Correspondencia desde dos rincones de una habitación
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Correspondencia desde dos rincones de una habitación

  1. 96 páginas
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Correspondencia desde dos rincones de una habitación

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Índice
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Información del libro

Las doce cartas que forman este brevísimo volumen se escribieron en el verano de 1920. Los corresponsales eran dos de los intelectuales más importantes de la Rusia presoviética. Debilitados por las privaciones de la guerra civil, fueron admitidos, por separado, en el Sanatorio para Trabajadores de la Ciencia y las Letras, donde se les asignó el mismo cuarto.Durante los primeros días se entregaron a largas conversaciones, pero pronto descubrieron que éstas los apartaban de su obra, por lo que decidieron continuar por escrito. El resultado fue esta correspondencia, que contiene un profundo examen del presente y el futuro de la cultura occidental. No es exagerado afirmar que el estatus de estas 'Correspondencias' en la historia cultural de occidente ha llegado a ser legendario.

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Información

Año
2018
ISBN
9786078650002
Edición
1
Categoría
Filosofía





CORRESPONDENCIA
DESDE DOS
RINCONES
DE UNA HABITACIÓN




I





A M. O. Gershenzón

Sé, querido amigo y vecino de habitación, que usted ha puesto en duda la inmortalidad propia y al Dios íntimo. Podría pensarse que no soy quien debería defender ante usted el derecho del individuo a su reconocimiento metafísico y su sublimación,ya que en verdad no siento en mí nada que pudiera reivindicar la vida eterna.
Nada excepto lo que en todo caso ya no es yo, excepto todo aquello total y ecuménico en mí que, como un visitante luminoso, enlaza y comprende espiritualmente mi existencia limitada e inevitablemente provisional en toda la complejidad de su composición caprichosa y eventual. No obstante, me parece que dicho convidado no me visitó en vano e «hizo morada» en mí.
Su meta, creo yo, es brindar al anfitrión una inmortalidad que mi razón no comprende. Mi ser es inmortal no porque exista sino porque ha sido llamado a despertar a la existencia. Y como cualquier despertar, como mi nacimiento en este mundo, la percibo como un total milagro. Veo claramente que jamás encontraría en mi supuesta personalidad y sus multiformes expresiones un solo átomo siquiera semejante al embrión de la existencia autónoma y verdadera (es decir, eterna). Soy una semilla que ha muerto en la tierra; porque «si la semilla no muere ¿cómo dará fruto?». El Señor me resucitará porque Él está conmigo. Lo conozco en mí como el oscuro regazo que da vida , como aquello eternamente sublime que fortalece lo mejor y lo más sagrado de mí, como el principio viviente de ser, más sustancioso que yo y que por tanto contiene, entre otras, energías y cualidades mías, mi propia seña de conciencia personal. Surgí de Él y en mí Él reside. Y si no me abandona, creará las formas de su posterior presencia en mí, es decir, mi personalidad. Dios no sólo me ha creado, sino que me crea continuamente y volverá a crearme. Puesto que, sin lugar a dudas, desea que en adelante lo cree dentro de mí de igual manera que lo he hecho hasta ahora. No puede darse el advenimiento sin la aceptación voluntaria: ambas proezas son en cierto sentido equivalentes, y el que da se vuelve digno de recibir. Dios no puede abandonarme si yo no lo abandono a Él. De modo que la ley interior del amor escrita en nosotros (ya que sin dificultad leemos su tabla invisible) nos cerciora de que tiene razón el salmista del Antiguo Testamento cuando le dice al Señor: «No dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción».1 Eso, querido vecino, es lo que pienso . ¿Qué me dirá en respuesta desde el rincón opuesto de la misma habitación? ¿Qué piensa?
V. I.
17 de junio de 1920




II





A V. I. Ivánov

No, V. I., no pongo en duda la inmortalidad propia y, de modo similar al suyo, considero la personalidad como el tabernáculo de la realidad verdadera. Pero en estas materias no se debe ni disertar ni reflexionar. Nosotros, querido amigo, nos encontramos en los extremos opuestos de una diagonal no sólo en esta habitación sino también en el sentido espiritual. No me gusta elevarme a las alturas metafísicas aunque admiro su suave vuelo por encima de ellas. Esas especulaciones más allá de los límites que invariablemente adquieren formas sistemáticas conforme a las leyes de los vínculos lógicos, esa arquitectura quimérica a la que se entregan tan afanosamente muchos de los que pertenecen a nuestro círculo, le confieso que me parecen un pasatiempo ocioso y extraviado. Más aún, esta abstracción me oprime, y no sólo ella: últimamente, como un lastre enojoso, como un atuendo demasiado pesado, demasiado sofocante, me oprimen todo el patrimonio intelectual de la humanidad, toda la riqueza de concepciones, conocimientos y valores acumulada y aposentada durante siglos.
Desde hace tiempo, esta sensación me ha perturbado ocasionalmente, pero si antes solía ser pasajera, ahora se ha vuelto constante. Fantaseo: qué maravilloso sería sumergirme en el Leteo para que del alma se limpiase, sin dejar rastro, cualquier recuerdo de todas las religiones y los sistemas filosóficos, de todo saber, arte, poesía, y volver a la orilla desnudo como el primer hombre, ligero y jubiloso, abrir los brazos desnudos y alzarlos al cielo recordando sólo una cosa del pasado: lo engorroso y agobiante que era llevar aquellas ropas y lo ligero que es estar sin ellas. Desconozco por qué esta sensación se ha reforzado en mi interior. Tal vez las pomposas casullas no nos pesaban cuando aún eran flamantes, hermosas y envolvían cómodamente nuestros cuerpos; en los últimos años se han desgarrado, están hechas jirones, tal vez por eso apetece despojarnos y deshacernos de ellas.
M. G.




III





A M. O. Gershenzón

No soy ningún constructor de sistemas, mi querido M. O., aunque tampoco soy de aquellos escamados que creen que todo lo dicho es mentira.2Estoy acostumbrado a vagar por el «bosque de símbolos»,3 el simbolismo de la palabra es tan claro para mí como el beso de amor buscado, añorado, porque de la abundancia del corazón habla la boca.4 Nada mejor tiene la gente para ofrecer a los demás que la confesión fehaciente de sus atisbos o nociones de una consciencia superior, espiritual. Y lo único de lo que debe cuidarse es de aportar a estos mensajes, a estas confesiones, un carácter forzado, es decir, de convertirlos en patrimonio de la razón. La razón es compulsiva por naturaleza, mientras que el espíritu sopla por donde quiere.5 Las palabras deben de ser símbolos espirituales de la experiencia interior e hijas verdaderas de la libertad. Igual que la canción no fuerza al poeta sino que lo mueve, las palabras deben mover el espíritu de los oyentes sin someter su convicción al modo en que se expone un teorema.
La soberbia y la sed de poder son culpa de la metafísica, una culpa trágica, puesto que, emancipada del seno del conocimiento espiritual global, al dejar atrás la casa natal de la religión original, inevitablemente tenía que ansiar el cientificismo y andar a la caza del cetro de la gran forzadora, la ciencia. El estado de ánimo que se ha apoderado de usted —la sensación aguda del peso desmesurado del acervo cultural que arrastramos— se deriva en gran parte de vivir la cultura como un sistema de coacciones superfinas en vez de percibirla como un tesoro vivo. Nada sorprendente: en efecto, la cultura aspiraba exactamente a convertirse en un sistema de coacciones. Para mí, en cambio, es la escalera del Eros y la jerarquía de las veneraciones. Y hay tantos fenómenos y rostros que me infunden veneración, desde el hombre y sus instrumentos, su gran obra y su dignidad ultrajada, hasta los minerales, que me es dulce naufragar en este mar (il naufragar m’è dolce in questo mare),6 naufragar en Dios. Porque mis veneraciones son libres: ninguna es obligatoria, todas son abiertas y accesibles, y cada una aporta felicidad a mi espíritu. Aunque la verdad es que cada veneración, al transformarse en amor, descubre gracias a la mirada perspicaz del amor la tragedia interior y la culpa trágica en toda cosa apartada de los orígenes de la existencia y encerrada en sí: debajo de cada rosa de la vida se perfila la cruz de la cual nace la flor. Pero esto ya es añoranza de Dios: la atracción que siente el alma-mariposa hacia la muerte flamante. Quien no conoce esta atracción fundamental, en las verdaderas y profundas palabras de Goethe, pese a no quitarse la máscara alegre sufre una congoja abominable, es «un huésped oscuro sobre la tierra tenebrosa».7
Nuestra verdadera libertad, nuestra noble felicidad y nuestro noble sufrimiento, siempre están con nosotros y ninguna cultura puede arrebatárnoslos. La debilidad de la carne es más terrible, ya que el espíritu está dispuesto pero la carne es débil;8 el hombre está más indefenso ante la pobreza y la enfermedad que ante los ídolos muertos. La abolición forzosa no le ayudará a sacudirse de los hombros el odioso yugo de la macabra herencia, porque volverá a crecer por sí sola —tampoco el camello se queda sin joroba cuando lo liberan de su carga—, pero el espíritu se libera aceptando otra carga, el «yugo fácil».9 En efecto, dice usted al hombre que subyuga su riqueza: «¡Sé! (Werde)» pero parece que se le olvida la condición que puso Goethe: «¡Primero muere! (stirb und werde)». La muerte, es decir, la metamorfosis de la personalidad, es la liberación ansiada. Lávate en el manantial y arde en llamas. Está siempre al alcance, en cualquiera de las mañanas del espíritu que se despierta a diario.
V. I.
19 de junio de 1920




IV





A V. I. Ivánov

Cada vez me interesa más nuestra correspondencia desde un rincón al otro, comenzada por pura casualidad. Lo recordará: en mi ausencia, usted me ha escrito la primera carta y, al salir, la ha dejado encima de mi mesa; le he respondido mientras usted ha estado fuera. Ahora escribo en su presencia, en tanto usted, sumergido en serenas reflexiones, se esfuerza en alisar con su mente los duros pliegues seculares, de los tercetos de Dante, para luego, mirando el patrón, moldear su semejanza en el verso ruso. Escribo porque de esta manera lo dicho saldrá más rotundo, porque las ideas se percibirán con mayor nitidez igual que se percibe un sonido en medio del silencio. Y después de cenar, cada uno se tumbará en su cama, usted con una hoja de papel, ...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Nota del editor
  4. CORRESPONDENCIA
  5. Notas