Mirar de lejos
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Información del libro

Mirar de lejos construye una posible respuesta a partir de la fascinación, el placer y la emoción que estas obras pueden provocar en el espectador contemporáneo, y la seducción y las pasiones que ejercieron y despertaron cuando fueron producidas o revisitadas en el curso de la historia.

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Información

Año
2019
ISBN
9789563572148
Categoría
Art
Categoría
Art General
Del 1500 al 1600

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Virgen con el Niño y seis ángeles
de Sandro Botticelli y taller
(c. 1500)
Hacia el 1500, mientras la expansión del Imperio otomano amenazaba a toda Europa, Florencia vivió años especialmente convulsionados, que dieron aires aún más apocalípticos al final del siglo: sus territorios fueron invadidos por el ejército francés; el gobierno de los Medici fue derrocado y sus principales miembros expulsados de la ciudad; Girolamo Savonarola, el fraile dominico que la dirigió mientras predicaba contra las vanidades de la Iglesia y del poder, fue quemado en el mismo lugar en el que había hecho arder manuscritos, libros, cuadros, joyas y vestidos. Después de su muerte, sin embargo, siguió influyendo en las obras de algunos artistas y en particular en las de Sandro Botticelli (1445-1510), dueño de un gran taller especializado en pinturas de la Virgen con el Niño, el motivo más solicitado para la devoción privada durante el Renacimiento.
En estas pinturas, la Virgen suele aparecer apenada y pensativa, pues ve en el eventual sueño de su Hijo una premonición de su futura muerte y en los frutos, flores, pájaros y objetos con los que el Niño juega, una alegoría de su sacrificio. En el cuadro de la colección Corsini, los instrumentos de la Pasión sostenidos por los ángeles que rodean a las dos figuras han reemplazado y vuelto aún más explícito el significado de los collares de coral, de las guindas, de las rosas y de los claveles, del petirrojo y del jilguero, que aludían por su color rojo a la sangre vertida por Cristo, y de las manzanas y peras, que recordaban a los fieles que, a través de su muerte, serían redimidos del pecado original. Botticelli alude al sacrificio pascual también a través de la palabra “Haleluya” (“Alabad a Yahvé”) que daba inicio al canto litúrgico asociado al júbilo por la resurrección y que podemos leer, disimulada entre ornamentos vegetales y pliegues, en las cortinas del tabernáculo en el que las figuras se encuentran.

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Sandro Botticelli, Virgen con el Niño y seis ángeles, c. 1500, pintura al temple y óleo sobre tabla, 143 cm de diámetro, Galleria Corsini, Palazzo Corsini, Florencia.

Los ángeles que han abierto las cortinas presentan a la Virgen y al Niño a la contemplación del devoto, mientras observan la corona adornada por azucenas, hojas de palma y ramas de olivos, símbolos de la pureza, del martirio y de la esperanza, que han colocado sobre la Virgen. También los dos ángeles de la derecha contemplan los instrumentos de la Pasión que sostienen. En la otra esquina, sin embargo, dos ángeles dirigen la mirada hacia el espectador, reconociéndonos como testigos de la escena que se despliega para nosotros y que ha sido construida para ser vista desde abajo, en una posición también simbólica de nuestra condición subalterna.
Siguiendo la forma circular del tondo y, al mismo tiempo, acentuando el triángulo que ordena la disposición de las figuras, los acompasados y elegantes gestos de los ángeles guían nuestra mirada hacia el centro de la imagen, donde las manos del Niño abrazan una de las manos de la Virgen, que lo acaricia mientras sostiene, con su otra mano, la cinta que las madres florentinas anudaban al cuerpo de sus hijos para cargarlos. En un momento en que los sombríos hechos públicos parecían anunciar el final de los tiempos, Botticelli y su taller pintaron a quien intercederá por los hombres, protegida y ensimismada en gestos de ternura, íntimos y artificiosamente reales.

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Sandro Botticelli, Virgen con el Niño y ángeles cantando, 1477, óleo sobre tabla de madera de álamo, 135 cm de diámetro, Gemäldegalerie, Berlín.
Autorretrato con un abrigo de piel
de Alberto Durero
(1500)
Ocho años después de que Alberto Durero (1471-1528), el más importante artista del Renacimiento alemán, pintara su autorretrato de 1500, el humanista Christoph Scheurl relató en su libro sobre alemanes ilustres que el perro del pintor había confundido a la pintura con su amo. “Todavía se pueden ver las marcas” –escribió– de la lengua del animal en la superficie de la tabla, “como puedo probar”. El impresionante efecto de realidad que producía la recreación de los detalles en esta pintura y su capacidad de confundir y perturbar los sentidos de quienes la contemplaban, reemerge en esta narración que recuerda las historias que daban cuenta, desde la Antigüedad, de la destreza de los artistas de imitar tan vivamente a la naturaleza, que engañaban a otros seres vivos.
De todos los detalles presentes en el autorretrato, los cabellos que rodean y delinean el rostro del artista han sido los más comentados. Es posible, además, que para Alberto Durero la experiencia de su individualidad estuviera estrechamente relacionada con ellos y su barba, en ese entonces en desuso, porque, hacia 1510, él mismo se definió como “el pintor de los largos cabellos y barba”. El también pintor Karel van Mander, que pudo contemplar este autorretrato en 1577 durante su visita a la ciudad de Núremberg, lo describió en su Vidas de pintores (1604): “Durero pintó su rostro con largos cabellos cayendo sobre él. Algunos cabellos están entrelazados y algunos están dibujados en oro, con gran efectividad. Puedo recordar esto bien”, señaló. No se han encontrado, sin embargo, rastros de oro en ellos. Este era, en cambio, un recurso habitual en la figuración del cabello de Cristo en las representaciones bizantinas del Mandylion, el milagroso retrato que Cristo habría regalado al rey de Edesa y cuya forma reproduce la hierática figura del artista. Como el nimbo dorado que rodea a las imágenes venerables, el extremo detalle con el que el artista representó su cabello confiere a su rostro un aura divina.

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Alberto Durero, Autorretrato con un abrigo de piel, 1500, óleo sobre tabla de madera de tilo, 67,1 × 48,9 cm, Alte Pinakothek, Munich.

Para dar una apariencia real a su pelo, Durero observó y representó con gran precisión al menos tres diferentes aspectos que inciden en la forma como este aparece ante nuestra vista. Trazó con su pincel el delicado contorno de los cabellos individuales, agrupándolos en rizos y les confirió, al conjunto, un orden a partir de sutiles variaciones, creando con ellos una estructura similar a la de los elaborados laberintos que realizó unos años después, a partir de los dibujos de Leonardo da Vinci. Durero debió considerar, finalmente, el juego de la luz en esa compleja estructura, para preservar y resaltar a través de las tonalidades amarillas y ocres tanto la singularidad de cada cabello y cada rizo, como su pertenencia a un todo. Cuando el ojo del espectador, como antes el pincel del artista, se detiene en cada uno de estos aspectos, la simetría que parecía regir el autorretrato y que lo volvía un símil de la imagen divina, va paulatinamente desapareciendo. La infinita heterogeneidad de lo pequeño delinea y se hace consubstancial a la imagen del artista y, al ser una señal de su talento, lo vuelve único, irreproducible.
Para aludir a este simultáneo efecto de parecido con la divinidad y de absoluta individualidad, además de firmar en el fondo oscuro de su tabla con su insignia, Durero escribió en dorado con el latín y la caligrafía de los humanistas y a la misma altura en que nos ven sus ojos sutilmente desiguales, “Yo, Alberto Durero de Núremberg, con colores apropiados me he creado a mí mismo, a mi imagen, a la edad de vei...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título
  4. Agradecimientos
  5. Índice
  6. Introducción
  7. Del 1400 al 1500
  8. Del 1500 al 1600
  9. Del 1600 al 1700)
  10. Del 1700 al 1800
  11. Del 1800 al 1900
  12. Referencias
  13. Glosario, por Sandra Accatino y Paula Dittborn
  14. Línea de tiempo