Bailar desnudo en público
1. La magia de los aeropuertos
Hace unos meses, en la librería de un aeropuerto encontré una novela escrita por mi ex mujer, un libro pequeño de pasta dura de esos que pasan desapercibidos la mayor parte del tiempo. Estaba apilado en una mesa al fondo del local, aguardando silencioso por mi llegada.
Recuerdo haber sentido el recorrido de un sudor frío por la espalda luego de leer su nombre. Agarré el libro y sonreí de manera incómoda al divisar la distancia que parecía tenderse entre el objeto y yo, entre ella y mi permanencia en aquel enorme aeropuerto. Tantear el abismo de los años me produjo un dejo de desesperación.
La madrugada estaba esparcida por los pasillos, los aviones que se veían a través de los ventanales de la sala de espera despegaban ligeros, bestias enormes y aladas que se movían arrastrando sus panzas metálicas con una velocidad sin virtud, emitiendo un ruido creciente antes de emprender el vuelo y sumergirse en el cielo.
Tras un momento de distracción, regresé la mirada a la novela: la muchacha que ilustraba la portada me recordó un poco a Rita Hayworth en Gilda, aunque era un rostro más lánguido, tenía un tinte de soledad que despertó también mi propia soledad. Compré el ejemplar que sostenía en mi mano sin mirar a la cajera, mientras las yemas de mis dedos recorrían los bordes del libro. Estaba convencido de que hallaría en esa historia indicios de mi propia vida.
Al salir de la librería me apoyé sobre una pared, no se trataba de cansancio físico, podría decir que era agotamiento existencial, un desgaste de mi cerebro o de mi espíritu. Leí un par de páginas sin poner mucha atención.
Me encontraba perturbado, al surcar con los ojos los largos párrafos con los que ella empezaba su novela, lo único que podía pensar era en sentarme ante el computador y desarrajar un texto largo y personal que requiriera de toda mi voluntad y energía para lograr concluirlo.
2. De esa historia de amor
Teatral
Anna fue y será mi actriz favorita. Ella un día el bálsamo: con su tanga de color carne bailó en la felicidad de nuestro silencio, con los rizos castaños cayendo sobre sus hombros reía, lo juro, su risa era lo más bello que se puede encontrar en este mundo, la gracia inocente, la plenitud de su rubor y su rostro de niña que explotó en mis pupilas fue la curación para mis males catastróficos.
Ella el remedio y el pecho caliente que me abrigó cuando la tormenta barrió con todo. ¿Quién podía quitarle del pedestal del misterioso amor? Anna arriando a los viajeros, a los flojos, a los vencidos, siendo el ánimo soberbio y a la vez la sierva que se eriza ante cualquier torpe cazador. Anna la loca con el rostro desencajado, escupiendo groserías por su boca que se deformaba en la cólera, con las manos huesudas en señal imperativa, mandándome a la guerra, a la desdicha y a la mierda.
Estuvimos juntos minutos, horas, años; fuimos grandes amigos, suplicantes amantes, jóvenes y niños sin rumbo, ella fue la malvada del cuento y quien terminó salvando los muebles tras el cataclismo. Era horrible su desgano y su militancia, Anna hacía de las suyas con su tristeza mientras vendía falsas esperanzas de luz.
Anna la actriz, el teatro y el público, yo su pretexto, su tema, el horizonte de sus aspiraciones. Un día decidió que ella ardía por dentro y en mi pecho solo existía paja mojada, la constatación la puso mal, o al menos interpretó muy bien el papel de la congoja, con voz de tragedia soltó un diálogo final tan conmovedor que de no haberme dolido de tal forma habría aplaudido de pie y con ello cerró el telón de nuestra historia, conmigo por fuera del escenario.
Incendio
Llegó en el clímax de una vorágine, me encontró crecido y echado a perder. En sus ojos podía vislumbrar esa extrañeza de quien al ver una catedral descubre un error arquitectónico, cómico pero alarmante.
Su compañía silenció mi furia inicial, estuve dispuesto a enterrar mis objeciones y los relámpagos con los que arremetía contra el mundo, con sinceridad me rendí a su fulgor, a la dulzura inquietante de su presencia.
La primera noche que pasamos juntos nos cerramos en un abrazo libidinal y ardoroso, con ella contemplé una dimensión distinta del sexo; la vergüenza, el dolor, la impericia se tornaron en fascinación y empecinamiento. Recuerdo sus pechos que ardían en mis manos, su boca desesperada buscando mi lengua, las risas de ambos que se mezclaban en las sábanas, las caricias dadas con urgencia y claridad.
Con Anna todo fue fácil, la pasión se tornó en gozo y la furia en felicidad, no una felicidad hueca y coja, una felicidad desquiciada y ascendente.
Bastaron dos noches para incendiarnos y darle la vuelta al universo, vivimos el cuerpo del otro con obstinación, era divertido explorarnos, mirar nuestros límites, los errores naturales que nos acompañaban, rastrear el aroma de nuestra piel, la acidez de nuestros fluidos. Con ella volvió la turgencia, liberado en su cuerpo pude desprenderme de mi esclavitud y dimensioné la vida fuera de mis fronteras.
Mejor dejarlo así
La recuerdo en un restaurante costero, uno de esos pequeños escondrijos donde te detienes a comer en mitad del camino: sentada a contraluz, con su cabello castaño oscuro, tal vez alazán, atado con una cinta para combatir la brisa de mar, vestida con una blusa sin mangas que dejaba ver sus hombros tersos.
Esa mañana la observé con tal exactitud que se grabó para siempre en mi mente el conjuro de sus facciones y su legado genético, los surcos del viento y los años, la torcida boca de niña que enunciaba palabras de amor como gorjeos de paloma.
No era la primera vez que la veía, llevábamos juntos algún tiempo, pero por raro que parezca tuve la impresión de que recién en ese instante contemplaba su rostro, la verdad en él. Antes la imagen de Anna solo había sido aproximativa, una generalidad que a la luz de sus profundidades no revelaba todo el océano de su semblante.
Bajo ese paisaje de coches que atravesaban como relámpagos por la carretera, de amantes diurnos que cruzaban a pie por los senderos cobijados por palmeras, de olores a frutos de mar, tuve la certeza de que no había otra salida, el nudo de nuestra historia se había hecho indisoluble.
En aquel chiringuito de playa frente a los precarios festines que nos podíamos ofrecer le pedí matrimonio, me allané a la honestidad de su imagen y quise hacer más fuerte y cerrado el nudo de nuestra horca. Ensarté en su dedo el aro con el que sujetaba mis llaves y así quise subirla al sueño más valiente de mi vida, encarnarle la astilla de mi compromiso en su costado. Ella titubeó por un instante pero sus ojos no tardaron mucho en posarse con vigor y deseo en el futuro ofrecido.
En el hotel tuvimos sexo con estruendo, ella gritó y profirió encantamientos, su dicha fue irresistible. Tres meses después nos casamos y durante un tiempo florecieron los augurios, los mejores pensamientos, la caricia pura, el implacable dulzor. Anna era la pequeña gitana que espantaba las tormentas, el ancla que me aseguraba estabilidad a pesar de la fuerza de las mareas, la niña que cantaba con voz quejumbrosa, la lectora desesperada de mis fantasías, la crítica implacable, la gestora de mis desenfados. Durante largas noches fuimos la cercanía y la dicha, ella extrajo mi talento y lo hizo suyo, yo me acomodé en su cuerpo y amé sus desventuras, sus bromas inocentes, su inconstancia y los r...