Cómo se empieza a narrar
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Cómo se empieza a narrar

(Responden diez narradores jóvenes)

  1. 116 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Cómo se empieza a narrar

(Responden diez narradores jóvenes)

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Citas

Información del libro

Son textos que nacen de la experiencia, tentativos y frágiles como muchas cosas que tienen que ver con la creación literaria; y que tienen el mérito de poder ser leídos como interesantes aproximaciones al oficio de escribir, y también como entretenidos relatos de escritores y escritoras que nos hablan del desafío de enfrentar la pantalla o la hoja en blanco. (Ramón Díaz Eterovic).

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Información

Editorial
LOM Ediciones
Año
2019
ISBN
9789560011879

Paola Tinoco García

(México, 1974)
Es socióloga y escritora. Ha publicado cuentos, crónicas y entrevistas en Revista 1.9.2., Milenio Diario, 24 horas, Replicante, Playboy, la Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Luvina, Revista DF por Travesías y ha sido columnista de la revista Marvin. Finalista del concurso «Mano de obra», convocado por el Instituto de Comunicación y Cultura de Oaxaca S.C. Compiladora de la antología de cuentos latinoamericanos De lengua me como un cuento (2009), publicada por Axial; la antología de cuentos de escritores regiomontanos Cuentos desde el cerro de la silla (2010), publicado por Anagrama y la Universidad Autónoma de Nuevo León; Más de lo que te imaginas, cuentos perversos (2012), publicada por Cal y Arena. Sus cuentos han sido incluidos en diversas compilaciones. Oficios ejemplares, publicado por Páginas de Espuma, es su primer libro.

De la grafomanía a la escritura en trece páginas

Mi incursión en las letras comenzó con la lectura y eso se remonta a muchos años atrás, a la escuela primaria, a los primeros seis años de mi vida, cuando me descubrieron una malformación de córneas y fue necesario ponerme gafas graduadas. En lugar de tener actividades que no me hicieran forzar la vista, fui directo al daño: La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, y las cursis pero entrañables Mujercitas de Louise May Alcott. Digo que mi incursión a las letras fue a través de estos libros porque leer de alguna manera me hizo percibir la palabra escrita como algo sencillo y muy grato para comunicarme. Lo adopté de inmediato. Mi lógica infantil concluía que cualquier persona podía comunicarse escribiendo con la soltura que lo hacían Verne y Alcott, así que no sacralicé a los escritores ni pensé que su trabajo fuera algo que no pudiera hacer alguien más (como una niña de seis años, por ejemplo). Desde ahí, de una manera muy natural, comencé a escribir excusas para los profesores y las cosas que pensaba; debían saber, pero no me sentía capaz de manifestar verbalmente. La primera excusa fue en nombre de mi madre: «Maestra, no regañe a mi hija, fui yo la que olvidó ponerle el libro para la clase de hoy en la mochila», todo esto con una letra retorcida que no dejaba lugar a dudas de quién era la autora de semejante escrito, pero de todas formas lo intenté. Recuerdo que la profesora no me dijo nada acerca del evidente fraude. Solo me miró seriamente y me mandó a sentar hasta atrás del salón de clases.
Después escribí una nota donde le decía a otra de mis profesoras, palabras más palabras menos, cómo debía hacer nuestras lecciones más entretenidas. Mi aportación consistía en proponer el traslado de los alumnos al jardín, hacer una clase masiva con otros grupos, o bien dejarnos charlar diez minutos antes de comenzar la lección, para que después no tuviéramos ganas de pasarnos papelitos entre los compañeros. En resumidas cuentas, la escritura me daba una libertad tal que me sentía capaz de decirle a un maestro cómo debía hacer su trabajo. Después de una colección de veinte o más excusas y sugerencias, llamaron a mi madre para entregárselas y hablar de mi nueva afición por escribir notas. Ella no pensó que fuera correcto lo que hacía pero tampoco me castigó. Solo me dijo que debía parar de escribir todo esto en su nombre, que mi letra era como patas de araña y que no estaba bien decir mentiras a mis maestros. Pregunté si podía seguir sugiriendo cómo quería que fueran mis clases y recibí un consejo importante de mamá: «Si alguien está en un puesto superior al tuyo, en este caso tus maestros, no debes decirle cómo hacer su trabajo porque será tu enemigo. Una cosa es sugerir de manera impertinente, como lo has estado haciendo todo este tiempo, y otra persuadir. Tienes qué encontrar la manera de convencerlos sin ser una niña soberbia que les señala sus errores, eso a nadie le cae bien. Gana buenas voluntades».
Aquel comentario sonaba serio pero no era un regaño. No me lo dijo pero sabía que estaba algo divertida con mis comentarios a los maestros, porque la escuché presumir de mis hazañas escriturales con mi padre y algunas de sus amigas.
Estaba muy bien que no me castigaran, pero no tenía permiso de escribir más notas. Me inquietaba esa situación, ¿y ahora a quién le escribiría? Porque en ese momento no pensaba todavía en llevar un diario ni sabía que existían, no había llegado a mis manos un libro basado en el diario de alguien y no tenía ninguna otra referencia. Los únicos libros que había en mi casa eran los míos y los de mi padre, que estudiaba la Torá. Eran libros muy complicados para mí a esa edad.
Volver a la rutina de niña de colegio que solo escribía sus tareas fue como regresar de vacaciones. Trataba de adaptarme de nuevo a dedicar mis letras a los dictados y no a pensar en la siguiente excusa (siempre había algo de lo que me tenía qué excusar) o la próxima sugerencia a mis maestros. Como ya no estaba permitido, algo me faltaba. Entonces empecé a escribir cartas. No concebía la escritura si no había un destinatario, así que empecé dirigiendo estas cartas a mis padres, a quienes les parecía muy dulce que les escribiera pero entonces me enfrenté a los primeros y más duros críticos que he tenido: mis hermanos. Cuando descubrieron mi afición por las cartas se burlaron de mi letra, de mis palabras y leían lo que escribía en voz alta y haciendo una voz chillona. Dejé de escribir por un tiempo. Nadie echó en falta mis escritos, por el contrario, ahora pienso que estaban aliviados. Mis maestros por principio y mis padres porque no tenían que presenciar los pleitos entre mis hermanos y yo.
Una vez superado el trauma de la primera crítica literaria (la de mis canallas hermanos) volví a las andadas: descubrí mi vena cuentística, nuevamente a través del aburrimiento de mi entorno escolar. Eso me orillaba a inventar historias en las últimas hojas de los cuadernos para salir de las cuatro paredes del salón de clases. Eran cuentos, claramente, porque aún no era capaz de escribir una historia de más de diez páginas y las cerraba de manera estrepitosa antes de llegar a la página once. Monstruos que atacaban la escuela, ovnis que se llevaban a mis hermanos, perros mágicos que cumplían deseos, alas que me salían en la espalda.
El segundo acercamiento a la escritura fue el inevitable diario. Era inevitable porque yo quería seguir escribiendo y no podía con la idea de escribir cosas que no fueran dirigidas alguien. Como no iba a darles material a mis hermanos para molestarme ni dar más guerra a mis profesores, empecé a escribir mi corta vida con mucha disciplina. Todos los días, sin que faltara uno solo, me sentaba en un trozo de alfombra que estaba junto a una ventana y detrás de un trinchador. El mueble era grande y me tapaba por completo, así que algunas veces mi madre entró en pánico pensando que yo había desaparecido, porque no hacía el menor ruido y tampoco hacía caso de lo que sucedía del otro lado del mueble. Era sorda cuando escribía en mi diario. El gusto me duró un escaso año. Un día llegué del colegio y encontré a mi madre leyendo mi cuadernito blanco, decorado con calcomanías de colores, que además tenía un título atractivo: «Mi diario personal». Me sentí ultrajada. Mi madre se justificó diciendo que era necesario saber en qué pasos andaba porque yo era muy rara, me escondía en los rincones y ella no sabía qué tanto hacía. Para mí no era una disculpa, era una intromisión. Quemé ese cuaderno y dejé los diarios por un tiempo. Luego los retomé, con muchas más precauciones. Los diarios me ayudaron a narrar con soltura y desde entonces sigo escribiendo el día a día cuando puedo. Con menos disciplina que en la infancia, cuando pensaba que todo, absolutamente todo, debía ser registrado; pero sigo en ello. El diario se convirtió en un escape importante para mí cuando sucedió aquel horrible terremoto que marcó la historia de mi país. 1985, la ciudad era un montón de piedras, de gente llorosa, de camiones de militares yendo de un lado a otro para ofrecer ayuda porque los socorristas eran insuficientes. Yo vivía en un multifamiliar, estos conjuntos habitacionales de edificios de cinco pisos y doce departamentos por nivel. Eran construcciones peligrosas si la ciudad no estaba preparada para un terremoto de 8,2 en la escala de Richter. Nos pidieron que evacuáramos la zona, así que salimos apenas con lo puesto ante el temor de un derrumbe. Nos quedamos a unos metros del portón de la entrada de los edificios y vimos pasar varios autobuses que se enfilaron al enorme estacionamiento de un almacén de ropa cercano a nuestro hogar. Detrás de ellos venían tres o cuatro camionetas de militares. Un soldado hablaba por altavoz y repetía una frase que a lo lejos no entendíamos, pero al acercarse fue clara: «Por su seguridad, no regresen a los edificios, diríjanse a los delfines que van adelante. Por su seguridad, no regresen a los edificios, van a venir unos peritos a confirmar si los edificios están en buenas condiciones. Por su seguridad, diríjanse a los delfines…»
Los delfines eran unos autobuses de transporte público que en esa ocasión se convirtieron en minihoteles para damnificados del temblor. Un par de días después ya estábamos de regreso en nuestro departamento: el edificio había pasado todas las pruebas de seguridad y ni se derrumbó ni parecía que se fuera a caer con otro terremoto. Y eso lo supimos demasiado pronto, porque volvió a temblar fuerte.
Haber dormido en un autobús y la posibilidad de perder a mi familia, mi casa, mis poquísimas pertenencias, dejó una huella en mi memoria y un dolor en el pecho. Fue mi primera depresión, era muy joven para manejarla y mis padres no creían en la psicología (como si fuera una religión…). Me aferré al diario como nunca. Esta vez no era solo registrar los detalles de lo que me pasaba cada día, sino expresarme de una manera diferente a como lo había hecho hasta entonces, sacar todo ese cúmulo de sentimientos encontrados provocados por haber presenciado la drástica transformación de mi barrio de un momento a otro. Por haber visto mi colegio cerrado y con algunas bardas vencidas. Por haber sido alimentada y cobijada por un grupo de soldados, esos sujetos que siempre me dieron miedo y ahora habían venido a confortarme como si fueran de mi familia. Escribía desesperadamente. Mi papá me trajo entonces unos libros para distraerme: El hombre que lo tenía todo, todo, todo, de Miguel Ángel Asturias, y El dragón mágico y otros relatos, de Pearl S. Buck, de la colección juvenil de Bruguera. Funcionó. La lectura siempre ha sido un buen lugar a donde ir.
Algunos años y cuadernos después, entrada en la adolescencia, ya escribía poemas y novelas completas. Habían quedado atrás mis lecturas de La isla del tesoro y Viaje al centro de la tierra para enseriarme leyendo a Juan Rulfo. El llano en llamas, que me parecía una novela macabra pero muy atractiva; Santa, Marianela, Doña Perfecta, El lazarillo de Tormes y algunos fragmentos del Quijote. Mis novelitas, sin embargo, estaban lejos de ser tan oscuras como mis lecturas, continuaba escribiendo historias rosas como escape a la frustración que sentía por ser una adolescente flaca y desgarbada, comparada con mis frondosas compañeras de colegio. No era tan pequeña para jugar con muñecas ni tan grande (según mis padres) para ir a fiestas de adolescentes, de modo que las tardes y las noches eran para leer y escribir en una Olivetti que pesaba una tonelada, regalo de mi padre, que se había percatado (¡Tantos años después!) de mi afición por la escritura. No tenía escritorio, así que la ponía en una silla y me sentaba en la cama. Los poemas, en cambio, los escribía a mano. Me entretenía apegándome a la métrica aunque los versos fueran atroces, y llenaba cuadernos enteros de poesía astronómica (el sol, la luna, las constelaciones, los quasares) y, no he de mentir, poesía romántica.
El primer reto literario llegó en la escuela preparatoria, cuando se organizó un concurso de cuentos en la clase de literatura. No temía escribir, quizá porque nunca me planteé el miedo a la página en blanco: era grafómana, ni siquiera la conocía. Escribía sin parar porque no me importaba lo que opinaran los demás y casi nadie leía mis historias salvo unas cuantas amigas. Ellas pensaban que yo copiaba todo eso de los libros que leía (y a veces me los escondían para que pusiera atención a sus historias amorosas). No me intimidaba, pues, el reto de concursar escribiendo un cuento. Las lecturas para entonces se habían incrementado, ya era una lectora veterana y eso siempre me daba más seguridad a la hora de narrar. Era interesante además la idea de escribir con parámetros, no escribiría lo que se me diera la gana, sino que había algunos límites: número de páginas, de personajes, tiempo de entrega, eso nunca me había pasado, daba gusto involucrarse, así que escribí mi cuento y luego, para ganar puntos con las amigas, otros tres, porque a aquellas no les interesaba en lo más mínimo inventar una historia. Más diversión para mí, pensaba. Creo que ahí me di cuenta de qué iban los premios literarios: quedé en segundo lugar, una de mis amigas (otro de mis cuentos) en quinto y el primer lugar fue para uno de mis compañeros, que se hizo popular escribiendo una historia que parodiaba la entrega de los premios Óscar y se otorgaban a una serie de monstruos a los que les ponía nombres de actores conocidos. A todos les pareció gracioso, aunque la calidad literaria fuera mínima y la ortografía pésima. Daba igual, me gané los puntos extras, que eran el premio para los tres primeros lugares, y no tuve que hacer examen de fin de curso. Debo reconocer que me sentí frustrada porque el ganador ni siquiera era lector. ¡Escribía de lo que veía en la TV y pensaba que las comas y los acentos no servían para nada! Nos habían dado copias de todos los cuentos a todos los alumnos y los tiré a la basura, pero antes que todos, rompí el mío y el del ganador.
Poco tiempo después dejé de ser flaca y desgarbada, comencé a ser popular en el colegio y me alejé un poco de la escritura (no de mi diario) y de la lectura por placer. No me dejaban salir a fiestas, pero ya me sentía lo bastante rebelde para escapar de casa y poder asistir.
Retomé la escritura en la universidad. Me inscribí en Sociología para poder entrar rápidamente a la universidad: mis planes eran ingresar y después hacer un cambio de carrera. El tiempo para graduarme no me apresuraba y a mis padres, con tal de que uno de sus cinco hijos fuera a la universidad, tampoco. Cuando leí los temas que estudiaría durante el primer año, me di cuenta de que la Sociología era mucho más interesante para integrarla a lo que escribía que Ciencias de la comunicación, la carrera que estaba de moda y a la que yo pretendía cambiarme porque quería ser locutora de radio. Solo hice un intento para hacer la permuta. Al final me arrepentí y conservé el lugar en Sociología, porque comenzó a llamar mi atención que me permitiera comprender cómo funcionaba absolutamente todo a mi alrededor, desde la vestimenta de mis compañeros hasta la forma en que se comportaban, sus motivos, sus raíces, sus aspiraciones. Los tentáculos de la política y de la sociedad. Era como ir a las entrañas de todos los personajes de una novela y desmenuzarlos uno por uno. O bien, crearlos con todos esos elementos mezclados a placer. Eso era mucho más atractivo que irme a encerrar a una cabina de radio. Terminé la carrera con mejores calificaciones de las que yo misma esperaba, porque, fiel a mis principios desde la infancia, no era muy constante en las clases, pero sí lo era en mis lecturas y en los ensayos que debíamos entregar. En el ínter, comencé a trabajar escribiendo para un sitio web que daba consultoría a empresas. Necesitaban gente que navegara en internet y escribiera síntesis de los sitios de moda y de viajes. Yo tenía muy pocos conocimientos en computación pero sabía redactar y no tenía faltas de ortografía, dos aptitudes necesarias para conseguir el empleo, y aprendí rápido a investigar en la red y a resumir las características, los pros y los contras de una página web mal o bien construida. Como muchos negocios de internet, el que me contrató se vino abajo y me quedé sin empleo, pero salí de la carrera con un pequeño ahorro que se fue, junto con un dinero de mi madre, en comprar mi primera computadora, la misma donde escribí mi tesis, donde transcribí todos los textos de mis cuadernos (los que parecían valiosos) y donde comencé a escribir de manera profesional.
La orfandad universitaria me producía ansiedad y no sabía aún muy bien en qué aplicar la Sociología y que me permitiera seguir escribiendo, así que cuando me ofrecieron trabajo como bibliotecaria lo acepté inmediatamente, para no estar sin hacer nada y porque había mucho tiempo libre para dar rienda suelta a la lectura. Era una biblioteca pequeña y algo oscura dentro de una universidad para educadoras, fundada por Berta von Glümer, alumna de Jean Piaget. Había un cuadro d...

Índice

  1. Mercedes Álvarez
  2. Diego Trelles Paz
  3. Lina Meruane
  4. Hernán Ronsino
  5. Gustavo Valle
  6. Juan David Correa
  7. Paola Tinoco García
  8. Juan Carlos Méndez Guédez
  9. Oliverio Coelho
  10. Carolina Lozada