Las silenciosas islas Chagos
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Las silenciosas islas Chagos

  1. 200 páginas
  2. Spanish
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Las silenciosas islas Chagos

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La peor consecuencia del exilio es acaso la condena a vivir en el pasado. A añorar personas y circunstancias que ya no son como eran. A pensar incesantemente en un regreso que el paso del tiempo va volviendo impracticable. En esta novela a la vez vigorosa y sutil, Shenaz Patel presenta con empatía la condición de los desterrados de las islas Chagos, en el océano Índico, a través de la mirada de tres personajes memorables: Charlesia, la rebelde que se niega a aceptar que el exilio es definitivo; Raymonde, anulada por una tristeza que no degenera en resignación, y Desiré, el joven para quien la perdida tierra natal es un sueño ajeno. Denuncia de la crueldad de la Historia, la narración es también una exquisita fábula del poder creativo del recuerdo.

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ISLA DE MAURICIO, 1973

En la garita, a la entrada del puerto, hay seis fotos pegadas a la pared, a la altura de los ojos, justo al lado de la silla desde donde Tony vigila las entradas y salidas. Seis. Una por cada cumpleaños de su angelito. A veces, se dice que pudo hacer tenido otros más. Habría tapizado esa pared demasiado gris con sus rostros. Su mujer tuvo un aborto un año después del nacimiento de su principito, y el doctor no les dio ilusiones: no tendrían más hijos. Pero él estaba tan contento con éste, su regalo del cielo, como le encantaba repetir. Y su rostro risueño alegra suficientemente el horizonte de su garita.
El otro día, ella le dijo que su hombrecito era tan lindo como un pajarillo serín dorsigrís del cabo, pero que también empezaba a mostrar su insolencia. Es cierto que ella casi lo vio nacer y crecer. Han pasado siete años desde que Tony la vio por primera vez, parada en el extremo del muelle, escudriñando el mar como si quisiera surcarlo, y todavía sigue ahí. Regresa con regularidad. El surco en un extremo de la boca se ha acentuado. La tela gastada de su pañoleta roja revela algunas briznas de gris, allí, en la orilla de la frente. Pero su postura no ha cambiado. Siempre la misma forma de darle la espalda, como una muralla erizada de alambre de púas, a la ciudad que hierve detrás de ella. Se entrega por completo al mar y al cielo como si, de un momento a otro, fuera a caminar sobre el agua y di solverse en el azul. Eso se dice Tony, a veces, cuando el calor del verano en Port-Louis lo oprime hasta derretirle los sesos.
En uno de aquellos días se decidió a hablarle para ofrecerle un poco de agua. Ella se había quedado tanto tiempo en ese muelle que él sudaba con sólo mirarla. No rechazó la botella que le ofreció. Una especie de código implícito parecía haberse establecido entre ellos. La dejaba entrar y salir sin hacerle preguntas. A veces, entablaba una conversación cuando ella salía. Casi nada. Algunas palabras acerca del estado del tiempo. Al principio, no se dignaba a responderle. Después, se permitía asentir con la cabeza, gruñir para manifestar su asentimiento, algunas palabras. Un sí, un no, un quizá. Hasta el día en que él le enseñó las fotos de su pequeñito. Eso la hizo sonreír, o casi. Su último hijo también era un poco así, dos años más grande. Sabía evidentemente mucho de niños y él empezó a pedirle consejos sobre la bronquitis, las muelas que brotan a duras penas, las primeras pesadillas.
Ella le preguntaba sobre el puerto, sobre sus hábitos, sobre las llegadas y salidas de los barcos. Un día, debió de ser en 1969, pero no recuerda con precisión el mes, ella se abalanzó hacia él muy agitada.
Ki été sa bato la?
Ki bato?
Sa gro bato dan milié la rad la?
Sospechaba que ella querría saber más sobre el barco que había arribado el día anterior. Se llamaba MV Patris. Un navío de clase media con aires de crucero de lujo. Un paquebote un poco viejo, con comedores, salón de baile, piscinas separadas para grandes y pequeños. Provenía de Yibuti y hacía escala en Mauricio en camino al este. Con un brillo en los ojos, ella le preguntó:
Li pa al Diego sa?
Se rió. ¿Diego? No, ese barco definitivamente no iba hacia allá, no iba hacia el norte, más bien hacia el sur, más lejos, hacia Australia.
Lostrali? Ki été sa?
Ella nunca había oído hablar de ese lugar. Él le explicó. Al menos lo que él había entendido. Se trataba de un nuevo El Dorado adonde iban a probar suerte algunos mauricianos, a los que la independencia asustaba. Preferían permanecer como colonia británica a un cambio que, para cierta gente no era sino un intento de indianización de la isla y de sus habitantes. El MV Patris transportaba una burguesía media creol que prefería vender todo y abandonar su tierra en lugar de tener que contar en rupias. Marcharse a Australia, para no correr el riesgo de volverse aborígenes en el país del dodo.
Tony repetía una frase leída en un periódico, que se elevaba contra esa campaña “ridícula y antipatriótica”. Pero Charlesia no le preguntó el significado de “aborigen”. De hecho, parecía ya no escucharlo para nada, porque estaba absorta en el espectáculo que se desplegaba frente a ella.
Como no quería perderse ni un instante de lo que sucedía allí, regresó tres días seguidos. El primero, pudo distinguir mujeres de rasgos finos que llevaban pañoletas oscuras y hombres con gabán de aspecto cansado, que circulaban por el puente inferior. Griegos, sin duda, le dijo Tony. El día siguiente fue de mucha agitación. Barcas cargadas con cajas y baúles fueron y vinieron todo el día, entre el muelle y el Patris. Por último, el tercer día fue de adioses. Una multitud invadió el muelle desde las primeras horas de la mañana. Un poco al resguardo, Charlesia presenció los abrazos, los besos, las recomendaciones, las lágrimas de unos y la emoción de otros, en medio de los niños que corrían persiguiéndose en todas direcciones. Algunos pasajeros, a bordo, miraban la escena desde lo alto de los pasillos. Charlesia se sintió afectada por la extraña mezcla de melancolía y optimismo forzado que emanaba de ese lugar. Se quedó allí, a algunos metros de los pañuelos agitados y los gritos.
Otros barcos vinieron y se fueron. Buques de carga con enormes contenedores repletos de mercancías. A menudo, también veía cómo las embarcaciones pesqueras de China picadas por el óxido se alineaban al principio de la ensenada. Se erguían ahí, plácidas, con poca prisa de irse, al igual que sus marineros de ojos rasgados, mirada hosca y andar elástico, que peinaban las aceras de las putas en la zona roja de la capital. A ella no le gustaban esos barcos. Sentía confusamente que estaban habitados por demasiados gritos, ecos de golpes o ásperas luchas cuerpo a cuerpo, que parecían surgir del casco, rebotar contra el metal de la cubierta para ir a colgarse en el revoltijo de acero de esos mástiles sin vela ni viento. Esos barcuchos apestaban a pescado y a violencia.
Eso no le impidió regresar, de vez en cuando, con la creencia de que quizá, por fin, el Mauritius o el Nordvaer aparecerían. Hoy está allí de nuevo. Se enteró, por un estibador que vive en esa misma ciudad, de que un barco proveniente de las Chagos está en rada desde hace dos días y de que sus ocupantes no quieren bajar. Se abalanza hacia el puerto. El hombre tiene razón. Ahí está. Charlesia reconocería entre miles al Nordvaer, con su casco blanco y su porte engreído.
Pero no logra acercarse, las barreras se lo impiden y Tony no está allí. Sólo hay hombres con sus trajes militares verdes que se niegan a escucharla.
Les mo pasé. Mo bizin pasé!
Por más que grita que la dejen cruzar la barrera, no quieren escucharla. Dios mío, el barco se irá y no estará a bordo, se marchará sin ella, no es posible, debe encontrar la manera de subir a bordo, tiene que hacerlo, tiene que hacerlo.
De pronto, dos hombres se acercan para mover una barrera. Ya entendieron, la dejarán subir. Pero unas fuertes manos la mantienen a un lado mientras un convoy de camiones se aproxima al muelle en dirección al Nordvaer. Las barreras se cierran de nuevo.
Algo va a suceder, Charlesia lo presiente. Unos hombres dialogan. Largos minutos transcurren. De repente, una mujer aparece en la cubierta. Avanza con cautela, casi con temor. Está encogida sobre sí misma, sobre su pecho. Parece llevar algo, se diría una cobija, que aferra entre sus brazos como uno cargaría... Dios mío, un bebé, es un bebé en pañales que ella protege contra su pecho. Charlesia la mira. Conoció a una mujer que se le parecía. ¿Cómo se lla maba? ¿ Rolande? ¿Rosemonde? No, Raymonde. Sí, Raymonde. Vivía en Salomón y se conocieron un día en la enfermería de Diego.
Charlesia se aferra a la barrera. Quiere llamarla, hablarle, preguntarle qué sucede, si sabe dónde están su suegra y su cuñada a quienes no ha v...

Índice

  1. ISLA DE MAURICIO, 1968
  2. DIEGO GARCÍA, 1963
  3. DIEGO GARCÍA, 1967
  4. ISLA DE MAURICIO, 1973
  5. AVISO LEGAL