Una historia natural de la moralidad humana
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Una historia natural de la moralidad humana

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"Si lo que se busca es una guía definitiva que explique cómo los humanos se convirtieron en una especie ultracooperativa y, eventualmente, moral, Una historia natural de la moralidad humana es el libro indicado. Después de Una historia natural del pensamiento humano, el antropólogo evolutivo Michael Tomasello nos brinda otra contribución seminal." —New Scientist. Una historia natural de la moralidad humana ofrece la explicación más detallada de la evolución de la psicología moral humana. Según Tomasello, hubo dos etapas clave en esta evolución. La primera se dio en la medida en que los retos ecológicos obligaron a los humanos primigenios a recolectar en grupo o morir. Para coordinar estas actividades colaborativas, los humanos desarrollaron habilidades cognitivas de intencionalidad conjunta que aseguraban que los socios supieran los estándares normativos de cada rol y los comprometían a repartirse lo recolectado según un sentido compartido de confianza, respeto y responsabilidad. La segunda etapa se dio en la medida en que la población humana creció y la división del trabajo se hizo más compleja. Surgieron distintos grupos culturales que exigían de sus miembros lealtad, acuerdo e identidad cultural. Al ser miembros de un nuevo "nosotros" cultural, los humanos modernos desarrollaron habilidades cognitivas de intencionalidad colectiva, que dieron lugar a normas del bien y del mal, creadas y objetivadas culturalmente, que todos en el grupo pudieran ver como legítimas para aquellos que fueran uno de "nosotros". Así, Tomasello reconstruye, basado en extensos datos experimentales que comparan a los grandes simios con los niños, la manera en que los humanos primigenios se convirtieron gradualmente en una especie ultracooperativa y, eventualmente, moral.

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Información

Editorial
Ediciones UC
Año
2019
ISBN
9789561423848
[ 1 ]
La hipótesis de la
interdependencia
Los compromisos que nos unen al cuerpo social son obligatorios solo porque son mutuos; y su naturaleza es tal que, al cumplirlos, uno no puede trabajar para los demás sin trabajar al mismo tiempo para uno mismo.
Jean-Jacques Rousseau, El contrato social
La cooperación aparece en la naturaleza de dos formas básicas: como ayuda altruista, en la cual un individuo se sacrifica en beneficio de otro, y como colaboración mutualista, en la cual todas las partes interactuantes se benefician de alguna manera. La versión exclusivamente humana de cooperación conocida como moralidad aparece en la naturaleza bajo dos formas análogas. Por una parte, un individuo puede sacrificarse para ayudar a otro, basado en motivos de autoinmolación tales como compasión, preocupación y benevolencia. Por otra parte, los individuos interactuantes pueden buscar una manera más equilibrada, mediante la cual todos se beneficien, basada en motivos imparciales tales como rectitud, equidad y justicia. Muchas explicaciones clásicas en filosofía moral captan esta diferencia al contrastar un motivo de beneficencia (lo bueno) con un motivo de justicia (lo correcto), y muchas explicaciones modernas captan la diferencia al contrastar una moralidad de empatía con una moralidad de equidad.
La moralidad de empatía es la más básica, pues la preocupación por el bienestar de los otros es un sine qua non de todo lo moral. La fuente evolutiva de preocupación empática es casi seguramente el cuidado parental de los hijos, basado en una selección de parentesco. En los mamíferos, esto significa desde proveer la manutención de los hijos a través de la lactancia —regulada por la «hormona del amor» de los mamíferos, la oxitocina— hasta proteger a los hijos de los predadores y otros peligros. En este sentido, básicamente todos los mamíferos muestran preocupación empática, al menos por los hijos, pero algunas especies también lo hacen por determinados individuos que no son parientes. En general, la expresión de empatía es relativamente directa. Puede haber alguna complejidad cognitiva para determinar lo que es bueno para los hijos de uno o de otros, pero una vez que se determina, la ayuda es ayuda, y el único conflicto serio es si la empatía que motiva el acto de ayudar es lo suficientemente fuerte para superar cualquier interés egoísta involucrado. Los actos de ayuda motivados por la preocupación empática son actos altruistas llevados a cabo libremente y no están acompañados, en su forma más pura, por un sentido de obligación.
En contraste, la moralidad de equidad no es tan básica ni tan directa, y es posible que se limite a la especie humana. El problema fundamental es que, en las situaciones que requieren equidad, por lo general hay una compleja interacción entre los móviles de cooperación y de competencia de múltiples individuos. Intentar ser justo significa tratar de lograr algún tipo de equilibrio entre todos estos móviles, y por lo general hay muchos modos posibles de hacerlo, basados en muchos criterios diferentes. Así, los humanos entran a las situaciones complejas de este tipo preparados para invocar juicios morales sobre el «merecimiento» de los individuos involucrados, incluidos ellos mismos, pero al mismo tiempo armados con actitudes morales más punitivas, como el resentimiento o la indignación contra quienes no actúan con equidad. Además, también tienen otras actitudes morales que no son exactamente punitivas pero sí severas, con las cuales buscan que los compañeros interactuantes sean responsables de sus acciones, al invocar juicios interpersonales de responsabilidad, obligación, compromiso, confianza, respeto, deber y culpa. La moralidad de equidad es, entonces, mucho más complicada que la moralidad de empatía. Por lo demás, y quizá no de manera desconectada, sus juicios conllevan típicamente algún sentido de responsabilidad u obligación: no es solo que yo quiera ser justo con todos los involucrados, sino que uno debe ser justo con todos los involucrados. En general podemos decir que mientras la empatía es pura cooperación, la equidad es una especie de cooperativización de la competencia, en la cual los individuos buscan soluciones equilibradas a las múltiples y conflictivas exigencias de los distintos motivos de múltiples participantes.
Nuestra meta en este libro es ofrecer un recuento evolutivo del surgimiento de la moralidad humana, tanto en términos de empatía como de equidad. Partimos del supuesto de que la moralidad humana es una forma de cooperación, específicamente, la forma que fue surgiendo a medida que los humanos se fueron adaptando a formas de interacción y organización social nuevas y exclusivas de la especie. Debido a que el Homo sapiens es un primate ultracooperativo y, probablemente, el único moral, suponemos además que la moralidad humana comprende el conjunto clave de mecanismos próximos únicos de la especie —los procesos psicológicos de cognición, interacción social y autorregulación— que permiten a los individuos humanos sobrevivir y prosperar en sus acuerdos sociales especialmente cooperativos. Dadas estas suposiciones, nuestra intención en este libro es (1) especificar con tanto detalle como sea posible, basados principalmente en la investigación experimental, cómo la cooperación de los humanos difiere de la de sus más cercanos parientes primates; y (2) construir un escenario evolutivo verosímil para la forma en que esta cooperación tan únicamente humana dio lugar a la moralidad humana.
El punto de partida son los primates no humanos, especialmente los parientes vivos más cercanos de los humanos, los grandes simios. Como en todas las especies sociales, los grandes simios que viven en el mismo grupo social dependen del otro para sobrevivir —son interdependientes (Roberts, 2005)— y, por tanto, tiene sentido que se ayuden y se cuiden entre sí. Más aún, como en muchas especies primates, los grandes simios forman relaciones prosociales de larga duración con otros individuos específicos de su grupo. En algunos casos estas relaciones son con su familia, pero en otros casos son con compañeros de grupo con los que no tienen parentesco o «amigos» (Seyfarth y Cheney, 2012). Los individuos dependen de estas relaciones especiales para aumentar su capacidad y, por lo tanto, se comprometen con ellas por ejemplo aseando preferentemente a sus amigos o apoyándolos en las peleas. El punto de partida evolutivo para nuestra historia natural de la moralidad humana, por lo tanto, es el comportamiento prosocial que muestran los grandes simios en general hacia aquellos con los que son interdependientes, es decir, con sus parientes y amigos.
Tomasello et al. (2012) ofrecen una explicación de la evolución de la cooperación únicamente humana que se concentra en cómo, desde este punto de partida de los grandes simios, los humanos primigenios se volvieron más y más interdependientes entre sí, con el fin de tener apoyo cooperativo. La hipótesis de la interdependencia, cuyo marco básico adoptamos aquí, es que esto tuvo lugar en dos pasos claves y los dos involucraron nuevas circunstancias ecológicas que forzaron a los humanos primigenios a adoptar nuevas formas de interacción y organización social: primero la colaboración y después la cultura. Los individuos a los que les fue mejor en estas nuevas circunstancias sociales fueron aquellos que reconocieron sus interdependencias con otros y actuaron de acuerdo con esto, lo que sugiere una cierta racionalidad cooperativa. Aunque los individuos de muchas especies animales son interdependientes de varios modos, las interdependencias de los humanos primigenios se apoyaban en un conjunto nuevo y único de mecanismos próximos psicológicos. Estos mecanismos nuevos y únicos les permitieron a los individuos crear con otros un agente plural «nosotros», como el que se ve en lo que «nosotros» debemos hacer para cazar una presa, o cómo «nosotros» debemos defender nuestro grupo de otros grupos. La afirmación central de la presente explicación es que las habilidades y la motivación para construir con otros un agente plural «nosotros» interdependiente —es decir, las habilidades y la motivación para participar con otros en actos de intencionalidad compartida (Bratman, 1992, 2014; Gilbert, 1990, 2014)— son lo que impulsó a la especie humana a pasar de la cooperación estratégica a la moralidad genuina.
El primer paso clave ocurrió cientos de miles de años atrás, cuando un cambio en la ecología forzó a los primeros humanos a rebuscar el alimento junto a un socio o, de lo contrario, morir de inanición. Esta nueva forma de interdependencia significó que los primeros humanos extendieron su sentimiento de empatía más allá de los parientes y amigos hacia los socios colaborativos. Para coordinar las actividades colaborativas cognitivamente, los humanos primigenios desarrollaron habilidades y motivaciones de intencionalidad conjunta, que les permitían establecer junto con un socio una meta común y saber, junto con un socio, cosas que hacían parte de su terreno común personal (Tomasello, 2014). A nivel individual, cada socio tenía su propio rol que desempeñar en una actividad colaborativa particular (por ejemplo, cazar antílopes) y, con el tiempo, se desarrolló un entendimiento de terreno común acerca de la forma ideal como debía desempeñarse cada rol para el éxito conjunto. Estos ideales de terreno común en cuanto a los roles pueden considerarse como los estándares normativos socialmente compartidos originales. Estos estándares ideales eran imparciales, en el sentido de que especificaban lo que cada socio, cualquiera de nosotros que fuera, debía hacer en su rol. Reconocer la imparcialidad de los estándares de rol significaba reconocer que el uno y el otro tenían un estatus y una importancia equivalentes en la empresa colaborativa.
En el contexto de la elección de socio, en el cual todos los individuos tenían ventajas para negociar, este reconocimiento de la equivalencia yo-otro llevó a un respeto mutuo entre socios. Y puesto que era vital para los socios excluir a los aprovechados que pretendían obtener ventajas sin hacer nada, también surgió un sentido de que solo los socios colaborativos (y no los aprovechados) merecían las ganancias. El resultado combinado fue que los socios llegaron a considerarse mutuamente con respeto, como agentes de segunda persona igualmente merecedores (véase Darwall, 2006). Esto significaba que tenían el estatus para hacer con el otro un compromiso conjunto para colaborar (véase Gilbert, 2003). El contenido de un compromiso conjunto era que cada socio cumpliría el ideal de su rol y, más aún, que los dos socios tenían la autoridad legítima para reclamarle al otro si el desempeño era menos que ideal. Así, el sentido de respeto mutuo y equidad con los socios de los humanos primigenios se derivó, principalmente, de una nueva racionalidad cooperativa en la cual tenía sentido reconocer mi dependencia de un socio colaborativo, al punto de entregarle por lo menos algún control sobre mis acciones propias al «nosotros» autorregulatorio creado por el compromiso conjunto. Este «nosotros» era una fuerza moral porque los dos socios la consideraban legítima, basada en el hecho de que la habían creado ellos mismos, específicamente con propósitos de autorregulación, y por el hecho de que ambos veían a su socio como igualmente merecedor de su cooperación. Los socios colaborativos, por lo tanto, se sentían responsables frente al otro de esforzarse para obtener el éxito conjunto y eludir esa responsabilidad era, en efecto, renunciar a la identidad cooperativa propia.
De este modo, la participación en actividades intencionales conjuntas —la cual engendraba el reconocimiento de los socios como agentes de segunda persona igualmente merecedores y la racionalidad cooperativa de subordinar el «yo» al «nosotros» en un compromiso conjunto— creó una forma evolutivamente nueva de psicología moral. Esta nueva forma de psicología moral no se basaba en la evasión estratégica del castigo o en ataques a la reputación por parte de «ellos» sino, más bien, en un intento genuino por comportarse virtuosamente de acuerdo con nuestro «nosotros». Y así nació un orden social normativamente constituido, en el cual agentes cooperativamente racionales se enfocaban no solo en cómo los individuos actúan, o en cómo quiero que actúen, sino, más bien, en cómo deben actuar si van a ser uno de «nosotros». Al final, el resultado de todos estos nuevos modos de relacionarse con un socio en actividades de intencionalidad conjunta se convirtió para los humanos primigenios en un tipo de moralidad natural de segunda persona.
El segundo peldaño evolutivo en esta historia natural hipotética —que comienza con el surgimiento del Homo sapiens sapiens, hace unos 150 000 años— fue ocasionado por cambios demográficos. A medida que los grupos humanos modernos comenzaron a volverse más grandes, se dividieron en bandas más pequeñas que todavía estaban unidas a nivel tribal. Un grupo de nivel tribal —llámese cultura— competía con otros grupos iguales por recursos, y así operaba como un gran «nosotros» interdependiente, de manera que todos sus miembros se identificaban con el grupo y desempeñaban los roles que les correspondían de acuerdo con la división del trabajo, con el objetivo de lograr la supervivencia y el bienestar del grupo. Los miembros de un grupo cultural experimentaban, entonces, sentimientos especiales de empatía y lealtad hacia sus compatriotas culturales, y consideraban a los extraños como aprovechados o competidores, y por lo tanto no merecedores de los beneficios culturales. Para coordinar cognitivamente sus actividades grupales, y para ofrecer motivacionalmente una medida de control social, los humanos modernos desarrollaron nuevas habilidades y motivaciones cognitivas de intencionalidad colectiva —las cuales les permitieron la creación de convenciones, normas e instituciones culturales (véase Searle, 1995)—, basadas en un terreno común cultural. Las prácticas culturales convencionales tenían ideales de rol que eran totalmente «objetivos», en el sentido de que todos sabían en el terreno común cultural cómo cualquiera que fuera uno de «nosotros» debía desempeñar esos roles para el éxito colectivo. Estos representaban la manera buena y la mala de hacer las cosas.
A diferencia de los humanos primigenios, los humanos modernos no tuvieron la oportunidad de crear sus compromisos sociales más grandes e importantes: nacieron inmersos en ellos. Más importante aún, los individuos tenían que autorregular sus acciones a través de las normas sociales del grupo, y el incumplimiento de estas atraía la censura no solo de las personas afectadas sino también de terceras partes. La desviación en una práctica puramente convencional señalaba una debilidad del sentido propio de identidad cultural, pero la violación de una norma moral, afianzada en una moralidad de segunda persona, señalaba un incumplimiento moral (véase Nichols, 2004). Las normas morales se consideraban legítimas porque el individuo, en primer lugar, se identificaba con la cultura y por lo tanto asumía una cierta coautoría de ellas y, en segundo lugar, porque sentía que sus compatriotas culturales, igualmente merecedores, merecían su cooperación. En consecuencia, los miembros de grupos culturales sentían la obligación tanto de seguir como de hacer cumplir las normas sociales, como parte de su identidad moral: para seguir siendo lo que uno era a los ojos de la comunidad moral, y así también ante los propios ojos, uno estaba obligado a identificarse con los modos buenos y malos de hacer las cosas (véase Korsgaard, 1996a). Uno podía desviarse de estas normas y seguir manteniendo la identidad moral solo si justificaba la desviación ante los otros, y ante uno mismo, en términos de los valores compartidos por la comunidad moral (véase Scanlon, 1998).
De esta manera, la participación en la vida cultural —que motivaba tanto el reconocimiento de que todos los compatriotas del grupo eran merecedores por igual, como un sentimiento de que los compromisos culturales colectivos eran creados por «nosotros» para «nosotros»— creó una segunda nueva forma de psicología moral. Era una especie de versión mejorada de la anterior moralidad de segunda persona de los humanos primigenios, en la medida en que los estándares normativos eran completamente «objetivos», los compromisos colectivos eran hechos por todos y para todos los del grupo, y el sentido de obligación era racional en la mentalidad del grupo pues brotaba de la identidad moral propia y la sentida necesidad de justificar las decisiones morales propias ante la comunidad moral, en la cual uno mismo estaba incluido. Al final, el resultado de todos estos nuevos modos de relacionarse entre sí, en contextos culturales colectivamente estructurados, llegó a convertirse para los humanos modernos en un tipo de moralidad «ob...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. LISTA DE CUADROS E ILUSTRACIONES
  6. PREFACIO
  7. 1 LA HIPÓTESIS DE LA INTERDEPENDENCIA
  8. 2 EVOLUCIÓN DE LA COOPERACIÓN
  9. 3 MORALIDAD DE SEGUNDA PERSONA
  10. 4 MORALIDAD «OBJETIVA»
  11. 5 LA MORALIDAD HUMANA COMO UNA COOPERACIÓN «ENRIQUECIDA»
  12. CONCLUSIÓN
  13. REFERENCIAS