cincuenta kilómetros, en un estrecho paso entre las montañas que separaban Pakistán de Afganistán, se encontraba la tierra prometida, el motivo de su viaje.
Se armaron de valor. Y lo regaron con un puntito de inconsciencia. Solicitaron a los talibanes un visado de turistas para poder viajar hasta Kabul. En el año 2000. En el nuevo milenio. El gobierno talibán tenía la necesidad de salir de su aislamiento. Del ostracismo al que había sido condenado. Necesitaba que la comunidad internacional los reconociera como el gobierno legítimo de Afganistán. Y estampó en el pasaporte de estas tres españolas el sello que les abría las puertas del país de par en par. Lo habían conseguido. Allí, en una de aquellas hojas tenían su billete. Tenían lo que habían venido a buscar desde España. Ahora podrían ver y vivir una experiencia única. Aquellos hombres, capaces de lapidar a una mujer por adúltera, de golpearla públicamente con una vara de madera por mostrar un tobillo en público, habían invitado a su casa a tres extranjeras, a tres mujeres, a tres ojos indiscretos.
Junto a ellas, viajaba la presidenta de una asociación de mujeres afganas –a quien Mónica entrevistó en Barcelona–, que en el 2000 hacía campaña a favor de que las mujeres pudieran recibir una educación en las escuelas, ya que los talibanes prohibieron a todas las chicas acudir al colegio. Aquella afgana vivía en uno de los campos de refugiados que habían instalado los afganos en la ciudad de Peshawar y accedió a acompañarlas en calidad de guía y traductora. Atravesaron el paso de Khyber, para poder entrar en el país, en un destartalado taxi conducido por el tío de la activista. Nada más cruzar la frontera, las mujeres se ataviaron con el burka azulado para no llamar excesivamente la atención. Los talibanes las invitaron a no ponérselo y les recordaron que esa prenda era sólo para las mujeres afganas, no para las extranjeras.
Fue un viaje en el tiempo. Retrocedieron a la Edad Media. Carreteras destruidas por las bombas, burros cargados con lo poco que sus dueños habían conseguido salvar. Parajes desolados, sin vida. Pueblos devastados por la guerra, gente sin ilusión, sin esperanza. Durante el trayecto tuvieron que aguantar estoicamente los innumerables puntos de control, que tenían como única finalidad sacarles dinero a cambio de dejarlas pasar. Fueron 300 kilómetros hasta la boca del infierno. Ocho interminables horas hasta llegar a la capital. Un viaje por el corazón quebrado y doliente de un país que agonizaba.
Al llegar, la realidad de la guerra las despertó de manera brutal. Se toparon con una ciudad reducida a escombros, destruida, lapidada por el ansia de poder de los hombres. Edificios derrumbados, casas destrozadas, esqueletos de piedra sin corazón, desechos de un pasado glorioso que agonizaban sin que nadie les prestara atención. Aquella ciudad devorada por la ferocidad y la barbarie de la guerra las dejó heladas.
Las postales de Afganistán se repetían una y otra vez. Mujeres de pie en la parte trasera de un autobús público, separadas de los hombres, sentados, por una mugrienta cortina. Cintas de casete enrolladas a los postes de teléfono. Destruidas. Aniquiladas por la ignorancia de aquellos que las habían invitado, cortésmente, a descubrir el nuevo Afganistán. Mujeres embutidas en sus cárceles azules, mendigando por las aceras, suplicando por una limosna, por una moneda, por algo que llevarse a la boca. Se toparon de bruces con las palabras impresas en las crónicas que los corresponsales de guerra mandaban a sus periódicos, en las que narraban escenas dantescas, casi irreales, imposibles de creer. Libros sin fotografías. Dibujos tachados con ira, con furia. Los talibanes habían perdido completamente la cabeza, consumidos por su integrismo y su odio irracional a la cultura.
En aquella ciudad donde el polvo y la arena de los edificios derrumbados batían las calles, la oferta hotelera dejaba bastante que desear. Se vieron obligadas a alojarse en el Intercontinental Hotel de Kabul. En aquel edificio fantasma, eran las únicas huéspedes del hotel, pernoctaron dos noches. Un hotel tétrico, sin apenas luz, donde el silencio recorría los interminables pasillos que daban a parar a las habitaciones. Saqueado por las hordas talibanas. Se sentían observadas, atemorizadas. Eran las únicas extranjeras en un mundo de hombres… Pero no habían recorrido 300 kilómetros desde Pakistán para quedarse enclaustradas dentro de aquel monstruo de hormigón. Decidieron armarse de valor y salir a la calle, y tomar el pulso de los afganos. Mezclarse con ellos. Hablar con ellos…
Pero en el Afganistán de los talibanes las mujeres tenían terminantemente prohibido trabajar. Por eso, ante la propuesta de las españolas de ir acompañadas por su propia traductora afgana, los talibanes se llevaron las manos a la cabeza. Como no podía ser de otra forma, rechazaron la propuesta, sin dejarles ninguna posibilidad de discutir o de reprochar nada. Era su país. Eran sus leyes. Allí mandaban ellos. Aquellos hombres de barbas enmarañadas y turbantes sucios les proporcionaron un guía de su confianza que las tendría vigiladas e informaría a sus superiores si veía algo raro. Fueron dos días difíciles para ellas, dando vueltas por la ciudad con un espía a su lado. Se sentían amordazadas. Su viaje a Kabul tenía como finalidad visitar las escuelas clandestinas que las asociaciones de mujeres afganas habían abierto para dar clases a las niñas… Pero con aquel hombre a su lado, aquello era una quimera. De vuelta al hotel tomaron una decisión tajante y temeraria.
Al despuntar el alba, cuando los cláxones de los coches ponían música a la ciudad triste, las tres españolas, junto con la activista afgana, anunciaron su regreso a Peshawar. Los talibanes las miraron con recelo, pero aceptaron. Las cuatro mujeres se montaron en el taxi del tío de la activista y se sumergieron en la vorágine de las calles de Kabul. Las mujeres se ocultaron rápidamente tras el burka. Cientos de coches, de taxis, todos iguales. Habían logrado esquivar a los talibanes. Ahora tenían vía libre para visitar las escuelas clandestinas. En ningún momento se deshicieron del burka. Era su disfraz, su manera de pasar inadvertidas y de no ser denunciadas por los ojos inquisidores que vigilaban la ciudad. Ataviadas con aquella prenda visitaron varias de las escuelas.
A simple vista no llamaban la atención. Eran casas particulares, normales y corrientes, pero en su interior escondían un secreto, por el que valía la pena arriesgar la vida. En una de las habitaciones, la más apartada de la entrada de la casa y donde nadie podía sospechar lo que allí ocurría, las profesoras que habían tenido que dejar de dar clase aleccionaban a las niñas del vecindario. Libros de texto, lápices moviéndose al compás, cabezas agachadas y concentradas, brazos en alto para preguntar. Una clase de niñas. Un colegio escondido. Un islote de sabiduría en un océano de incultura y barbarie.
Pero en aquel Afganistán, levantar sospechas entre los vecinos podía ser la diferencia entre vivir o morir. Por eso aquellas niñas entraban y salían de las escuelas clandestinas de dos en dos para llamar la atención lo menos posible. No podían salir en tropel por temor a que las denunciaran, aunque no siempre lo conseguían. En alguna ocasión las escuelas fueron descubiertas por los talibanes. Aprovechaban cuando estaban todas dentro para entrar en la escuela y arrasar con todo lo que encontraban. Destruían libros, mobiliario, material escolar. En el mejor de los casos pegaban a las profesoras; en el peor, las llevaban presas como amenaza hacia el resto de profesoras que acudían a dar clases a las niñas en las diferentes escuelas clandestinas que había repartidas por todo Kabul.
A finales de ese mismo año 2000, las tres mujeres que se habían aventurado a entrar en los dominios de los talibanes decidieron narrar su experiencia y denunciar lo que habían visto. En octubre, en Madrid, convocaron una rueda de prensa donde hicieron público todo lo que habían visto durante aquellos tres días. Fotografías, vídeos, libros destrozados por los talibanes, e incluso un burka… Fue todo un éxito. Aquel testimonio tuvo un gran impacto mediático. Tres mujeres españolas que se hicieron pasar por afganas. Recorriendo las calles de Kabul ataviadas con el burka azul, llamaron la atención de todos los grandes medios de comunicación de España. Debido a la repercusión de la rueda de prensa, mucha gente comenzó a ponerse en contacto con ellas porque querían dar dinero para ayudar a las mujeres afganas. Ésa fue la llama que prendió la mecha. Así nació la Asociación por los Derechos Humanos en Afganistán (ASDHA), con el fin de canalizar todo ese dinero que comenzaba a donar la gente.
La gente tenía la necesidad de saber más cosas sobre Afganistán, sobre los talibanes y sobre las mujeres afganas. Cada fin de semana acudían a dar conferencias en diferentes ciudades de España, conferencias donde no había una sola silla vacía. Los españoles se volcaron con aquellas tres chicas españolas, que daban su testimonio directo de lo que habían visto durante su viaje, lejos de las frías palabras que se plasmaban en las crónicas de los periódicos. Escuchar de los labios de aquellas tres mujeres la realidad de un país del que no conocían nada fue un despertador. Las conferencias empezaban con un vídeo repleto de imágenes que les cedieron varias asociaciones de mujeres. Fotografías donde se podían ver a los señores de la guerra (por aquel entonces, los afganos hablaban tan mal de ellos como de los talibanes), Kabul destruido por la guerra, las mujeres afganas con el burka, etc. Era la introducción a lo que vendría después, sólo un aperitivo. Tras el vídeo, enseñaban al público asistente los libros con fotografías completamente tachadas con un rotulador negro. Incluso consiguieron un libro de texto en una de las pocas escuelas que quedaba en pie y donde los talibanes habían eliminado todos los dibujos que representaban figuras humanas, ya que estaban terminantemente prohibidos. Y el plato fuerte de las conferencias era cuando mostraban el burka para que la gente lo viera con sus propios ojos. Aquella prenda azulada conseguía captar la atención de todos los asistentes, dejarlos mudos y conseguir de ellos un grito ahogado… Aquellas tres muchachas hacían un repaso general por la historia del país, pero siempre se encontraban con las mismas preguntas: ¿Vale la pena hacer algo? ¿Esto realmente se puede cambiar?… Aquellas preguntas tuvieron respuesta un 7 de octubre de 2001 cuando las tropas de Estados Unidos invadieron el país y expulsaron a los talibanes del poder en menos de dos meses…

Su rostro, sereno, luce una sempiterna sonrisa. Ni el país, ni las guerras, ni lo que han visto sus ojos pardos pueden borrar esa bonita sonrisa que ilumina su dulce cara. Sólo estuvo tres días en el país, pero fueron suficientes para despertar en ella un sentimiento desconocido… Sigue teniendo esa ilusión que la llevó a visitar Afganistán por primera vez en el año 2000. Los periodistas que acudimos a Kabul tenemos una cita marcada con rojo en nuestras agendas, una fecha que esperamos con ansia. Un acto ineludible al que no podemos faltar. Una cena en la que seremos aleccionados e instruidos por una persona que habla con fervorosa pasión de Afganistán. Una pasión que la arrastró hasta Kabul.
Se coloca las gafas sobre la nariz mientras no deja de sonreír. Es menuda, diría que incluso frágil… Pero esa fragilidad la hace tenaz, perseverante. La convierte en una mujer de corazón indomable, apasionada. Y eso gusta, y mucho. Se llama Mónica Bernabé. Su nombre es sinónimo de periodismo con mayúsculas, de pasión por unos ideales que se creían extinguidos, pero que ella ha conseguido recuperar a base de tesón y constancia, de amor por su trabajo, por Afganistán y por sus gentes.
En el año 2006 decidió dejar Barcelona. Pidió un permiso en el periódico El Punt, en el que trabajaba por aquel entonces, y se instaló en Kabul durante seis meses. Quería comprobar si era capaz de vivir –y sobrevivir– sola en uno de los países más peligrosos del planeta.
–Los seis primeros meses me vine más para trabajar para la ONG que como periodista....

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. Prólogo, de Carlos Enrique Bayo
  7. Kabul, o la gama de marrones
  8. Cuando la gente hacía cola para ir al cine
  9. Los primos que venden humo
  10. El librero de la calle del Pollo
  11. Dos horas sin burka… ¡para jugar al fútbol!
  12. También existe el color verde en Afganistán
  13. La española que se sentía afgana
  14. El médico mentiroso
  15. El enfermero que sabe cuándo revelar un secreto
  16. El traductor que aprendió inglés viendo la CNN
  17. El marine que quería hablar en español
  18. Salem, de quien aprendí a amar Afganistán
  19. Los ojos de la guerra
  20. Fotografías
  21. Colofón