Organizaciones Gandhi
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Organizaciones Gandhi

  1. 298 páginas
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Organizaciones Gandhi

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Información del libro

Una novela sobre el nuevo paradigma del management, en el que la persona y los valores potencian los beneficios Superando la anciana Revolución Industrial y el insostenible y caduco Capitalismo más puro, surge una nueva forma de construir organizaciones basándose en generar valor sostenible a largo plazo para el ecosistema en el que se inscriben: accionistas, directiva, empleados, proveedores, clientes, la sociedad en general. Un nuevo Paradigma de Gestión basado en poner en el centro, antes ocupado en solitario por el beneficio, también a las personas y sus valores, sueños y capacidades, de forma que ambos elementos se potencien entre sí de forma sinérgica. Todo ello necesitaba ser explicado para todos los públicos, desde el empleado de base o el estudiante que se pregunta por su futuro laboral hasta quien dirige organizaciones o ha sido su emprendedor. Este libro aúna una forma novelada datractiva con un entramado teórico sólido y bien documentado que facilita que todos los lectores encuentren su registro en él. ¿La razón de la elección de este formato? La nueva forma de emprender y dirigir organizaciones no es cosa, solo, de las élites, sino, y sobre todo, de la sociedad en su conjunto.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2012
ISBN
9788415750901
1. La vida en una mochila
Hay personas cuya vida se desliza lentamente, como una antigua vagoneta minera que avanza por unos raíles invisibles que siempre hacen el mismo pequeño recorrido. En la vida de otra gente, sin embargo, parece que el control de esa vagoneta ha ido a parar a manos de un gigante que, quién sabe con qué propósito, la ha dejado sobre unos raíles, sí, pero los de la más loca montaña rusa del más loco parque de atracciones.
Manuel sentía que la vagoneta de su vida era más bien de estas últimas, rápidas e intensas; sentía que cuando parecía que comenzaba a conocer cada curva cerrada, a habituarse a cada sacudida, a no dejarse atemorizar por el factor sorpresa de cada despeñarse al vacío, cambiaba de montaña rusa y de parque. Y vuelta a empezar.
Sin embargo, después de muchos años, muchas vías, muchos parques, empezaba a sospechar que todos los traqueteos locos, las sacudidas salvajes, los cambios de sentido y las inversiones cabeza abajo eran, en el fondo, diferentes y, al mismo tiempo, idénticos. Se dio cuenta de que había una sola forma de afrontarlos.
Y cierto día averiguó que el gigante que manejaba su vagoneta y la iba dejando sobre vías nuevas, por descubrir, no era otro que él mismo. No había, pues, nadie a quien culpar. Tienes lo que construyes, recibes lo que das, vives en el parque de atracciones que percibes, y formas parte de él hasta el punto de que eres en gran parte su artífice.
Ya hacía seis años que Manuel había vendido su empresa, y desde hacía cuatro se dedicaba en cuerpo y alma a su nueva vida. Nuevos parques, ¿nuevas vías?, la misma vieja vagoneta, acaso con una pintura nueva. Deseaba creer que era un poco más sabio, acaso porque cada vez tenía más dudas y menos certezas.
Cierto día, ya lejano en el tiempo, descubrió que quien cree saber de antemano lo que hay detrás de las puertas cerradas, tiene muchos números para caer al vacío cuando, confiado, intenta atravesarlas.
Asimismo, cierto día lejano, decidió ser «abridor» curioso de puertas, explorador de dudas, aventurero de vías sin asfaltar, alguien alérgico a las certezas propias y ajenas, buen oyente de quienes hablan poco, y arriesgado tendedor de puentes sobre abismos que no deseaba sondar.
Si el miedo te detiene, te inhibe, te empequeñece y te roba tu ser y tu libertad, con no tener mucho que perder, asunto solucionado.
Manuel solía decir que le gustaría llegar a tener una vida que cupiera en una mochila. Cuando comienzas a meter cosas y cosas en tu mochila, llega un momento en que no te caben y debes cambiarla por una maleta, por muchas maletas, por baúles y armarios… Y así hasta que vives en un contenedor cuyas paredes te retienen y te asfixian. Hasta que lo que posees te posee. Definitivamente, pensaba que tenía que «mochilizar» su vida.
Lo primero que hizo cuando pudo dejar el grupo empresarial que le había comprado su compañía fue irse a la India, a visitar algunas ONG con las que colaboraba. Quería verlas de cerca, tocarlas, inundarse de la necesidad, afirmarse en el efecto del no pasar de largo. Y, también, comenzar a aprender de un mundo del que no sabía nada. Después se fue a Nepal a pasar una temporada de retiro en un monasterio budista que le había recomendado su maestro. Necesitaba limpiarse y reconectarse de nuevo consigo mismo, con toda la fuerza posible para arrancar a andar el nuevo camino.
Solo tras todo ello sintió que era hora de volver. Fundó su movimiento social sin ánimo de lucro, publicó un libro que tuvo cierto éxito y se dedicó a poner su granito de arena para que el mundo fuera como a él le gustaría que fuera: con menos seres sufriendo, con más igualdad de oportunidades, con más personas sumando.
Así llevaba algo más de cuatro años, cada vez más envuelto en el mundo de la solidaridad, de la transformación social, de la espiritualidad, de la gestión de las organizaciones desde los valores y desde la visión sistémica. Todo ello mezclado en un muy personal cóctel en el que construirse era el primer paso para construir, en el que la acción sucede a las palabras y, frecuentemente, las sustituye, porque es mejor; en el que otras veces las palabras son también poderosas y necesarias.
Acababa de llegar a casa de uno de sus viajes. Había visitado uno de los proyectos de algunas de las ONG con las que colaboraba. Estaba decidido a poner aún más empeño en ayudarlas. Había regresado admirado de las cosas extraordinarias que un puñado de personas normales son capaces de hacer cuando las mueve con pasión algo que las trasciende. No puedes dejar de enamorarte de esa gente sencilla que con el amor por bandera, y como casi única herramienta, es capaz de transformar la aridez en flores; de esos benditos seres imperfectos que mueven el mundo a cambio de la sonrisa de un niño.
Si alguna vez se pregunta si vale la pena todo el esfuerzo, Manuel recuerda la cara de Luis Eduardo, de Sweta Bai, de Djenabu, e inmediatamente sabe que sí, que ni que sea por solo uno de ellos cualquier esfuerzo está justificado. Las estadísticas y las grandes cifras son odiosas; no son más que cortinas de humo que tapan y minimizan que la vida, una sola vida, es importante: lo más importante. En un mundo en el que parece que se deben morir millones de personas para pensar en abandonar la comodidad y hacer algo, hay gente que siente que cada ser importa. Por eso a Manuel le gusta abandonar la pantalla del ordenador y las salas de reuniones e irse de vez en cuando a refrescar su contacto con lo verdaderamente importante: la vida.
Dejó su mochila sobre el confortable sillón giratorio de su mesa de trabajo y reparó en la luz roja del teléfono fijo de su casa: tenía seis mensajes. Seguro que en su móvil esperaban unos cuantos más, aunque esos los iba limpiando cada pocos días cuando estaba de viaje. Pensó en dejarlos para más tarde. Primero se daría una ducha. Además, sabía que la mayoría de los mensajes serían intentos de venderle algo que no necesitaba por un precio que no quería pagar. Sin embargo, le pudo la curiosidad y presionó la tecla de escucha. El mensaje más reciente sonó por el altavoz del aparato: «Manuel, ¡hola! –dijo con energía una voz conocida–. Soy Albert, he pensado que hace mucho que no hablamos, y me iría bien. Llámame cuando puedas y nos vamos a cenar, ¿te parece? ¡Un abrazo!».
Su amigo Albert. El mensaje era de dos días antes, del lunes. Habían estudiado juntos y, luego, incluso trabajaron en la misma empresa durante un tiempo. Llevaban unos tres años sin verse, desde que Albert había acudido a la presentación del libro en Barcelona y luego se fueron a cenar juntos. Un tipo lleno de fuerza e inteligencia. Y de ambición. Habían compartido diversión, problemas y también sueños. Incluso habían vivido juntos durante un año, en un minúsculo ático de Gracia en el que organizaban unas fiestas magníficas.
Ahora Manuel vivía en un pequeño pueblo de la costa, en una casita rodeada de naturaleza. Viajaba un par de veces a la semana a la ciudad, de donde siempre volvía con ganas de darse una ducha para quitarse de encima la sensación de estar envuelto en ruido y energía negativa. Sentía que allí solo había laberintos de hormigón, ladrillo y metal en los que las personas están separadas del aire por nubes de humo, y de la tierra por capas de túneles, cables, tuberías y cemento. Algunos árboles repartidos por aquí y por allá no podían ser calificados de naturaleza, así como un león que vive en un zoo no puede tenerse por fauna salvaje. Barcelona, tan orgullosa de su pretendido cosmopolitismo, tiene tres veces menos metros cuadrados de vegetación por cada habitante que Madrid, la inhóspita, desmesurada y en tantas cosas poco civilizada capital. Ambas, rivales en casi todo, actualmente no podrían dar lecciones de conciencia en casi nada. Manuel, desde su minúsculo paraíso, tan cerca y tan lejos, veía acrecentarse la deriva de la ciudad y se cargaba de razones para permanecer a cierta distancia de ella.
Detuvo el contestador sin escuchar el resto de los mensajes y decidió, ahora sí, darse esa ducha. Luego, tranquilamente, le llamaría. Algo en su voz y ese «me iría bien» del mensaje habían encendido una lucecita de alarma. No recordaba haber escuchado nunca a Albert decirle algo parecido, siempre tan autosuficiente y seguro de sí mismo.
Combinó la temperatura del agua, a ratos caliente y a ratos gradualmente más fría, hasta llegar a estar casi helada, de forma que sus músculos se relajaron y notó fluir la sangre con rapidez. Con la piel fresca y limpia, y la cara sonriente, salió de la ducha y se secó de forma enérgica. Se puso una camiseta de su ONG, llena de esos divertidos dibujos de animalitos tan fácilmente reconocibles, y unos anchos pantalones de hacer yoga. Descalzo, y con el pelo todavía húmedo, se acercó de nuevo a su despacho y se sentó en el sillón. Cogió el teléfono y marcó el número de su amigo.
–¡Manu! –A veces, desde sus tiempos de estudiantes, le llamaba de ese modo, desde que se enteró de que una pequeña parte de la familia de Manuel era originaria del País Vasco: una broma cómplice.
–¡Pito! –Siempre le contestaba así, una pequeña venganza; la madre de Albert le había contado que, a veces, de pequeño lo llamaban de ese modo.
–Vale, firmamos el armisticio, tú ganas, no más nombrecitos simpáticos. ¿Qué te parece si para celebrar la paz quedamos para cenar esta noche? Yo invito, si me dejas.
–¡Hecho! Pero justo acabo de volver de viaje, así que me iría bien cenar temprano e irme pronto a dormir. He de ajustarme a los horarios. ¿A las ocho y media te va bien?
–Joder, las ocho y media: eso es más bien una merienda. ¿Vamos a cenar chocolate con churros?
–Esa es la segunda mala noticia: tú pagas, pero yo elijo el restaurante. Nos vamos al Organic, un vegetariano que está detrás de la Boquería, que tú eres capaz de llevarme a un asador.
–Vale, todo por la...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Agradecimientos
  4. Contenido
  5. Prefacio
  6. 1. La vida en una mochila
  7. 2. Viejos amigos
  8. 3. Autenticidad y coherencia
  9. 4. Las personas en el centro
  10. 5. Implicación y resultados
  11. 6. La revolución del talento
  12. 7. Conciliación de esferas
  13. 8. Organizaciones Gandhi
  14. 9. Talento femenino
  15. 10. Atributos de marca y coherencia
  16. 11. RSC integral
  17. 12. Ejerciendo un gran poder
  18. 13. Vencer a «la pared»
  19. 14. ¡Manos a la obra!
  20. La opinión del lector