La isla del doctor Moreau
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La isla del doctor Moreau

  1. 137 páginas
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La isla del doctor Moreau

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Información del libro

La isla del doctor Moreau, nos cuenta, de manera magistral, el terror del alcance de la imaginación, el lado oscuro de la ciencia y la capacidad del ser humano para convertir la naturaleza en una aberración. Así como muchas de sus obras, Wells nos advierte una cosa: la ciencia y la tecnología, más allá de un beneficio, podrían resultar en nuestras enemigas. Al ser un hombre de ciencias, Wells no sólo dedicó su literatura a la ciencia ficción, sino que también se amplió a las novelas sociales. Wells murió a causa de un tumor en 1866.

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2020
ISBN
9786074572926
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

De cómo los salvajes probaron la sangre



Pero mi inexperiencia como escritor me delata, y estoy perdiendo el hilo de la narración. Después de desayunar con Montgomery, lo acompañé a dar un paseo por la isla para ver la fumarola y las fuentes termales, en cuyas aguas hirvientes había caído por sorpresa el día anterior. Los dos llevábamos látigos y revólveres cargados. Al cruzar una frondosa jungla camino de la fumarola oímos el grito de un conejo. Nos detuvimos a escuchar, sin oír nada más, y proseguimos la marcha. Montgomery llamó mi atención sobre ciertos animalillos rosados de largas patas traseras que brincaban entre la maleza. Me explicó que habían sido creados a partir de la descendencia de los monstruos de Moreau, con la intención de que sirvieran de alimento, pero el hábito conejil de devorar a sus crías desbarató los planes del doctor. Yo ya había tropezado con algunos: una vez cuando huía del Hombre Leopardo, a la luz de la luna, y otra el día anterior, mientras Moreau me perseguía. Casualmente uno de ellos, al tratar de evitarnos, cayó por azar en un agujero de un árbol arrancado por el viento. Logramos atraparlo antes de que pudiera salir de allí. Escarbaba como un gato, arañando y pataleando furiosamente con las patas traseras, y hasta intentó mordernos, pero no tenía los dientes fuertes y su mordisco no dolía más que un simple pellizco. Me pareció un precioso animalillo, y como Montgomery me explicó que nunca destrozaba el césped excavando y era de costumbres muy limpias, pensé que podría resultar un buen sustituto del conejo común para los parques y jardines particulares.
Durante el camino vimos el tronco de un árbol, completamente astillado y cortado en tiras largas. Montgomery llamó mi atención al respecto.
—No arañarás la corteza de los árboles; ésa es la ley —dijo—. Mire cómo la respetan algunos.
Creo que poco después nos encontramos con el Sátiro y el Hombre Mono. El Sátiro era un alarde de clasicismo por parte de Moreau. Tenía la expresión de una oveja, la voz como un balido ronco y las extremidades inferiores casi satánicas. Pasó junto a nosotros mordisqueando una cáscara de fruta. Los dos saludaron a Montgomery.
—¡Hola al otro Hombre del látigo! —dijeron.
—Ahora somos tres con látigo, de modo que andemos con cuidado —respondió Montgomery.
—¿Él no es fabricado? —preguntó el Hombre Mono—. Él dijo que lo habían fabricado.
El Sátiro me miró con curiosidad.
—El Tercero con látigo, el que se mete llorando en el mar, tiene la cara pálida y delgada.
—También tiene un látigo largo y delgado —dijo Montgomery.
—Ayer lloraba y sangraba —insistió el Sátiro.
—Tú nunca sangras ni lloras. El maestro no sangra ni llora.
—¡Maldito pordiosero! —exclamó Montgomery—. Tú también sangrarás y llorarás si no tienes cuidado.
—Tiene cinco dedos; es un hombre de cinco dedos, como yo —dijo el Hombre Mono.
—Vamos, Prendick —dijo Montgomery, tomándome del brazo.
El Sátiro y el Hombre Mono se quedaron observándonos y haciendo comentarios en voz baja.
—No dice nada —dijo el Sátiro—. Los hombres tienen voz.
—Ayer me preguntó dónde había comida —respondió el Hombre Mono—. No lo sabía.
Luego continuaron hablando en voz muy baja y oí que el Sátiro se reía. De regreso encontramos un conejo muerto. El cuerpo ensangrentado del pobre animal estaba hecho pedazos y no había duda de que alguien le había roído el espinazo. Montgomery se detuvo.
—¡Dios mío! —exclamó, recogiendo algunas de las trituradas vértebras para examinarlas más de cerca—. ¡Dios mío! ¿Qué significa esto?
—Que algunos de sus carnívoros han estado recordando viejas costumbres —dije, tras una pausa—. Han roído el espinazo de cabo a rabo.
Lo miró con el rostro blanco como el papel y torció el gesto.
—¡Esto no me gusta! —dijo despacio.
—Yo ya vi algo parecido el día de mi llegada —dije.
—¿Qué demonios era?
—Un conejo con la cabeza arrancada de cuajo.
—¿El día de su llegada?
—El día de mi llegada. Entre los matorrales que hay detrás del recinto. Cuando vine hasta aquí al atardecer. Le habían arrancado la cabeza.
Montgomery lanzó un silbido largo y débil.
—Y es más, creo que sé quién lo hizo. Es sólo una sospecha, pero antes de encontrar al conejo vi a uno de los monstruos bebiendo en el arroyo.
—¿Sorbiendo el agua con la boca?
—Sí.
—No sorberás el agua; ésa es la ley. Ya se ve el respeto que los monstruos muestran por la ley cuando Moreau no anda por ahí, ¿eh?
—Fue el que me siguió.
—Por supuesto —asintió Montgomery—; eso es justo lo que hacen los carnívoros. Después de matar, beben. Es por el sabor de la sangre. Pero ¿cómo era? ¿Podría reconocerlo?
Echó un vistazo a nuestro alrededor, a horcajadas sobre los sangrientos despojos del conejo, recorriendo con la mirada las sombras del follaje y los escondites de la selva que nos rodeaba.
—El sabor de la sangre —repitió.
Sacó el revólver, examinó los cartuchos y lo cargó. Luego empezó a tirarse del labio inferior.
—Creo que podría reconocerlo. Lo dejé sin sentido. Seguro que tiene una buena herida en la frente.
—Pero tenemos que demostrar que fue él quien mató al conejo —dijo Montgomery—. ¡Ojalá no los hubiera traído nunca!
Yo habría continuado mi camino, pero Montgomery se quedó allí, rompiéndose la cabeza con aquel asunto del conejo mutilado. Me alejé para no ver los restos del conejo.
—¡Vamos! —dije.
Entonces pareció reaccionar y vino hacia mí.
—¿Sabe? Todos ellos parecen tener una especie de fijación y se niegan a comer nada que corretee por la tierra.
Si alguna de esas bestias ha llegado accidentalmente a probar la sangre... —dijo, casi en un susurro.
Seguimos caminando en silencio.
—Me pregunto qué puede haber pasado —murmuró para sí. Y luego, tras una pausa, añadió:
—El otro día cometí una tontería. Le enseñé a mi criado a despellejar y a guisar un conejo. Es extraño... lo vi chupándose los dedos... En ningún momento se me ocurrió que... Debemos poner fin a esto. Tengo que decírselo a Moreau.
Durante el camino de vuelta no pensó en otra cosa. Moreau se tomó el asunto aún más en serio que Montgomery, y huelga decir que me contagiaron su preocupación.
—Tenemos que darles un castigo ejemplar —dijo Moreau—. Estoy seguro de que el culpable es el Hombre Leopardo. Pero ¿cómo podríamos probarlo? Ojalá hubiera sabido controlar su afición por la carne, Montgomery; de ser así no tendríamos estas alarmantes noticias. Nos podemos meter en un buen lío.
—He sido un estúpido —admitió Montgomery—. Pero ya está hecho. Y recuerde que usted me lo permitió.
—Hay que actuar de inmediato —dijo Moreau—. Supongo que, si algo ocurriera, M'ling sabrá cuidar de sí mismo.
—No estoy tan seguro de M'ling —dijo Montgomery—, aunque supongo que debería conocerlo.
Por la tarde, Moreau, Montgomery, M'ling y yo fuimos hasta las cabañas del barranco. Los tres hombres íbamos armados. M'ling llevaba la pequeña hacha con que cortaba la leña y unos rollos de alambre. Moreau cargaba al hombro una enorme asta de toro.
—Ahora verá usted una reunión de monstruos —dijo Montgomery—. Es maravilloso.
Moreau no pronunció una sola palabra durante todo el camino, pero su rostro, de marcadas facciones, denotaba una profunda preocupación.
Cruzamos el barranco por el que humeaba el arroyo de agua caliente y seguimos el tortuoso sendero que discurría entre las cañas hasta un claro cubierto de un polvo amarillo que a mí me pareció azufre. Por encima de una loma poblada de maleza asomaba la reluciente superficie del mar. Llegamos a una especie de anfiteatro natural de poca hondura y allí nos detuvimos. Moreau sopló con el cuerno, quebrando la soporífera quietud de la tarde tropical. Debía de tener buenos pulmones, porque el sonido del cuerno creció y creció, ampliado por sus ecos, hasta alcanzar una intensidad casi insoportable.
—¡Ah! —dijo Moreau, dejando caer el curvado instrumento.
Al instante se oyó un crujido procedente de las cañas amarillentas y ruido de voces en la tupida jungla que marcaba el límite del pantano por el que yo había corrido el día anterior. Luego, en tres o cuatro puntos de la zona sulfurosa, aparecieron las grotescas siluetas de los monstruos que corrían hacia nosotros. No pude evitar un estremecimiento al verlos salir de entre los árboles o las cañas, uno detrás de otro, y caminar sobre el polvo caliente arrastrando los pies. Pero Moreau y Montgomery parecían tranquilos, así que no tuve más remedio que quedarme con ellos. El primero en llegar fue el Sátiro. Su aspecto era totalmente irreal, a pesar de la sombra que proyectaba y del polvo que levantaba con las pezuñas; tras él salió de las cañas una bestia monstruosa, mezcla de caballo y rinoceronte, mordisqueando una paja; acto seguido apareció la Mujer Cerdo y dos Mujeres Lobo; luego la Osa–Zorra, con los ojos enrojecidos y el rostro afilado y rojizo, y después todos los demás, corriendo apresuradamente. Según llegaban, se inclinaban ante Moreau y cantaban fragmentos de la segunda mitad de la ley, sin prestarse la menor atención unos a otros.
—Suya es la mano que hiere; suya es la mano que sana —y así sucesivamente. Se detuvieron a unos veinticinco metros y, postrados sobre rodillas y codos, comenzaron a esparcir el polvo blanco sobre sus cabezas. Imaginen la escena. Tres hombres vestidos de azul –con un criado deforme de rostro negro–, de pie en mitad de una polvorienta explanada iluminada por el sol bajo el ardiente cielo azul, rodeados por un tropel de monstruos acuclillados que no paraban de gesticular. Algunos eran casi humanos, salvo por su expresión y gestos; otros parecían tullidos y los había terriblemente deformes, sólo comparables a los personajes de nuestros más absurdos sueños. Y más allá, las finas líneas del cañizal a un lado, una densa maraña de palmeras que nos separaba del barranco y las cabañas al otro, y el confuso horizonte del Pacífico al norte.
—Sesenta y dos, sesenta y tres —contó Moreau.
—Hay cuatro más.
—No veo al Hombre Leopardo —dije.
Moreau volvió a soplar el cuerno y, al oírlo, los salvajes se retorcieron y se revolcaron por el polvo. El Hombre Leopardo salió del cañizal, casi arrastrándose por el suelo, e intentó sumarse al círculo de monstruos que se revolcaban en el polvo a espaldas de Moreau, y en ese momento vi que tenía una herida en la frente. El último en llegar fue el pequeño Hombre Mono. Los primeros, acalorados y cansados de revolcarse, lo miraron con recelo.
—¡Basta! —dijo Moreau con voz potente y firme, y los monstruos se sentaron sobre sus traseros, poniendo fin al ritual.
—¿Dónde está el recitador de la ley? —preguntó Moreau, y el monstruo de pelo gris se inclinó hasta tocar el suelo con la cabeza.
—Pronuncia la ley —ordenó Moreau, y, al instante, toda la asamblea de monstruos arrodillados, balanceándose a uno y otro lado y esparciendo el azufre a puñados (un montón con la mano derecha y otro con la izquierda), comenzó a entonar su extraña letanía.
Cuando llegaron a la frase: «No comerás carne ni pescado; ésa es la ley», Moreau levantó una mano blanca y delgada.
—¡Alto! —gritó, y todos quedaron en absoluto silencio.
Creo que sabían y temían lo que iba a ocurrir. Contemplé los extraños semblantes que me rodeaban y, al advertir sus muecas de dolor y el temor en sus ojos brillantes, me pregunté cómo había podido llegar a pensar que fueran hombres.
—Han quebrantado la ley —sentenció Moreau.
—No hay escapatoria —respondió el hombre peludo y sin rostro.
—No hay escapatoria —repitió el círculo de monstruos.
—¿Quién ha sido? —gritó Moreau, mirándolos a la cara y haciendo restallar el látigo.
Me pareció que el Cerdo Hiena estaba asustado, y lo mismo le ocurría al Hombre Leopardo. Moreau se detuvo frente a él, y el monstruo se postró ante su creador, movido por el recuerdo y el temor del tormento infinito.
—¿Quién ha sido? —repitió Moreau con voz atronadora.
—Maligno es quien infringe la ley —cantó el recitador.
Moreau miró a los ojos al Hombre Leopardo como si quisiera arrancarle el alma.
—Quien infringe la ley... —empezó Moreau, apartando los ojos de su víctima y volviéndose hacia nosotros. Me pareció advertir en su voz cierto regocijo.
—...Vuelve a la Casa del Dolor —aclamaron todos—, ¡vuelve a la Casa del Dolor, oh, maestro!
—Vuelve a la Casa del Dolor, vuelve a la Casa del Dolor —murmuró el Hombre Mono, como si la idea le resultara agradable.
—¿Oyes? —exclamó Moreau, volviéndose hacia el criminal.
El Hombre Leopardo, liberado de la mirada de Moreau, se incorporó y, con los ojos inflamados y los enormes colmillos felinos brillando bajo los labios fruncidos, se lanzó sobre su torturador. Estoy convencido de que sólo la locura producida por un terror insoportable pudo haber propiciado este ataque. El círculo de sesenta monstruos pareció alzarse a nuestro alrededor. Saqué el revólver. Las dos figuras chocaron. Moreau retrocedió, tambaleándose por la embestida del Hombre Leopardo. Un griterío de furia estalló por todas partes. Todo el mundo corría de un lado para otro. Por un momento pensé que se trataba de una revuelta general.
El rostro enfurecido del Hombre Leopardo pasó un instante a mi lado, mirándome con ira; tras él apareció M'ling. Vi los ojos amarillos del Cerdo Hiena brillando de emoción. Parecía casi a punto de atacarme. También el Sátiro me observaba por encima de los encorvados hombros del Cerdo Hiena. Oí la detonación de la pistola de Moreau y vi el fogonazo rosa del disparo en medio del tumulto. La multitud pareció inclinarse en la dirección del destello del fuego, y también yo quedé atrapado por el magnetismo del movimiento. Un segundo más tarde corría entre la masa vociferante, en pos del huidizo Hombre Leopardo.
Esto es todo lo que puedo decir con precisión. Vi que el Hombre Leopardo golpeaba a Moreau; luego todo empezó a dar vueltas a mi alrededor y eché a correr sin saber cómo.
M'ling iba a la cabeza, muy cerca del fugitivo. Tras él, con la lengua fuera, corría la Mujer Lobo a grandes zancadas, seguida de un grupo de cerdos, que chillaban con gran alboroto, y los dos Hombres Toro con sus vendajes blancos. A continuación, venía Moreau, revólver en mano y con el lacio pelo blanco ondeando al viento, rodeado por un grupo de monstruos. El Cerdo Hiena corría a mi lado, al mismo ritmo, y me lanzaba miradas furtivas con sus ojos felinos. Los demás nos seguían, corriendo y gritando.
El Hombre Leopardo se abría camino por entre las largas cañas, que se cerraban a su paso, golpeando a M'ling en la cara. Una vez en el cañaveral los de la retaguardia nos encontramos con una senda hollada. La persecución discurrió a través de las cañas por espacio de casi trescientos metros y continuó por un espeso bosquecillo que dificultaba enormemente nuestros movimientos. Lo atravesamos juntos, arrollándolo todo; las frondas nos golpeaban en la cara, las enredaderas nos enganchaban por el cuello o por los tobillos y las plantas llenas de espinas se nos clavaban en el cuerpo y nos rasgaban la ropa.
—Por aquí ha pasado a cuatro patas —jadeó Moreau, adelantándome justo en ese instante.
—No hay escapatoria —dijo el Lobo Oso, riéndose en mi propia cara y exaltado por la cacería.
Continuamos corriendo, ahora entre las rocas, y divisamos a nuestra presa que avanzaba a cuatro patas, lanzando gruñidos por encima del hombro. Los lobos lanzaban aullidos de entusiasmo. La criatura aún iba vestida y, en la distancia, su rostro seguía pareciendo humano, aunque sus movimientos eran felinos y el encorvamiento de sus hombros era claramente el de un animal acechado. Saltó sobre unos matorrales espinosos de flores amarillas y lo perdimos de vista. M'ling se encontraba ya a mitad de camino de aquel punto.
La mayoría habíamos perdido para entonces el ímpetu inicial y avanzábamos a un ritmo más sosegado. Al cruzar un claro vi que la columna de perseguidores se había convertido en una hilera. El Cerdo Hiena seguía corriendo muy cerca de mí, sin dejar de observarme y frunciendo de tanto en tanto el hocico con risa gruñona.
Al llegar al límite de las rocas y darse cuenta de que iba directamente hacia el promontorio por el que me había acechado durante la noche de mi llegada, el Hombre Leopardo dio media vuelta y se perdió entre la maleza. Pero Montgomery había visto la maniobra y s...

Índice

  1. Introducción
  2. En el chinchorro de Lady Vain
  3. El hombre que no iba a ninguna parte
  4. Un rostro extraño
  5. En la regala de la goleta
  6. El hombre que no tenía adónde ir
  7. Los siniestros hombres del bote
  8. La puerta cerrada
  9. Los alaridos del puma
  10. La casa del bosque
  11. La llamada del hombre
  12. La caza del hombre
  13. Los recitadores de la ley
  14. Una conversación
  15. El doctor Moreau se explica
  16. Los monstruos
  17. De cómo los salvajes probaron la sangre
  18. Una catástrofe
  19. La búsqueda de Moreau
  20. Las vacaciones de Montgomery
  21. A solas con los monstruos
  22. La regresión de los monstruos
  23. El hombre solo