CLAUSTROFOBIA
MENOS UN AÑO
En la casa de mujeres todo el mundo está de un humor de mil demonios.
Primero, la profesora de piano de mi hija. Luego, mi madre.
Después, la asistenta.
Algo ocurre con nuestro descontrol, no hay hombres para vigilarnos. ¿Y si esto nunca para?
MENOS CUATRO AÑOS
El aire, tanto dentro como fuera de la casa de mi madre, huele a carne frita. No podemos hacer nada para deshacernos de él.
Mi madre vuelve a la cocina, desde ahí siente su control extenderse por toda su casa. «Los yogures», dice. «Alguien los ha apilado. ¿Quién se ha comido uno?», dice, dirigiéndose a mí como si yo debiera saberlo, ya que, aparte de ella, ¿no soy yo la mujer de la casa?
«¿Has rallado ya algo de queso?», le dice al rallador vacío, que está limpísimo. El rallador no contesta. Se está dirigiendo a mí. Mientras ella hacía la compra, había dejado la cocina en mis manos, y yo he preparado el almuerzo para las esposas de mis hermanos y sus hijas.
Mi madre dice: «Podemos almorzar la cena, o cenar la cena. ¿Qué prefieres?». Si me como ahora la cena, no tendré que comérmela luego. Aunque podría. Tengo que parar de comer. Pero ¿me atreveré alguna vez a comer lo suficiente para querer parar? De perfil empiezo a parecer un tonel al que le asoman unos prominentes pechos elevados merced a algún artilugio, mientras que todo lo demás cae —¡en picado!—, como una cascada. Desde que estoy aquí, como más, saqueo la nevera cogiendo a hurtadillas cucharadas de crema, aceitunas, a pesar de que mi madre tiene todo en cantidades industriales y todo ello lo da gratuitamente. Y bebo, a pesar de que nadie se da cuenta de mis noches frenéticas de alcohol. El vino lo compro yo, eso no es lo suyo. No ve lo rápido que el brillante cerco se desliza botella abajo. El sonido de un corcho, la respuesta: la cena para almorzar. Mientras tanto, está soltando palabrotas porque la sopa se le ha pasado, como la vida. Y la muerte.
Mi madre reubica la comida que prepara endosándosela a la esposa de su hijo y los hijos de ambos; un trabajo, el de cargar a los demás con cosas, que lleva haciendo desde mucho tiempo atrás. Mientras mi hija jovialmente me da patadas por debajo de la mesa, mi madre ayuda a la tercera hija de mi hermano a concentrarse en lo que tiene delante, a que deje de concentrarse en cualquier cosa que no tenga delante de ella, hasta que sólo existe lo que está frente a ella y luego ya no estará.
«Está rica», dice mi madre.
La niña dice: «No sabe rica».
«Hay mucha más ahí dentro», le dice a la primera hija de mi segunda cuñada, que le devuelve la leche.
Lo que le está queriendo decir es que se la beba. Nada quiere decir lo que dice.
«Se echará a perder.»
Mientras tanto, yo no puedo beber, tengo la nariz taponada con algo. No puedo beber, pero tampoco aspirar el aire. Algo irrumpe en el interior para rellenar los agujeros antes que el aire.
Mi madre saca el bizcocho del molde, lo mide y, con el cuchillo planeando sobre éste, se gira hacia mí:
«¿Crees que él querrá un trozo mayor?»
«Mamá, ya no estoy casada.»
Mi madre se quita el anillo de bodas para fregar los platos. No se quita el delantal para comer. Ella friega, yo seco. Se me ocurre pensar que haría esta tarea mucho mejor si no estuviera aquí haciéndola. Puede que mi madre, que está fregando a mi lado, piense lo mismo. El detergente para fregar los platos huele a caramelos. Mi olfato me dice que se trata de jengibre y melocotón. Huele a algo que todavía deberíamos estar comiendo. Parece inoportuno: debería oler a algo de después, sea lo que sea lo que venga después. El lavavajillas ronza los restos de comida como un borracho poniéndose tibio de cócteles bajos en alcohol en una soporífera juerga.7 El tiempo empleado en fregar supera al de la consumición. Por añadidura, están la preparación, la compra…
A mi madre le gusta atiborrar el frigo sin parar. Yo prefiero la sensación que tengo cuando la nevera entera se aligera. Me angustia que nos comamos todo (bueno, quizás no las conservas o los condimentos) antes de reaprovisionarla. Cuando mi madre recurre a mí con el fin de cocinar para sus invitados (algo para lo que recurre a mí pues, aparte de ella, ¿no soy yo la mujer de la casa?), me angustia —en especial— redistribuir la comida que sé que los comensales han rechazado anteriormente: restos, piezas anómalas, zanahorias cocidas, una cucharada de salsa picante, un solo albaricoque en almíbar. Los reubico introduciéndolos en estofados, patés y otros platos. Estas añadiduras no están en las recetas originales y, en ocasiones, arruinan una comida, pero de un modo que los comensales apenas pueden identificar.
Soy consciente de que estropeo las cosas principalmente por pura geometría.
«¿Calabacín para la cena?», empieza ya mi madre, «¿te apetece asado y relleno con nueces?» Esto no es una pregunta.
Soy vegetariana; siempre hay una única opción.
No hay respuesta para esto, no se espera ninguna. No existe un «no».
Pero estoy muy contenta de estar aquí, en esta limpia casa en la que siempre huele a comida. El hogar es un ensayo, y con ello me refiero a una répétition, como en francés: tanto lo que está tras el telón como lo que hay enfrente, una tarta de cerezas rellena con la misma sorpresa repetida en bucle. Se confirma a sí misma; ha de confirmarse a sí misma.
MENOS TRES AÑOS
Al regresar, la casa todavía está llena de objetos útiles que ella no emplea ya: un antiguo cepillo del pelo (probablemente el pelo que hay en él sea de mi abuela). ¿Qué le hemos comprado a ella sus hijos, sus nietos? A la mayoría de las cosas no les da uso, pero le gusta el exterior de los regalos y, fugazmente, lo que hay en su interior.
Ahí está (la foto de mi madre, de joven): ¿qué defecto se le puede sacar? Yo, sin la gran nariz, sin la rotunda grasa femenina. Cuando vivía con ella, yo estaba gorda tanto en la adolescencia como al salir de ella. De ese modo, mi madre estaba segura de que no me podría mover.
Arriba mi madre tiene cientos de atuendos. Se ha comprado varios nuevos para la ocasión. Pero ¿se los pondrá?
«Mamá, deberías ponerte lo que tú quieras.»
«La cosa cambia cuando tienes que salir con él diciendo: “¡Este trapo viejo otra vez!”.»
Las pastillas de mi padre están en su mesilla de noche. Redondas, marrones, relucientes. En un primer momento, pienso: un bote de píldoras de chocolate, deliciosas con sus cascarones de azúcar. Me como una onza de chocolate para no tener hambre después. Aquí, aunque sólo haya venido para un fin de semana, estoy engordando. Me lo noto en las piernas.
Los pijamas de mi padre están en la cama, él mismo aplanado, un chiste aplastante. Los palitos aromáticos de la mesilla de noche exhalan un olor a orina y caramelo. El techo es bajo. Si respiro, el aire que inhalaré será sólido. Las revistas de mi madre están en su mesilla de noche. En ellas aparecen mujeres que padecieron cáncer, pero no murieron. Ahora lucen centelleantes vestidos y un lápiz de labios mate. Les hacen entrevistas, sus rostros resplandecen. Es Navidad (aunque no es Navidad).
«Justo lo que acabo de decir», dice mi madre, si bien lo que dice es algo que no recuerdo que haya dicho antes, al menos no a mí.
Pero, madre, me estás copiando: te compraste ese par de zapatos nuevos, ¿verdad? Aquí estás, en tu octogésimo cumpleaños, una vez más sacando del caparazón a la que fuiste. ¿Acaso no sabes el esfuerzo que he hecho para no ser como tú?
¿Por qué me siento aquí, paralizada, en tu cama hecha? Podría caminar. Esto es el campo, y esto es lo que se hace aquí. Pero no hay adoquines en la calle desnuda, no hay aceras en los campos, sólo unos tortuosos senderos privados más allá de las señales de prohibido el paso. En el pueblo, la fruta cae de los árboles en todos los jardines, los inquilinos estivales ya se han marchado. Mi madre no se entera, vive en el interior, encerrada tras una doble vidriera, mientras que fuera todo está pereciendo para nuestro disfrute: el trigo, los pájaros, las ovejas; los cuales pronto serán sustituidos por nuevos pájaros, trigo y nuevas ovejas, todo ello para nuestro deleite. Pero no así los árboles, pues éstos viven más tiempo. Quizás nosotros seamos su entretenimiento.
La víspera de la fiesta no puedo dormir. No ser capaz de respirar es el resultado de dormir en una habitación que carece de esquinas. Me sucede de noche cuando me vuelvo a despertar en el dormitorio blanco en la cama blanca con colchón de espuma viscoelástica y postigos blancos en las ventanas, eso suponiendo que haya ventana, ya que, de haberla, estará demasiado lejos. Ésta se aleja, muestra sólo un pedazo de cielo, tiene barras de metal blanco en su centro. El pasador del postigo no se desatrancará, por más que intentemos descerrajarlo. La puerta se ha encogido hasta el ojo de su cerradura. Debo quedarme inmóvil, si no, seguirá encogiendo más. Si respiro aquí dentro, el aire se volverá sólido. No es que no pueda respirar, es sólo que he de elegir entre expandir mi pecho o contraerlo. ¿Hacia dentro o hacia fuera?, ¿por cuál debería decidirme? Si no tomo decisión alguna, puede que me muera aquí mismo. He de guardar la calma si quiero salir de aquí. No es que esté convencida de que las cosas sean mejores ahí fuera; aun así, me pongo la chaqueta, los vaqueros, abro la puerta. Son las 2:18 de la madrugada. Todo está en silencio, y yo estoy en el campo. Puedo respirar, pero sólo un poco.
«¿Me has hablado?», me pregunta, incluso aquí. «¿Decías algo?»
MENOS DOS AÑOS
El cielo será uno de esos programas en los que todas las personas de tu infancia aparecen para representar de nuevo los momentos más felices. Tendrás que adivinar quiénes son a partir de sus voces o a partir de su descripción de algo ocurrido antes de que aparezcan. Sentirás un continuo desasosiego. Cuando los veas, habrán cambiado, aunque tal vez no lo suficiente. Yo, por ejemplo, ya no estoy gorda. Me olvidé de seguir siendo gorda. Ahora mi familia no puede adivinarme. Entretanto, mi madre ha ido poniéndose oronda. Es como si su cuerpo se hubiera añadido a mi cuerpo y luego nos hubieran dividido. De haber tenido arrestos, habría continuado gorda por más tiempo.
Mis cuñadas han venido a la fiesta, la cual no debería llamar «fiesta». Nos vemos de cuando en cuando para ver cuánto ha envejecido la otra: eso es la familia. Sigo tratando de ponerme a vuestra altura, pero vosotras mantenéis la distancia: así son los años. Sois tantas y, sin embargo, seguís encarnando exactamente esa madurez que pensé que yo alcanzaría, con todos esos atributos que, de manera envidiable, había de madurez en vosotras: las blusas de encaje con guarniciones en la pechera para guardar el decoro, las lentejuelas, como para salir por la noche, el pelo estropajoso, las rebecas enmohecidas con hongos de características sexuales secundarias. Sobrecargadas con turgentes bordados y mustios volantes labiales.
Ahora que estoy delgada me admiráis, aunque ya no os gusto. Soy vieja, casi tanto como vosotras, y sé que una mujer no es su ropa: es el cuerpo que hay dentro del vestido o lo que alguien podría imaginar que es su cuerpo. Un hombre no se interesa ni por la talla de un vestido, ni por su diseñador ni por si es de seda verdadera o no, aunque me figuro que todo esto compensa alguna cosa. He descubierto que, incluso en lo que hay debajo, soy reemplazable. Podrías emplear a alguien para que fuera yo y obtener lo mismo, tal vez aún mejor, si tuvieras dinero para ello.
Cuñadas mías, habéis venido todas, hambrientas, para ver la última aparición de mi padre y, no obstante, os admiro a cada una de vosotras. Lo que más me cuesta es admirar a vuestra suegra. Es maja, pero no es mi tipo. «¿Viste el programa del perro?», se dicen unas cuñadas a otras. «Cuando éste…» «¡Santo cielo!» Lo suficientemente exhaustas como para mostrar compasión por meros animales, comen bombones de una bolsa decorada con caramelos antropomorfos. Crac. Se quitan las pulseras antes de acercarse al bufé: clac.
Sin hombres no parece una fiesta. Pero está mi padre, ¡al que han traído en una especie de carrito de la comida con ruedas! Está en una caja, rodeado de algo hecho con una manga pastelera, quizás crema o patatas duquesa, aunque podrían ser claveles. Tan mudo como siempre, luce un traje oscuro y parece como si todavía estuviera caliente. Igual que un salmón entero cocinado para Navidad o una boda, su última postración es sólo un plato más. Mis cuñadas están encantadas con esta proeza culinaria. Pero ¡no os preocupéis!, ésta no es la clase de comida que se come, sólo se admira. Al igual que sucede con una tarta de cartón piedra, lo fundamental es que parece que, en cualquier momento, algo saltará desde su interior. Mis cuñadas aguardan. Saben muy bien que la caja no es comida, sino mero cartón y un glaseado, pero es cortés actuar como si lo fuera.
Creo que, en un momento dado, dejé de respirar o me quitaron el habla. No consigo recordar qué pasó con la caja. Luego, no quedó rastro alguno de los claveles.8 Mie...