Naranjas de sangre
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Naranjas de sangre

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Naranjas de sangre

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Para Maite, una joven española, estudiar en Múnich significa sobre todo una oportunidad para escapar de su familia conservadora. Valencia, su tierra, exportadora de naranjas de gran calidad, le parece cada vez más extraña y lejana. Maite se enamora de Carlos, un joven de familia alemano-española, y traba amistad con su abuelo Antonio. El viejo emigrante le habla de acontecimientos que ella desconocía por completo y calla sobre otros. Hasta que un día la joven le lanza la pregunta que desencadena el drama: ¿cómo era posible que su propio padre se hubiera puesto un uniforme alemán?Un debut literario brillante y una narración intensamente conmovedora sobre el pasado franquista y su influencia en el presente.Novela ganadora del Mara-Cassens-Preis por el mejor debut literario en Alemania en 2015"Verena Boos combina un gran talento narrativo con la exactitud histórica."Jan Brandt, periodista y escritor"Una primera novela sorprendente, que vale la pena leer, y que con la enorme cantidad de materiales que contiene no hace perder nunca la expectación y el interés, como solo son capaces de hacerlo los grandes novelistas."Thomas Lehr, escritor

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2017
ISBN
9788417002589
Categoría
Literatura

III CIMIENTOS

CONVOY De junio de 1939 a agosto de 1940

Incluso la tierra está en silencio. En silencio acepta siete cadáveres que yacen tal como cayeron, unos encima de otros en el cráter de una explosión, cubiertos por capas de arcilla del terraplén, cubiertos solo por el aire de la noche.

La madre insiste en que es demasiado vieja para huir. Se aferra a lo que queda: la patria, la lengua y la proximidad del padre. Ella se queda. Antonio podría explicarle la situación en el país, indicarle los pasos hasta el hoyo en el campo, pero no tiene palabras para hacerlo. La madre cierra la puerta con cuidado, casi no se oye el golpe de la cerradura. Retumba como si se cerrase la tapa de un ataúd en una sala vacía.

Un futuro para Pau, en la vida de su padre. Ahora, que ya es demasiado tarde, se puede ir. Mejor hoy que mañana. Julia se endurece para los riesgos de una nueva vida. Cree que los sacrificios no valen la pena, piensa en la vida del niño, incluso en la alta costura.
Hasta la estación de tren ayuda el molinero a primera hora de la mañana, en la parte posterior de carga, Antonio respira harina, polvo de un blanco grisáceo cubre la parte delantera de la chaqueta del padre. El niño lo traspasa con la mirada y parece saberlo todo. No hay palabras para explicarle nada a Julia. No hay lugar para la tristeza, no entre los sacos de harina, no en el tren a Valencia ni en esa columna de gente en el camino hacia el norte. Cestas y maletas, aferradas bajo el brazo, cuando la mala suerte permitió que se rompiera el asa, paquetes, cuando no quedaba ninguna cesta para lo esencial. Mantas enrolladas atadas por encima del hombro. Demasiada ropa sobre el cuerpo para el clima tan cálido. La frente de una chica, arrugada por el llanto retenido. Un muchacho con una mirada despierta y atenta. Bocas fuertemente cerradas por el agotamiento y el hambre. Antonio siempre quiso ir a Francia, pero así no. Francia era la Sorbona y el Boulevard Saint-Michel, libreros, lecturas y discusiones.
Aquí nadie habla. No hay nada más que decir. Maestros de pueblo o sindicalistas, trabajadores o personas con estudios, la huida los hace iguales. Todos tienen el mismo objetivo más allá de un estrecho paso entre el mar y las montañas, una peregrinación de los infieles. El lugar de peregrinación de la seguridad es ese país indefinido detrás de la frontera. Liberté, Egalité, Fraternité.

En sueños ve llegar el rostro de la madre, pero cuando lo quiere tocar, su mano toca el vacío, una puerta se cierra y Antonio se despierta con el dolor de haberse pillado los dedos. Se frota los dedos, como si así pudiera deshacerlo. Le resulta difícil enfocar. Por Pau, por Julia renuncia a la comida. Puede sentir el vacío en el estómago, el vacío es algo que se puede sentir en realidad. Se lame la saliva. Después de un corto tiempo el hambre lo ocupa todo. No puede pensar en otra cosa que en el hambre y después en poner un pie delante del otro. Julia lo lleva de la mano, para que no tenga malos pensamientos y tenga deseos de tenderse en la cuneta. Lo único que tiene que hacer es no soltar su mano. Dejar que Julia se ocupe de todo. Está oscureciendo, pero hace un momento aún había luz. Solo sabes una cosa: no soltar la mano. No sientes nada más. La sensación de ser engullido por un remolino enorme, el aire frío, en el que te vuelves ligero, te dejas ir. El horizonte se balancea de lado a lado. Antonio vomita al borde del camino. El cuerpo está de vuelta. La bilis le quema en la boca. Horas. Días. Para combatir el calor del verano, piensas en un glaciar. Un verano con la niñera suiza. Dejas que el aire helado te entre por la garganta y te llena el cuerpo con un frío intenso. En las noches de verano se lo había explicado a Julia. Había dejado que el agua del mar le bajara corriendo desde el cuello, y ella reía y le ponía su mano fría sobre el brazo. Le gusta su cuello, las pequeñas protuberancias de sus vértebras cervicales, que aparecen cuando inclina la cabeza, no se cansa nunca de contemplarlas. A ella le gustaban tus dedos sobre su piel, tú amabas sus dedos sobre tu piel. Tacto frío, noches cálidas. Este calor aquí y ahora. Intentas no perder de vista lo que eres y adónde vas, realmente te querían.
Lleva a Pau sobre el pecho, atado como si fuera un paquete; el niño duerme para soportar el hambre, el calor, las heces secas. Cuando se mueve, Antonio se siente feliz porque sigue con vida, lo libera de la tela del envoltorio, Julia se sienta en cuclillas encima de la mochila, tratando desesperadamente de calmarlo con un pecho seco desde hace mucho tiempo. Antonio se arrodilla a su lado y le abraza el vientre, la protege, la huida les ha regalado una intimidad que ya habían perdido en el pueblo.
—¿Recuerdas —le susurra—, Pascua?
Los huevos, un huevo para cada uno, un banquete.
—Cierra la boca —dice Julia.
La boca se le hace agua, se pregunta de dónde saca el cuerpo ese líquido. De nuevo los ataques de nostalgia. Si Julia aún se acuerda, toda Valencia embriagada por la gran fiesta, colorida por el día y fantasmal por las noches. Como si Julia no se acordase de las hogueras en las calles, el olor a paella, el calor y el reflejo de la luz en las calles nocturnas. Julia llevaba pantalones de popelina gris, Antonio aún se acuerda, y una gorra, que le recogía el pelo, un muchacho, si no hubiera sido por su elegante blusa y el mechón de cabello que se deslizaba una y otra vez de la gorra. Al día siguiente la volvió a ver, Julia se acercó a la ofrenda floral a la Virgen de los Desamparados en esa cola sin fin de personas festivamente vestidas, estaba orgullosa y caminaba erguida, claveles rojos apoyados en el brazo, y lo vio en la multitud al borde de la calle, y él vio que la felicidad se reflejaba en su rostro, fue recorriendo a lo largo de las filas de espectadores para verla una vez más y otra vez y otra. Y en el último día, de esto todavía te acuerdas, Julia, en San José, la noche en que arden todas las figuras de madera, te besé bajo el resplandor de las hogueras.

Una dirección, una ciudad, un destino. Pero los familiares de Julia se han ido. O la nota que llevaban desde hacía semanas contenía unos datos falsos. Antes de que puedan tomar una decisión sobre París, sobre los sueños de la Sorbona y la Couture Parisienne, los detienen. La libre circulación de vagabundos, de personas sin hogar, sin país y sin trabajo, está prohibida en todo el territorio. Los vagabundos tienen la obligación de presentarse en la gendarmería más cercana. Se les asigna un lugar donde tienen que permanecer bajo vigilancia policial. Llegan a un centro de detención, las familias se separan, pero Julia se vuelve dura, al mismo tiempo dura y suave, y consigue que sigan juntos, los envían al noroeste, a un campo de refugiados para españoles en Angulema. Varias filas de alambre de espino. Ocho barracones y tres más pequeños para la administración, la cocina y la enfermería. El suelo de tierra apisonada, los techos de cartón. Un centenar de personas por barracón, ahora ya no le sorprende nada. No es que Francia boicotee la lucha contra los fascistas, no, es que ha reconocido a Franco y en el libro de su derrota figura una fecha anterior al 1 de abril de 1939.
Julia conoce muy bien el francés, se deja todo en sus manos, porque todo lo escrito es un horror, no hay elección: traducir o de vuelta a España. Hace de intermediaria y rellena los formularios de la Cruz Roja para todos los que no saben escribir, escribe cartas, falsifica matrimonios y manipula años de nacimiento. Muchos españoles sobreestiman su influencia y se vuelven agresivos porque no consiguen nada. Ella, a la que gustaría coser y gestionar, no puede satisfacer a los españoles ni a los franceses. Odia entrar día tras día en el cuartel del comandante, para servir, para actuar de intermediaria entre españoles y franceses, pero para Antonio significa tener una aliada en la administración del campo. Él no se tiene que incorporar a una compañía de trabajadores extranjeros en la Línea Maginot, para participar en esa especie de hermandad contra Hitler, ni a la legión extranjera y ni volver al lugar de donde vienen. En los alrededores del campo remueve tierra, por supuesto, no tiene tiempo para sensiblerías, y con cada palada de tierra un hombre espiritual se convierte en uno físico. Todo esto solo puede ser un malentendido. El Partido Comunista, que gracias a sus manifiestos tenía un poco más y un cargamento de municiones menos, le consiguió un trabajo como camarero en un café. Ya no trabaja tan duro, pero sí mucho más tiempo. Obtiene un almuerzo caliente, se puede tomar un café y leer el periódico durante un descanso, seguir con el sueño de convertirse en escritor, de estudiar como su padre, hacer cualquier otra cosa de lo que está haciendo aquí y ahora.
Antonio regresa cada noche al campamento con Julia y Pau y a las miradas despectivas de algunas mujeres que no tienen contactos y están convencidos de que Julia no hace por ellas todo lo que puede. Las mujeres que le envidian el café y cuyos maridos cavan zanjas y construyen muros en Alsacia. Con rapidez acumulan la flema que le escupen a los pies. Los llaman rojos españoles, que es un término general impreciso, se mantienen unidos como refugiados, como personas sin hogar, pero dentro del campo comunistas, anarquistas y socialistas se enfrentan entre ellos, esa división estúpida y trágica de la izquierda que se extiende más allá del tiempo y de los países, que no puede superar ni el éxito ni la derrota.
Julia quiere trabajar fuera del campo como otras mujeres, que con su salario puedan cumplir con algunos sueños modestos: un trozo de carne, un pasador para el pelo, un poco de aceite. A Antonio no le quedan fuerzas por la noche para responder a su descontento. Ella se convence cada día un poco más de que no vale la pena. Que sin él no habrían podido huir. Que con Pau habría tenido una vida en España, pobre, pero una vida. No tiene las manos manchadas de sangre y no tiene nada que temer, eso es lo que dicen los folletos que vienen de España, y se los cree. Antonio aprende a vivir con ello, así como con las noches cuando está despierto en el colchón en el suelo, separado de los vecinos solo por un trozo de tela. Las emboscadas de la mente son cada vez menos frecuentes, pero por las noches ese brazo le sigue presionando el pecho y los ojos quedan cubiertos por una costra de tierra. No hay luz y tampoco tiene ningún libro, pero mientras yace en la oscuridad del barracón, la cabeza le niega la recuperación al cuerpo. Inventa historias que le quiere contar a Pau. Durante todo un otoño, un invierno y una primavera Antonio escucha los ruidos de los demás, la respiración de un animal enorme, el ronquido regular e irregular, que adormece, o molesto con una frecuencia incorrecta, el murmullo y los gemidos en sueños, muy raramente un suspiro excitado.

Julia se ha vuelto indispensable para su comandante; Antonio, útil para el partido. Una mano lava la otra. En todos estos lavados aparece una habitación en la ciudad para ellos, con una cama de verdad, aseo y agua en el patio. Julia comienza con una cortina, sueña con una manta acolchada para Pau y, si consigue tela, un vestido para el verano.
En la calma de la habitación privada, Antonio redescubre la curva del cuello de Julia. En la soledad su amor puede permitir el crecimiento de un brote cauteloso. Él deja que sus dedos fríos recorran su cuerpo. Se siente como si tuviera otra vez veinte años y no como un centenario. Ella está de pie delante de él, coloca las manos en sus caderas y siente sus manos suaves y el metal de la maquinilla de afeitar en la mejilla, descansa la cara contra su vientre, ella se ríe y se limpia el jabón de la blusa. Siguiendo un impulso, se alisa el pelo sobre la cabeza y se lo corta, y el cabello cortado vuelve a encontrar su onda natural. Se retoca el color en las mejillas y Antonio sabe lo que en Valencia le hizo saltar arriba y abajo detrás de las filas de personas. Lo conseguirán. Para él, la Sorbona, y para Julia, la Couture Parisienne. La esperanza, una vieja amiga, cuyo rostro casi habían olvidado. Comen sentados a una mesa, no celebran ninguna fiesta, pero arde una vela. Patatas, judías, un conejo cazado furtivamente, Antonio siente cómo se deshace en la boca, sigue el aroma del romero y la huella del jugo de la carne asada en la boca. Un cuarto de vino de la tierra, que ha sisado en secreto en el Café, con sabor a moras negras, a especias y a dignidad humana.

Antes de que Julia pueda conseguir tela para un vestido, el periódico se llena con la ocupación de los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo y la zona de Charente con los refugiados de Lorena y Alsacia. La Línea Maginot ya no era un rompeolas. Antonio siempre recordará que era un 21 de junio, el aniversario del día que tuvo un problema en los ojos, y pudo reconocer solo débilmente las cruces negras en los aviones, mientras que Julia explica por la noche que se tiró al suelo, respiró polvo y se acordó de los aviones de la Legión Cóndor. Tres días más tarde, a Antonio se le habían pegado los ojos de pus, la División SS «Das Reich» marchó a través de Angulema en dirección a la frontera española, el horizonte de sus deseos y sus miedos, detrás de la sombra de sus padres. Das Reich llevaba cráneos en los anillos y en la gorra, Antonio está ciego detrás del mostrador e intenta parecer muy francés, el jefe lo envía al sótano a pelar patatas. Los alemanes cortan Francia en dos, el Armisticio de Compiègne llega un par de días tarde y por veinte kilómetros Angulema se encuentra en la zona ocupada.
La inflamación de los ojos ha disminuido; Julia no pasa a la hora habitual delante de las ventanas de la cafetería. Antonio sale repetidamente ante la puerta y cuando se le rompe un vaso entre las manos, el jefe le hace un gesto con la cabeza para darle el día libre. En el campo de los españoles, Antonio ve a través del alambre de espino a los alemanes con sus armas automáticas. Bajo la luz del atardecer ve a Julia de pie en la escalera del barracón de admini...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Epígrafe
  5. Árbol genealógico
  6. I. Las situaciones del país
  7. II. Exploración
  8. III. Cimientos
  9. IV. Restitución (agosto de 2004)
  10. Fuentes y agradecimientos
  11. Notas
  12. Índice
  13. Colofón