Estudios sobre necropolítica
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Estudios sobre necropolítica

Violencia, cultura y política en el mundo actual

  1. 158 páginas
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Estudios sobre necropolítica

Violencia, cultura y política en el mundo actual

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Los cuatro ensayos aquí reunidos buscan dar cuenta del lugar relevante que ocupa la política para pensar los sentidos que organizan la habitación socio-histórica de las colectividades humanas. Para considerar este asunto, la reflexión de los autores se sostiene del diálogo que se establece entre el pensamiento filosófico y los estudios literarios, los enunciados psicoanalíticos referidos a la cultura, ciertos fragmentos de la historia de las religiones y otro número de aspectos igualmente cruciales que emanan de la teoría social contemporánea referida a la violencia.

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Escrito IV

De una violencia sin fin

Bertrand ogilvie
Por mucho tiempo, la respuesta a la violencia fue la propia violencia: es decir, la misma violencia. Sin embargo, también desde hace mucho tiempo, la institución, incluso la más fallida, ha hecho valer sus derechos o su fuerza contra esta impulsión. La idea de una disimetría en el seno de la violencia es, sin duda, más reciente, pero apenas. Escribiendo que «no es la violencia que restaura, sino la violencia que arruina la que se debe condenar», Maquiavelo no hace más que retomar, en un contexto político, una máxima que vale ya desde el Evangelio: «Compelle eos intrare».63 Y Rousseau, por su lado: «Se le forzará a ser libre».64 Si es por una buena causa, la violencia es siempre legítima o legitimable, y Mussolini, a continuación de Sorel, podrá decir: «Existe una violencia que libera y una violencia que esclaviza» (Discurso de Udine, 22 de septiembre de 1922). Un enunciado como este es el heredero de un siglo XIX revolucionario, que ha visto en la violencia, luego de Hegel y de Engels, a uno de los motivos fundadores de la historia. Sin embargo, sería necesario hacer la historia de la coacción emancipadora, de la intención liberadora que se permite utilizar todas las formas de violencia.

1. Del genocidio a la pregunta antropológica

Un análisis de la violencia no puede, entonces, hacer abstracción de este proyecto de una utilización de la violencia para luchar contra la violencia. Sin embargo, hoy en día, Europa y el mundo occidental, al menos en la representación que se da de sí mismo en las organizaciones internacionales, parece desestimar la breve trayectoria de las formaciones sociales y políticas –sindicatos, partidos revolucionarios– que habían nacido de este tipo de proyecto formulado de maneras muy diversas en el siglo XIX, y realizado, según un modelo más o menos homogéneo, en el siglo XX. El objetivo político primordial que a partir de ahora expresan los antiguos poderes democráticos es la pacificación de los vínculos, la utopía de una reglamentación internacional que permitiría instalar, por fin y sin demora, el dominio del «dulce comercio», viejo sueño de algunos filósofos del siglo XVIII. Sin embargo, otras culturas, otras naciones, entidades recientes o inmensos imperios en gestación parecen estar atados, con obstinación, a un universo que nos parece salido directamente de nuestros libros de historia sobre la Edad Media o el Renacimiento: ilusión profunda que a menudo nos impide comprender causalidades y responsabilidades efectivas.
Al gran enfrentamiento metafísico entre el bien (el derecho) y el mal (la guerra), entre la civilización y la «barbarie», es necesario oponer aquí, sin duda y con claridad, el interminable encadenamiento de pequeñas causas y de pequeños efectos que harían aparecer el «resistible» advenimiento de estos grandes dramas del siglo XX. El conjunto a menudo catastrófico de estos conflictos y de estas exterminaciones –los historiadores lo saben bien– debe ser vinculado con la complejidad de las disposiciones sociales, de las configuraciones históricas, complejidad que les confiere con menos facilidad la dimensión de lo ineluctable.
Se podrá encontrar este punto de vista reductor, y aquello que no pretende ser sino reducción metodológica y provisoria podrá pasar, incluso, por un reduccionismo. No se trata, empero, sino de una voluntad de mantenerse más cerca de los procesos que de los principios: ya que al apoyarse demasiado sobre estos últimos no se termina nunca de examinarlos, de asombrarse por su impotencia, para finalmente renunciar a ellos mientras se los erige.
A pesar de que la violencia (y las violencias) se despliega (no solamente en las puertas, sino también al interior mismo de las fronteras de Europa) de manera reforzada e inédita en sectores tan diferentes –aunque no independientes–, como la guerra, la reorganización del trabajo o de la vida, la reproducción y la enfermedad, y mientras que las respuestas institucionales a estos peligros se diluyen en los registros opuestos de la rentabilidad y de la apelación al sentimiento y a la solidaridad, no resulta inútil, sin duda, reconducir (reducir) estos diferentes efectos de la violencia a sus razones. Para comprender, mediante un «pensamiento invertido», cómo estas desgracias no se derivan de una maldad o de una maldición, sino de una cierta necesidad, es decir, de un conjunto de lógicas.
Es decir, entonces, que no existe un problema de la violencia en general, sino solamente en situaciones particulares; toda violencia puede ser reconducida, a fin de cuentas, a las circunstancias históricas de su emergencia y explicada por medio de ellas. Añadiremos aquí otro «defecto»: el historicismo, también el metodológico y provisorio, es decir, destinado a liberarnos, lo más posible, de las categorías del pensamiento moral, para permitirnos constatar las aproximaciones, las convergencias, las contemporaneidades que quizás resulten reveladoras. Nada nos indica a priori que estos prejuicios no nos conduzcan hacia otras perspectivas metafísicas, menos convencionales, más aventuradas, ciertamente no inéditas, pero regularmente relegadas al salón de las curiosidades.
Esto significa, también, que esta voluntad de reconducir brutalmente la producción de la violencia a su verdad, de enunciar las condiciones efectivas de su posibilidad, no puede constituir directamente y sin riesgo una política si quiere ahorrarse un análisis de las mediaciones que la han producido o reproducido, y que asocian estrechamente la coerción y el consentimiento. Esto es tan cierto, que uno nunca está seguro de haber encontrado la manera de protegerse contra sus propias violencias.
Estas son algunas de las mediaciones que quisiéramos examinar aquí, no intentando investigar los grandes principios, sino los puntos de resistencia concretos, factuales, sobre los cuales sería posible fundar –por fuera de todo proyecto globalizante– las tentativas de contención de las producciones de violencia que no desembocan o que no se vuelcan, por esta razón, en procesos de integración y de sujetamiento. Lo que podría denominarse búsqueda de una política de la particularidad, que no se oponga pura y simplemente a una política de lo universal, sino que se esfuerce por redefinir sensiblemente la significación y los procedimientos bien conocidos que la han acompañado hasta el presente.65
La «actualidad» –pero aquella de todo un siglo pasado y, al parecer, de una larga perspectiva por delante– nos sostiene en este trabajo, en la medida en que, aun cuando es inexacto pretender que nuestra época sea más violenta que otra (esta fórmula, en su generalidad, no tendría ningún sentido), no cesan de aparecer nuevas formas de violencia. Una de las dificultades de esta interrogación corresponde justamente a preguntarse qué es una novedad, o qué es una novedad que al mismo tiempo no lo es, o incluso de qué manera una novedad puede surgir de una configuración diferente, de una convergencia, de una sinergia de elementos ya conocidos.
En 1976, Michel Foucault ya escribía:
«Nunca las guerras fueron tan sangrientas como a partir del siglo XIX e, incluso salvando las distancias, nunca hasta entonces los regímenes habían practicado sobre sus propias poblaciones holocaustos semejantes. (…) Las guerras ya no se hacen en nombre del soberano al que hay que defender; se hacen en nombre de la existencia de todos; se educa a poblaciones enteras para que se asesinen mutuamente en nombre de la necesidad que tienen de vivir. Las matanzas han llegado a ser vitales. (…) Si el genocidio es por cierto el sueño de los poderes modernos, ello no se debe a un retorno, hoy, del viejo derecho de matar; se debe a que el poder reside y [se] ejerce en el nivel de la vida, de la especie, de la raza y de los fenómenos masivos de población».66
Los cuarenta años transcurridos no han servido sino de eco para estas fórmulas; empero, al mismo tiempo, quizás han hecho aparecer en ellas algo obsoleto o, por lo menos, la necesidad de un leve desplazamiento en el análisis. Ya que, ¿se trata todavía de poder? ¿Acaso no hemos arribado, poco a poco, al nacimiento de una notoria autonomización de lo económico?
Al mismo tiempo, es impresionante constatar que esta virulencia polimorfa de la violencia va acompañada de una notoria extensión, al planeta entero, del discurso oficial del reconocimiento universal de los derechos del hombre. Nunca tantos hombres habían sido esclavizados o asesinados, nunca sus derechos fundamentales habían sido tan proclamados. La novedad, aquí, no dice relación con cada uno de los dos términos de la frase tomados separadamente, sino con su simultaneidad. A menudo innumerables matanzas, a menudo numerosas declaraciones, pero nunca, en este punto, las dos juntas.67
Si el genocidio es «el sueño de los poderes modernos»; si, por consiguiente, él puede ser considerado como uno de los indicadores de aquello que a menudo se da en llamar la «modernidad», el conjunto de preguntas que podemos plantearnos sobre la violencia sufre una necesaria reorganización, en la cual al menos uno de los componentes dice relación con el problema de la novedad. Sumariamente, se pueden señalar tres grandes ejes.
En primer lugar, la investigación de las nuevas f...

Índice

  1. Escrito I
  2. Escrito II
  3. Escrito III
  4. Escrito IV