II
Mi abuela que nació en Marruecos
Yo tengo algo de moro porque mi abuela Regla nació en el norte de Marruecos, en Castillejos, a 7 kilómetros de Ceuta. El padre de mi abuela había dejado Cádiz para irse de encargado a una fábrica de ladrillos en aquella población marroquí y se casó con una maestra, también gaditana.
Mi abuela vivió 22 años en ese pueblo, hasta que conoció a mi abuelo Lorenzo, que era capitán de la Legión, y se casaron y se fueron a vivir a Ifni.
Mi abuela es muy simpática y me cuenta historias de su vida en Marruecos cuando era pequeña, de que en su casa tenían un huerto y gallinas, y aunque no tenían nevera, no importaba porque el pescado se lo traían fresco, recién pescado.
También me cuenta que mi padre nació en Ceuta, durante un permiso, que son las vacaciones de los militares.
A mi abuela Regla la adoro, tengo mucha relación con ella, me lleva a misa y me presenta a sus amigas como si yo fuera su mejor trofeo. La acompaño a las procesiones y a los conciertos de la banda de música y cuando la parroquia organiza comidas en el parque siempre compra una entrada para mí.
Mi abuelo Lorenzo es muy mayor y está muy sordo y tengo que repetírselo todo muchas veces porque no me entiende, pero no me importa. Nos saludamos juntando las palmas con fuerza y abrazándonos con enérgicos golpes en la espalda. Cuando era pequeño me asustaba, pero ya estoy acostumbrado.
Me gusta comer en casa de mis abuelos porque es una familia muy grande y posee el bullicio del cariño. Mi padre y mi primo Pablo cuentan chistes que yo no entiendo, pero me río de oírlos reír; mi tía Marian, que es profesora de educación especial, tiene la misma forma de hablarme que mi psicóloga Raquel, con mucha ternura a la vez que no pierde ocasión de darme alguna enseñanza; con mi tía Pilar voy a nadar durante el invierno a la piscina cubierta y es la única que me llama Tesorito; mi tío Jose es el más callado, seguramente porque siempre le duelen los pies; mi tía Rocío, que vive en Madrid, es mi preferida porque en todo momento está atenta para que yo esté a gusto: si estamos en el campo y hace mucho sol, ella se preocupa de ponerme a la sombra; si hace frío, de buscarme un jersey; si me atiborran a patatas fritas se enfada, y siempre que viene a Cuenca me lleva de paseo. A mi tío Loren lo veo menos porque vive en Ibiza, pero también es mi preferido.
Mi familia es mi colchón, el más blando y cómodo que existe. Con mi familia soy feliz. La casa de mis abuelos siempre exhala un olor a banquete, a comedor de domingo, y cuando me acerco entre semana respira la laboriosidad de mi abuela y sus costuras y el sueño cada vez más acusado de mi abuelo, sentado siempre en su sillón. Desde pequeño las casas de mis abuelos eran mi propia casa. De mi abuela Lita, que murió cuando yo tenía 14 años, guardo en mi estantería una campanita que me daba para jugar, tumbado sobre una colcha que extendía en el suelo de madera. Aquel suelo que desprendía un fuerte olor a cera.
Toda mi familia ocupa un ámbito propio vedado por mí. Es mi círculo de intereses y secretos. Estoy atento a su latido y por eso sé cuándo uno va de viaje, cuándo el otro enferma, si un primo se examina o una tía está triste. Observo sus ruidos y sus silencios y voy trazando mi propia melodía sobre ellos.
Los moros
Estamos en la aduana de Nador. Es un lugar ruidoso que me atrona la cabeza.
Manuel me sugiere que vayamos a hablar con los moros mientras el equipo soluciona el papeleo en las oficinas del puerto.
Y nos ponemos a hablar con un grupo de moros que están sentados en un café. Entre ellos hay un sacerdote, al que llaman imán. Me dice que las ventanas de la casa son los ojos, pero que yo veo con los ojos del corazón. Otro moro nos pregunta si comemos cerdo y si bebemos alcohol y le dice a Manuel que tenemos que cortarnos el prepucio. No sé qué es eso, no le hacemos caso y nos ofrecen un té moruno, calentito y muy dulce, como el de mi abuela Regla.
Tardamos cuatro horas en pasar la aduana y por fin nos montamos en el tándem y nos dirigimos al centro de Nador atravesando un mercado abarrotado de gente. Hay un olor muy fuerte, una mezcla de especias y caca de caballo, oigo rebuznar a un burro, hablar en árabe y mucho ruido de carros, de hombres que vocean y de motos. Y entretanto nuestro tándem se mueve como puede sorteando los obstáculos. Damos varias vueltas en círculo intentando encontrar un lugar donde comprar un mapa, pero no lo conseguimos y decidimos ir al hotel, donde nos espera Ibrahim.
Ibrahim es bereber y va a ser nuestro guía en Marruecos. Conoció nuestro proyecto a través de un amigo español y se ofreció a acompañarnos y enseñarnos su país.
Nos hemos hecho amigos enseguida, es muy atento y muy tranquilo y aunque habla español, quiere enseñarme palabras en árabe.
Desde el primer día Ibrahim ha sabido tratarme. En el hotel de Nador nuestra habitación está en un cuarto piso, pero el ascensor solo llega hasta el tercero y, por lo tanto, hay que subir un piso andando. Subimos, y al bajar mi hermano me pone la mano en la barandilla para que descienda por la escalera los cuatro pisos. Manuel se adelanta y yo me quedo con Ibrahim, que me observa y baja a mi lado sin ayudarme. Se ha dado cuenta de que mi hermano me deja solo y él hace lo mismo. Agradezco las personas que no me agobian.
Pedaleando en el caótico tráfico
Salimos de Nador por una carretera llena de rotondas, con muchos camiones, mucho polvo y un fuertísimo bochorno.
Es nuestra primera etapa en Marruecos. Tenemos que hacer 75 kilómetros en cuesta.
Nos untamos la cara con crema protectora y llenamos de líquido las Camel-bak. Son unas bolsas con agua y zumo que llevamos a la espalda y que se conectan con la boca a través de un tubito por donde vas sorbiendo.
También hemos ajustado los relojes porque aquí es una hora menos que en España. Es algo a lo que presto mucha atención porque me pone muy nervioso si no suenan a su hora.
Los coches pasan rozando al adelantarnos y el sonido de los cláxones es irritante. La carretera avanza pegada a la vía del tren y, según me cuenta Manuel, es un lugar inhóspito, un paisaje de tierra sin montañas, que sin llegar a ser desierto tiene el mismo desamparo.
Pasan unos tractores que nos saludan al tiempo que nos lanzan una nube de polvo y saltamos al arcén dando botes. Me dice Manuel que esté muy atento y dispuesto en cualquier momento a salirnos del camino. Son las doce del mediodía, el sol me quema la cabeza, pero no podemos parar porque mi hermano dice que no hay una sombra donde guarecernos.
Encontramos por fin un árbol solitario que nos esconde del sol. Comemos un tentempié, pero de nuevo continuamos en busca de un lugar donde pasar las horas de calor.
De vez en cuando nos echamos agua por la cabeza, pero el cráneo mojado aún se calienta más.
Finalmente conseguimos descansar bajo la techumbre de una gasolinera. Nos tumbamos en el suelo sobre esterillas y nos quedamos dormidos. Cinco horas de descanso esperando que pase el insoportable calor.
Me dan de comer un bocadillo de cordero con patatas fritas y me doy cuenta de que los trinos de los pájaros apenas me han dejado dormir. El techo bajo el que reposamos está plagado de pájaros. Estoy sucio y parece que los granitos de las piernas siguen infectados.
Al caer la tarde emprendemos de nuevo el camino.
Cuando paramos, Natasha, que ha estado escuchándome por los cascos, se acerca y me pregunta qué ha pasado. Mientras se lo cuento, otra vez me río: «¡Nos han llamado gilipollas!».
Mi oído absoluto
El hallazgo de la música como parte de mi terapia dio mucho de sí para experimentar y descubrir hasta qué punto tenía dotes. Cuando empecé a tocar el piano jugaban conmigo a adivinar las notas. Pulsaban varias teclas a la vez y yo tenía que acertar cuáles eran. Conseguía descifrar cinco notas a un tiempo. Intentaban complicarlas, pero yo respondía siempre, y llegaron a la conclusión de que tenía oído absoluto.
Mi madre cuenta que por las noches –como me costaba mucho conciliar el sueño– tarareaba las melodías que había escuchado por el día y no olvidaba ninguna nota. Eran piezas de música clásica que se habían grabado en mi memoria.
Cuando íbamos a casa de mi tío John, me metía con él en su cuarto mientras ensayaba con el violonchelo. Me sentaba en el suelo y escuchaba vibrar las cuerdas de su instrumento.
John sabía si me gustaba lo que tocaba por la forma en que movía la cabeza. Al parecer, cuando la interpretación era buena, mi movimiento era alegre.
La primera vez que asistí a un concierto en público fue para escuchar a mi tío John, que tocaba en la iglesia de San Miguel con un cuarteto de cuerda.
Yo era muy pequeño y estaba acostumbrado a tener muy cerca el violonchelo de mi tío. Cuando empezaron a sonar los primeros acordes, me levanté del banco con las manos extendidas para dirigirme hacia donde estaba el chelo y sentirlo cerca, tan cerca como lo sentía en su casa.
Pero no me dejaron. Mi madre tuvo que sacarme de la sala y explicarme lo que era un concierto y cómo había que comportarse. No lo entendí.
En la casa de John siempre sonaba la música.
Un día estaba sentado en la alfombra del salón cuando sonaron Las cuatro estaciones, de Vivaldi.
Me sobresalté, me puse muy nervioso; no quería escuchar aquello. Mi tío se extrañó.
Enseguida cayó en la cuenta de que la versión que estaba sonando era una versión barroca, diferente a la que yo conocía, que correspondía a una interpretación más común.
Estaba enfadado porque aquel Vivaldi no era el que yo había escuchado siempre en mi casa. ¿Quién había cambiado mi música?
Aunque la anécdota más divertida de mi tío y de mí ocurrió un día en que mi madre y su hermana Pilar, la mujer de mi tío John, entraron a hacer unas c...