Cuaderno esclavo
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Cuaderno esclavo

  1. 148 páginas
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Cuaderno esclavo

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"No existe el amor heroico, porque en el amor no puede haber hazañas. El heroísmo solo existe en la esfera social, nunca en la esfera personal", escribe el narrador de este libro, un joven traductor que, tras abandonar su trabajo en la industria minera y poner fin a su relación de pareja, viaja a Brasil para visitar a un amigo de infancia.El viaje es una travesía geográfica, lingüística y emocional, en la que el protagonista desenreda los recuerdos de otros amores, otras amistades, otros libros y otras canciones. A medida que se deshilvana esa madeja que constituye la memoria, el relato hace hincapié en la vida como una suma de pérdidas. Porque crecemos de manera distinta, porque los excesos nos pasan la cuenta, porque los desengaños se hacen demasiados: múltiples causas alejan al protagonista de las personas con que guardaba hasta hace poco una relación estrecha, llevándolo a afirmar que "nadie está constituido por otra cosa que momentos, fotografías fuera de foco de una identidad en fuga".Al igual que en Alameda tras las rejas, en Cuaderno esclavo Rodrigo Olavarría diluye las fronteras de los géneros literarios. El viaje a Brasil se fusiona con recuerdos universitarios y de su vida en el sur de Chile, y todo esto se ve atravesado por anotaciones en torno a lo que él llama "Notas para una antología de la forma", que son reflexiones de otros autores –Gombrowicz, Alfred Jarry, Flann O'Brien, Flaubert– sobre qué tienen en común el arte de la novela y la concepción de identidad. De esta forma, el libro contiene una serie de preguntas que cuestionan lo que estamos leyendo: ¿es este un testimonio? ¿O un diario? ¿Podemos llamar a esto que estamos leyendo, una novela?

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Información

Editorial
Hueders
Año
2018
ISBN
9789563651591
Categoría
Literatura
(Santiago-Río de Janeiro-Santiago)
Enero-Octubre, 2007
Estaba sentado en un bar de Plaza Ñuñoa esperando a E para pactar los términos del fin de nuestra relación. Tomaba una cerveza y hojeaba el prólogo de Stephen Spender para Bajo el volcán, me sentía comprometido con la vida y estaba tomando notas como esta: “El poeta es un instrumento de la sensibilidad en el cual actúa la situación en que vive (...) su trabajo es la creación de una obra objetiva en la cual el orden del pasado esté recreado, bajo una forma que refleje la fragmentación del presente”.
Digo que íbamos a juntarnos para pactar los términos del fin de nuestra relación, pero la verdad es que en ese momento no sabíamos qué íbamos a hacer.
Anoté en mi cuaderno: “Hay que pensar en contra de uno mismo y vivir en tercera persona”. Terminé de escribir esa última línea y ya sentía la certeza de haberla leído en algún otro lugar. Estuve a punto de llamar a la Rebeca para que me confirme si era o no de Pessoa. Qué hacer. Crear una obra objetiva en la cual el orden del pasado esté recreado, bajo una forma que refleje la fragmentación del presente.
Un poco más adelante, en el mismo libro, Spender cita a Ezra Pound: “El artista busca el detalle luminoso y lo presenta. No comenta”. El satori, el detalle luminoso y la epifanía, esos momentos que experimentamos todos, esos flashazos donde el universo parece susurrarnos al oído y hacernos parte de algo. Sin ningún comentario.
Pagué, terminé mi cerveza y partí hacia al lugar que fijamos para vernos, un restorán árabe que era algo así como “nuestro restorán árabe”. Ella ya estaba sentada allí, escribiendo en uno de varios cuadernos repartidos sobre la mesa. Cuando me senté frente a ella vi que estábamos arruinando algo al venir precisamente a este lugar para tener esta conversación, pero ya era tarde. La miré a los ojos y supe que algo había muerto. Ese fue también el momento en que se hizo obvio que era yo el que debía terminar.
Mientras la conversación sobre nuestra ruptura se alargaba con frases vagamente amorosas, amables e innecesarias, solo podía pensar en irme a la mía, recuperar algunas cosas imprescindibles, volver a mi casa, echarme en la cama y ver el final de la primera temporada de Roma.
Al dejar mis cosas sobre el escritorio descubrí que no tenía mi cuaderno de notas. Pensé que quizás lo había dejado en la casa de E. La llamé y dijo que no lo veía por ningún lado, pero que si lo encontraba me avisaría. Ella sabe que es un cuaderno importante, llevo casi un año peleando con esas 200 páginas en blanco y esa portada donde pegué un adhesivo que reza: “Keepin’ it real”.
Ojalá el cuaderno esté en su casa, pero no tengo ninguna seguridad al respecto. Hace apenas una semana iba leyendo en un colectivo una edición anotada de los sonetos de Shakespeare y, de algún modo, me las arreglé para perderla y recién al día siguiente darme cuenta. Por mientras, tal como hice con las primeras cuatro anotaciones de este cuaderno, intentaré recuperar lo perdido.
Es cierto que quería ver la escena de la muerte de Julio César y que no quería seguir sentado frente a E, pero también es cierto que, al mismo tiempo, quería detener todo el proceso que habíamos echado a andar, decirle alguna verdad o hacerle sentir que estaba esforzándome por decirla. No callar por cuidarla o cuidarme. A esas alturas daba lo mismo, pero me quedé callado, dejé que todo se desmadejara y luego escribí sobre ella como si me diera lo mismo.
No me gusta el cinismo de las líneas donde digo que lo único que quería era ver el final de Roma. No quiero recaer en ese ejercicio, que podría con facilidad instalarse no solo en mi forma de abordar el fin de mi relación con E, sino también intoxicar este cuaderno, un espacio donde la impostación está prohibida. Desde ahora, me propongo no aceptar la tentación de recaer en frases hirientes o burlescas, es decir, mirar dos veces antes de fingir distancia e ironizar solo si se trata de contribuir a la comedia. Puede que se trate de una batalla perdida, pero partamos por algo. Partamos por decir que me siento derrotado. Siento que he fallado pese a nunca haber sentido la confianza de los que inician una relación esperando envejecer juntos. Siento que he sido traicionado y, al mismo tiempo, que este sentimiento es injusto.
Hace tres años habría escrito un poema sobre todo esto, quejándome en delicados yambos de la incapacidad de tres nervios abdominales de producir un nirvana duradero, de la ilusión de los que fingen no saber que vivimos en una guerra irreconciliable entre el rico y el pobre, el hombre y la mujer, el adulto y el niño, el nonato y el cuerpo de su madre. Quiero que mis versos abandonen la ternura. Sin éxito, me he repetido que también voy a cantar a la guerra cuando se agote el asunto con esta mujer, cuando sea hora de proceder in a more stately manner.
Escucho las efemérides en el colectivo, hablan de Gutenberg y Ariosto. Al escuchar las fechas de creación de la imprenta y del nacimiento de Ariosto me cae la teja: puede que Orlando furioso sea la primera obra importante escrita con la conciencia de la existencia de la imprenta. Una obra apoteósica y terminal, el Kill Bill de las novelas de caballería.
Recapitulemos. Llevo 14 meses trabajando en Cooper, una empresa relacionada con la fabricación de tuberías para la gran minería, soy jefe de un equipo de tres traductores y cada fin de mes me veo sorprendido por la forma en que se abulta mi cuenta de ahorros. No es que sea demasiado, pero es una cantidad que nunca esperé ganar. Hasta hace poco tenía una novia, E, una mujer hermosa que conocí en la universidad, una mujer que tenía un novio cuando nos conocimos. No llegamos a vivir juntos y al cabo de un año ella seguía viviendo con su familia, estudiaba un magíster y hacía cientos de horas de clases en un colegio particular subvencionado. En el último tiempo, hace casi seis meses, empezamos a vernos cada vez menos y nuestros encuentros se limitaban a los miércoles en la noche y los fines de semana. Estaba insatisfecho, la extrañaba y empecé a considerar la posibilidad de acostarme con otras mujeres, sin llegar a hacerlo. Me dediqué a mi trabajo, a leer, a escribir, a ver películas y a tocar guitarra. Casi no veía a mis amigos. Ese era el estado de las cosas cuando supe que el proyecto minero en que estaba trabajando acabaría a mediados de diciembre. Estábamos en agosto. Un día le pregunté a E qué le parecía hacer un viaje cuando terminaran las clases en el colegio, pasar enero y febrero viajando, primero por Bolivia, luego por Perú, Ecuador y llegar a Colombia, quizás a Venezuela, si nos daba el tiempo. Eran dos meses y medio. Ella aceptó y la vi feliz, aunque no es el tipo de persona que fantasea con la idea de viajar. De hecho, no entiende a la gente que se la pasa de viaje, pese a que disfruta mucho los suyos. Es difícil de explicar, pero da lo mismo, todas las personas tienen particularidades incomprensibles y las suyas siempre me hicieron reír. Por ejemplo, nunca recuerda los nombres de las películas o los protagonistas, y su memoria solo retiene versiones deformes del argumento, de modo que El Padrino pasa a convertirse en la historia del tormentoso matrimonio de la hija de un mafioso y Taxi driver en la reconstrucción de la campaña de un candidato a alcalde de Nueva York.
El caso es que pasé los siguientes tres meses organizando el viaje. La idea me llenaba de entusiasmo: leí historia, contacté a amigos y amigos de amigos en todos los países que planeábamos visitar, tracé en el mapa una línea que iba de La Paz a Barranquilla y que pasaba por Copacabana, Puno, Cuzco, Nazca, Lima, Chiclayo, Huanchaco, Tumbes, Guayaquil, Quito, Cali, Medellín y Cartagena, contemplando cientos de hipotéticas paradas intermedias. Todos los fines de semana le detallaba a E los avances de la planificación, coincidiríamos con un encuentro de poetas en Lima, un amigo nos prestaría su departamento en Guayaquil, el amigo de un amigo nos sacaría a pasear por Medellín, cosas así. Un día le dije que teníamos que comprar los pasajes y fue exactamente ese el momento que eligió para decirme que quizás no era la mejor idea gastar nuestros ahorros en este viaje, que se le había ocurrido otra idea. Una amiga de su mamá arrendaba una casa en La Reina y nos la podría dejar muy barata. Dijo que era un lugar tranquilo, que podríamos tener un perro, instalar una piscina e invitar a los amigos.
Me indigné, discutimos y no compré el pasaje. Ese fue el comienzo de un distanciamiento progresivo que se alargó durante todo diciembre y que se manifestó en llamadas telefónicas cada vez más espaciadas, en encuentros que pasaban de una conversación desapasionada al sexo desesperado y luego a un silencio más o menos incómodo. Llegó la Navidad y la pasamos cada uno por su lado. Llegó la noche de Año Nuevo y la pasamos cada uno por su lado. Yo todavía la amaba pero no podía entender cómo era incapaz reconocer la legitimidad de mi decepción.
El poeta Alceo escribió: “No plantes ningún árbol antes que la viña”. Y Tucídides afirmaba que lo que separó a los pueblos mediterráneos de los bárbaros fue que aprendieron a cultivar las viñas y el olivo. El sueño de la viña propia es más que una buena idea, es una forma segura de pasar infinitas tardes soleadas bebiendo vino a la sombra de un árbol.
Le conté a Rô sobre el viaje sudamericano frustrado y que había terminado con E. Me dijo que lo lamentaba, que E era muy guapa y que le habría gustado conocerla, pero luego dijo que hasta cierto punto se alegraba y que esto era un castigo por ser un huevón cagado que nunca se había decidido a visitarlo en Brasil. Le dije que quizás era así. Él insistió y dijo que en los casi siete años que llevaba allá no me había dignado ir siquiera una vez, que yo era su mejor amigo y que, así y todo, año tras año, me las arreglaba para no ir a verlo, que incluso había llegado a inventar un viaje por toda la costa del Pacífico en lugar de ir a Río. Le pregunté si me estaba invitando y dijo que no necesitaba hacerlo, que solo le avisara cuándo llegaba.
Acabo de comprar mi pasaje a Río de Janeiro. Parto en tres días. Y, aunque no me importa lo que E pueda pensar, espero que no se lo tome a mal o que interprete mi viaje como una melodramática salida de escena. No podría estar más equivocada si lo hiciera.
Cerca de la esquina de Compañía de Jesús con Matucana hay un letrero enigmático: “Vástagos durocromados”. Cuando saqué mi cuaderno para tomar nota, recordé el siguiente verso, copiado hace quién sabe cuánto en el cuaderno perdido: “Por mala nigromancia perdió buena salud”. La reunión de ambas líneas me parece aterradora.
Estar a punto de viajar y haber terminado hace tan poco me hace sentir distanciado de lo que está pasando en Santiago. Es como si ya estuviera en Brasil, pero sobretodo he regresado a un estado emocional en el que experimento todo con una intensidad absurda. Tengo 27 años y ya estoy de regreso en tierras que no pensé volver a pisar, una vez más estoy en contacto con lo que buscaba cuando recién empecé a escribir. Esa época en que quería tocar con las palabras todo lo que me estremecía, nombrarlo y ponerlo en un lugar mental, como en un museo de historia natural, el museo del amor de Daniel Johnston o las anotaciones y dibujos de un naturalista viajero del siglo xix. Una época en que sentía que cuando escribía estaba poniendo por escrito lo que me habría gustado leer. Un libro que al ser hojeado me hiciera sentir como un Claudio Gay de las emociones, como una Marianne North de los afectos, o un Alexander von Humboldt del universo sensible.
Una idea frecuente cada vez que un árbol o un poste de luz se interpone entre mis ojos y un rostro. Una cita imposible de diferir con el amor o con la muerte.
Junto a la alegría de saber que voy a estar con mi amigo más querido en dos días, siento el miedo de descubrir que hemos cambiado y que la telepatía ya no ocupa el mismo espacio en nuestra relación. Sé que es normal sentir esto, no me angustia, es un miedo real.
Hoy, haciéndome el ánimo de partir a Brasil, busqué en internet Travels on the Amazon and Rio Negro de Alfred Russel Wallace y pasé media hora repasando las primeras impresiones que Brasil le produjo. Traduciendo el prólogo a la rápida, puedo afirmar que: “Siento un honesto deseo de visitar ese país tropical, de contemplar la exuberancia de la vida animal y vegetal que existen ahí, de ver con mis propios ojos aquellas maravillas cuya lectura me deleita en las narraciones de los viajeros. Estos fueron los motivos que me indujeron a romper con las amarras del trabajo y los lazos del hogar para partir hacia una tierra lejana donde reina un verano sin fin”.
Estaba haciendo la maleta, reprimiendo el impulso de llevar demasiados libros, cuando recordé un episodio de la revista Disneylandia: Hugo, Paco y Luis van a acampar al bosque, pasan a buscar a un primo (un pavo o un ganso) y lo ayudan a cargar mochilas y bolsos. Cuando llegan al bosque abren su equipaje y descubren que lleva solamente libros.
Mientras distribuía lecturas obligadas y veraniegas entre la maleta y el bolso de mano quise darle a mi cuaderno perdido una última oportunidad. Llamé a E y ella confirmó mis temores: tengo que dar por perdido el cuaderno perdido. Esto significa la desaparición de un centenar de poemas fallidos con comienzos luminosos, recuerdos falsos robados de quién sabe dónde, anotaciones sobre recientes lecturas de Auden, Wallace Stevens y el Testamento de Gombrowicz, además de todas aquellas notas en que, naturalmente, pienso en contra de mí mismo. Siento que de forma inevitable, todo lo que escriba aquí va a cargar con las ideas que creí fijar en ese cuaderno perdido.
Si intento reconstruir de memoria los contenidos de ese otro cuaderno, si estos se filtran incluso involuntariamente en mi escritura, si no pienso en él, y aun así lo domina, ¿es este cuaderno un esclavo del otro?
Notas para una antología de la forma, Gombrowicz en Testamento:
Ignoro cuál es mi forma, ignoro qué es lo que soy, pero sufro cuando se me deforma. Al menos sé lo que no soy. Mi yo es la voluntad de ser “yo mismo”, simplemente.
Llamé a E desde la sala de embarque, justo antes de pararme en la fila de los pasajeros cuyos asientos van del 1 al 25. La encontré en su casa. Recién ahí me di cuenta de lo mucho que extrañaba su voz y su forma de hablar. Le dije que estaba en el aeropuerto y que la llamaba para decirle que iba a tomar un avión a Río de Janeiro. Se sorprendió, aunque fue incapaz de ocultar su alegría al saber que voy a visitar a mi amigo. Me preguntó cuándo pensaba volver y le respondí que mi vuelo de regreso es para fines de febrero, después del carnaval. Se rió de buena gana, me dijo cuídate, pásalo bien. Entonces nos despedimos. Listo, está hecho.
Cuando veo una familia con hijos en el aeropuerto no veo niños, sino pasajes que yo no tengo que pagar.
El irresistible deseo de cantar canciones de Buddy Holly cuando un avión despega.
Llevamos dos horas de vuelo, las alas tiemblan como un serrucho y no puedo evitar pensar en la metáfora usada por Julio César para explicar el funcionamiento del ejército romano. Un disciplinado serrucho que corta cambiando el punto de apoyo de sus dientes y tiembla ante el fantasma de Cartago.
En 1965, los Who eran tan perfectos como los Troggs en 1966 y los Stooges en 1969. Tenían la conciencia de lo que siempre debió ser el rock, música primitiva, nada pomposa, puro feedback, tontería e inmadurez. Esa es la palabra. Los primeros Who y los Stooges habrían sido las bandas favoritas de Gombrowicz, si es que podemos imaginarlo escuchando a Iggy Pop, porque es la más pura muestra de ferdydurkismo hecha sonido. Lamentablemente para los Who, el camino que trazan con I’m a Boy, A Quick One, Tommy y Quadrophenia es el de una veloz retirada de la juventud. El crecimi...

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  4. Portadilla
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