Arte en viaje
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Waldemar Sommer, cuyo estudio de por vida han sido las artes y la escritura periodística destinada a comunicar sus experiencias y su juicio al público chileno interesado en el tema, se vale de la palabra 'arte' para designar todo su campo de interés. Este sentido amplio de 'arte' pone en juego nacionalidades, estilos, épocas, tradiciones, ciudades y multitudes de obras singulares. Siempre entendemos con facilidad la prosa de este escritor, su posición y las apreciaciones que nos propone. La pintura, el dibujo, la escultura, la arquitectura, el grabado, las ciudades, la música y los mejores museos y exposiciones, los palacios, las galerías, la colecciones y las universidades son los asuntos principales del discurso crítico contenido en este libro. El interés en lo propio y lo más cercano nunca faltó en los estudios del experto que, movido por una verdadera pasión por sus temas, acabó convirtiéndose en un viajero incansable. El gran arte europeo y el más logrado e interesante oriundo de los países americanos, en particular los de la América hispánica, constituyen los destinos más frecuentados por el viajero. La intensidad y esforzada concentración de los muchos viajes que inspiraron todos estos trabajos de Waldemar Sommer solo se pueden aquilatar mediante un sostenido estudio del libro. Carla Cordua, Filósofa. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales de Chile, 2011

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Información

Editorial
Ediciones UC
Año
2018
ISBN
9789561423640
Categoría
Art
Categoría
Art General
Iglesia de San Trófimo (detalle de fachada), Arlés, Francia.
Francia:
A través de las Galias
Dama de Brassempouy, Château de Saint Germain en Laye, Francia.
Venus de Willendorf, Château de Saint Germain en Laye, Francia. Foto: MatthiasKabel
Museo de los Agustinos, Gárgolas de la antigua iglesia de los Cordeliers, Toulouse, Francia.
Hotel d’Assézat, Toulouse, Francia.
Hôtel du Vieux Raisin, Toulouse, Francia. Foto: Balmario
UN GRAN MUSEO DE FRANCIA
Los grandes museos de París los conoce todo el mundo, por lo menos de nombre. Ellos entregan de un modo bastante completo la historia universal del arte. Por ejemplo, el Louvre nos proporciona el pasado más o menos lejano; el Orsay, el del siglo XIX; el de Arte Moderno, la mitad primera del siglo XX; el Beaubourg o Pompidou, la producción contemporánea. Sin embargo, uno podría preguntarse: ¿es que no existe en Francia ningún muestrario valioso de la prehistoria? De haberlo, Lascaux sería la respuesta evidente. Pero el célebre conjunto pictórico de Périgord, fuera de corresponder a un período artístico bien acotado, por salvarlo está hoy dentro de su caverna original y vedado al público. En cambio, lamentablemente pocos lectores habrán oído hablar del Museo de Antigüedades de Saint-Germain-en-Laye.
Trece kilómetros separan de París al pueblo de ese nombre. El ferrocarril ultra rápido RER -se toma en las estaciones Auber o Etoile del metro- nos hace invertir un gasto mínimo de tiempo. Además, el local que cobija las colecciones y su entorno urbano, por sí solos valen la pena visitarse. Se trata del inmenso chateau pentagonal, de los jardines en cuadrado o a la inglesa, de la gran terraza de Le Notre que, bordeada de tilos, desde la altura acompaña al Sena a lo largo de dos kilómetros y medio.
Dentro del conjunto señalado, el edificio resulta, por supuesto, lo más interesante. Su fachada, en la que el ladrillo rojo avasalla visualmente a la piedra amarillenta, ofrece una pintoresca concurrencia de arquitectura renacentista del siglo XVI -determinante como estilo global de la construcción-, de retazos góticos sobrevivientes -el torreón de Carlos V de Francia-, de retoques de Mansart bajo Luis XIV y de restauraciones decimonónicas durante el Segundo Imperio. El patio interno, de tiempos de Francisco I, constituye sin duda la porción del renacimiento más unitaria y hermosa del palacio. Respecto al ingreso mismo, salvo su masa majestuosa y los fosos ahora secos, resalta el techo plano, con balaustrada, vasos ornamentales y chimeneas altas y angostas.
En el interior se impone, por desgracia, la atmósfera ecléctica, impersonal del siglo XIX. Eso hace olvidar un tanto que el Chateau de Saint-Germain-en-Laye fue morada favorita de la realeza hasta inmediatamente antes que Versalles. Además, aquí nacieron Enrique II de Orleans y el Borbón Rey Sol. Distribuida esta construcción en cuatro pisos, su primer nivel albergaba a los príncipes de sangre, damas de honor, favoritas y ministros; mientras el siguiente servía de residencia a los altos oficiales del reino y en la planta baja operaba la servidumbre. En el piso principal habitaban el rey y el delfín; hacia los jardines, por el lado que mira a París, la reina y los hijos del monarca: en la época de Enrique IV, catorce niños legítimos e ilegítimos.
Después que esta mansión real sufrió el abandono, luego el saqueo más completo durante la Revolución, hasta llegar al inadecuado destino de cuartel militar y de prisión, un muy feliz acuerdo de Napoleón III pasó a convertirla en el museo actual. Desde entonces, su patrimonio se ha ido siempre enriqueciendo. Hoy día puede considerarse la colección de objetos prehistóricos más opulenta del mundo. No obstante, antes de que uno se sumerja en tesoro semejante, surge, de repente, una sorpresa arquitectónica. Es la capilla ojival del siglo XIII, construida durante el reinado de Luis, santo. Diez años más antigua que la parisina Sainte-Chapelle, pareciera obra del mismo arquitecto. Pero carece de vidrieras y se halla absorbida, en buena parte, por las construcciones de centurias posteriores. Dentro, su heroica elevación espacial y, sobre todo, en la bóveda de crucería, los retratos reales esculpidos sobre las claves de los arcos provocan la admiración de todo visitante. En el museo arqueológico mismo -cerca de treinta mil objetos en exhibición-, las épocas más antiguas de la historia del hombre occidental se encuentran representadas. Llenan las salas interminables del palacio.
Más allá de las armas de caza, de las herramientas del Paleolítico, resultan del mayor atractivo obras de arte tan importantes y escasas como las venus pétreas. Pertenecientes al período auriñaciense, se les asigna una edad que se remonta a alrededor del año 23000 a. C. Su gordura física se relacionaría con magias de procreación. Así, con tal finalidad, la porción generativa del cuerpo femenino se convierte en epicentro del volumen y a él se subordinan cabeza y extremidades. El conjunto corpóreo sufre, pues, una transfiguración que abandona toda individualidad narrativa, concentrándose, abstracta, en esencia de maternidad. Cuando uno ha conocido antes la imagen fotográfica de estas esculturas, el observarlas directamente pasma: se trata de figurillas diminutas, de centímetros escasos de altura. Pero esa condición cuantitativa no impide que produzcan el más poderoso efecto monumental. ¡Emociona el tener sobre la palma de la mano enguantada una de esas piezas un tanto míticas! También descuella dentro del grupo mencionado, una pieza singular. Nos referimos a la cabeza tocada de una mujer. Tallada en marfil de mamut, mil años más moderna que sus compañeras y sin el esquematismo fisonómico de ellas, representa cuidadosamente un rostro femenino. Estamos, entonces, frente al primer retrato humano producido por el arte.
Ya del paleolítico magdaleniense -trece mil años antes de Cristo- son, por ejemplo, el fino, el elegante tallado en piedra de un bisonte que, echado, vuelve la cabeza en actitud de lamerse; y una curiosa manivela en asta de reno que adopta la forma de un animal en pleno salto. Correspondientes a la Edad de los Metales, hallamos utensilios muy variados en el palacio. Los celtas aportan mucha riqueza en obras de arte. Suyo se exhibe la tumba completa de un príncipe, con la orfebrería notable de sus espadas, joyas, carro y mobiliario, de decoración casi no figurativa.
Por supuesto, este museo nos ofrece los más hermosos ejemplares artísticos de las Galias: alfarería y trabajos en metal innumerables. Entre estos últimos encanta una escultura de bronce. Del siglo III d. C., encarna a una diosa gala que cabalga sentada de frente. Sus dimensiones mínimas demuestran, una vez más, que el tamaño nada tiene que ver con el aspecto monumental. Del mestizaje galo romano hay mosaicos magníficos, estelas funerarias en piedra, objetos de vidrio, platería, cerámica y figuras broncíneas de divinidades paganas. Algunas resultan estupendas, el Dieu au torques o Dios de las antorchas (siglo I), entre otras.
Sin duda, recorrer con cierto detenimiento los diferentes pisos de este Centro Nacional de Antigüedades requiere, por lo menos, un día completo. Para quien proyecte una visita racional de las colecciones del Louvre, conocer las de Saint-Germain-en-Laye resulta un supuesto previo indispensable. Y si ese espectador termina su periplo artístico cansado, el precioso, inmenso y dieciochesco Parque de Marly lo espera, a poquísimos kilómetros de distancia. Por desgracia, la Revolución arrasó por entero con su chateau famoso.
LOS LADRILLOS ROJIZOS DE TOULOUSE
Aunque ciudad tan sureña y apartada de París, al orgullo de los tolosanos le basta recordar los tiempos en que sus condes escribían poemas, mientras los reyes de Francia debían firmar con una cruz. Acaso dos aspectos de Toulouse llamen primero la atención del visitante: el ladrillo ocre-rojo de sus monumentos magníficos y una bullente actividad urbana. Aquí, mucho más realidad de hoy día que los ecos lejanos de la agitación cátara, resultan la industria aeronáutica, el quehacer universitario, la vida cultural intensa. Como sobre todo nos interesa esta última, anotemos que, además de edificios históricos y museos, la villa del Garona cuenta con el famoso Theatre du Capitol, uno de los centros vitales de la música gala, conocido en Europa entera. Por ahora, detengámonos nada más que en la arquitectura y en las colecciones de arte.
Construcciones de ladrillo delatan, a cada paso, huellas de siglos. Las dimensiones del núcleo ciudadano más antiguo, entre el Canal du Midi y la ribera derecha del río Garona, permiten, aunque se vuelva una pizca esforzado, un recorrido a pie. Al partir en dirección suroeste desde la estación de ferrocarriles, antes que nada surge la Basílica de Saint Sernin, San Saturnino, en castellano. Ya en el transitado Boulevard Strasbourg divisamos la gran torre del más admirable bien artístico de esta urbe no lejana de los Pirineos. Su elevada masa octogonal de cinco pisos, con arquería y techumbre puntiaguda, anuncia la pureza del románico. Sin duda, el templo no tiene rival dentro de la ruta de Santiago, desde que la catedral compostelana sufrió la transformación barroca de su exterior.
La misma personalidad recia de su torre-campanario sobre el ábside demuestra el resto del edificio: los poderosos y, al mismo tiempo, variados tramos externos; la fachada principal, con su par de arcos de ingreso y una cornisa que se corta bruscamente; la portada Miégéville, hoy la entrada permanente con su tímpano escultórico. Adentro, las altas cinco naves, donde la central alcanza 115 metros de largo y los 64 de anchura del crucero, consiguen envolvernos dentro de una atmósfera incontaminada, mágica: la del siglo XII. Más adelante, en el centro del presbiterio, se alza la sepultura de Saint Sernin, primer obispo de la ciudad. Un importante deambulatorio con capillas la rodea. En él, junto con las reliquias de varios santos, hay paneles de madera tallada e imágenes de bulto del siglo XVII. Pero artísticamente mucho más interesantes resultan ahí, incrustados en el muro que mira a la céntrica capilla del Espíritu Santo, los bajorrelieves en mármol de fines del siglo XI. Representan cuatro seres angélicos, dos apóstoles y, sobre todo, un Jesucristo en majestad, sin barba, hermosísimo y del cual emana una fuerza espiritual inmensa. Esta obra notable recoge, confirmando una característica clave de la escultura románica de Toulouse, evidentes resonancias clásicas.
Justo debajo de este sector del ábside se desciende a dos criptas subterráneas, una bajo la otra. La superior exhibe relicarios de los siglos XII, XIII y XVI. En medio de la escalera lucen seis bellos apóstoles góticos, en madera policromada. Por el costado sur y al frente de la basílica, el Museo Saint Raymond nos testimonia el pasado romano, la Palladia Tolosa, cuya diosa protectora fue Palas Atenea. Sorprende la calidad y número de su colección de antigüedades griegas: estatuillas helenísticas en terracota y ánforas con pinturas arcaicas y clásicas. Lo mismo ocurre con el conjunto romano de bronces y los excelentes retratos marmóreos.
Caminando de nuevo hacia el sur, a través de calles más bien estrechas e irregulares, concurridas siempre, se llega a la Iglesia y Claustro de los Jacobinos. Por afuera resulta simple, alta y en ladrillo, por supuesto. Esta construcción del siglo XIII ostenta un interior muy peculiar y, hasta cierto punto, pintoresco. Provisto de solo dos naves, muestra los típicos ventanales góticos y las bóvedas de crucería. El color rojizo de sus murallas resulta, además, recogido por misma coloración de las brillantes vidrieras; en ambos casos, llegan a empapar la totalidad del sacro recinto. No obstante, es la cabecera poligonal el tramo más inolvidable de la iglesia. Allí, una airosa columna central se transforma en verdadera palmera que recibe, muy arriba, las ojivas constitutivas del techo. Asimismo, destaca en el ámbito dominico, antes que por su magnificencia, por la importancia del personaje, la sencilla tumba de santo Tomás de Aquino. Contiguo al templo, un atractivo claustro gótico circunda un verde jardincillo, mientras el refectorio enorme del siglo XIV alberga el Museo de Arte Contemporáneo de la urbe sureña.
Y si de colecciones de arte se trata, el Museo de los Agustinos resulta otro sitio que vale la pena visitar. Convento de los siglos XIV y XV, consta de dos claustros. Ellos han sufrido, fuera de los sucesos de 1793, una remodelación radical con el fin de cambiar sus antiguas funciones. Hoy día el conjunto más valioso que guardan sus salas corresponde a antiguas esculturas del período paleocristiano en Francia, del románico -las mejores, desde luego- y del ojival. Dentro de otra categoría cualitativa, tampoco faltan representantes modernos: estatuaria de Rodin, Maillol, Camille Claudel. En la órbita pictórica, lucen Rubens -magnífica Crucifixión-, el Guercino, Guardi y un buen retrato femenino de Vigée-Lebrun.
En cuanto a las decenas de mansiones señoriales que posee Toulouse, recordemos algunos de sus ejemplares más espléndidos. Claro está, ellas son de ladrillo, y la piedra, que es escasa en la región, se limita a la ornamentación exterior. Productos todos del siglo XVI -la época de mayor riqueza de la ciudad-, muestran en sus fachadas alrededor de un patio abierto a la calle, el paso progresivo del último gótico al renacimiento. Un bello contraste entre los rojizos y grises de los materiales se aprecia en cada una de esas residencias privadas. De tal manera, el Hotel du Vieux Raisin conserva, encuadrando sus ventanales, una decoración encantadora y fantástica de creaturas mitológicas: ninfas y sátiros, cariátides y atlantes. El Hotel de Pierre o de Clary entrega un patio más cerrado, de una especial elegancia y con vestigios medievales. El Bernuy, entretanto, destaca por su galería alta, donde aires galos se suman a los itálicos. Pero la culminación del Renacimiento se logra en el Hotel d’Assezat y el ritmo garboso con que superpone las tres órdenes clásicas. Si bien estas casas señoriales se esconden entre la arquitectura decimonónica que preside la urbe, la mansión D’Assezat se ubica cercana a un lugar tolosano muy atractivo. Nos referimos a ese rincón a orillas del río que reúne el Pont Neuf -pese al nombre, el único que durante siglos tuvo la ciudad- y, en su margen oeste, el viejo Hospital Saint Jacques. Aquí el tiempo aparenta haberse detenido, para encantarnos.
ARLES, JUNTO AL RODANO
La plena Provenza, rica tierra de arte, nos recibe. Ahí Avignon, Nimes, Arles constituyen un triángulo sureño de ciudades fascinantes. Y apenas un poco más allá de ellas, otras como Aix-en-Provence, Marsella, Orange. Pero en ese paisaje luminoso de la Francia sureña, con sus lavandas, con sus cipreses, almendros, olivos y pinos, que cierran planos rectangulares de cultivo, domina un majestuoso accidente geográfico, el Ródano. En la ancha superficie de aguas profundas, nada denuncia la turbulencia de sus remolinos. Resulta, pues, un río para ser mirado. Y el mejor puesto de observación lo hallamos, posiblemente, en el puente de Trinquetaille. Desde él se contempla, además, la vieja Arles. Su silueta, junto a la muy rápida fluidez acuática, se convierte en arquetipo de ciudad fluvial del medioevo europeo. Ahí, frente al perfil urbano, destaca de inmediato la torre típica de San Trófimo. Realza sus proporcionadas dimensiones la ondulación del terreno: una de las suaves colinas que sirven de cimiento a la villa.
Una vez más, es el Ródano el acompañante más fiel del viajero. Ya a su arribo en ferrocarril o bus, constituye el punto de referencia para cualquier recorrido peatonal, a través del viejo laberinto de calles estrechas, de placitas inesperadas y donde la vegetación no hace falta ninguna. Mucho tiene que mostrarnos Arles, verdadero museo abierto de artes visuales. Dos podrían considerarse los estilos tradicionales que otorgan a la pequeña urbe arlesiana sus mejores galardones: romano y, un milenio después, románico. Principiemos con los testimonios procedentes de Roma imperial. Lucen magníficos, al igual que esa evolución estilística suya, el paleocristiano. Sobre todo, llama la atención este último, ya que sus testimonios no suelen prodigarse en Europa.
Los vestigios romanos más remotos corresponden a las murallas y al sencillo acueducto. Algo puede verse de ambos en el llano este del centro ciudadano: Boulevard Combes. Más interesantes parecen los restos del Teatro Antiguo, capaces de dar una idea del espacio arquitectónico y de sus funciones propias. De tiempos de Augusto, por desgracia sirvió más tarde de cantera para la construcción de iglesias medievales. Hoy encontramos parte de la gradería semicircular del público -cabían doce mil espectadores-, el foso para los músicos y el escenario. Sobre este se elevan todavía un par de columnas completas de mármol y pedazos de las otras que formaban el muro de la escena.
Estas ruinas y el entorno que las rodea -un espeso y oscuro boscaje; en tercer plano, una torre románica- conservan aires de época de un indefinible encanto. Muchísimo mejor conservado emerge, también sobre una altura, el Anfiteatro o Arena. Para veinte mil asistentes y construido cien años más tarde que el Teatro, este monumento impresiona con su doble anillo de arcadas imponentes. Distribuidas ellas en dos pisos -sesenta arriba, sesenta abajo-, interiormente forman una sucesión rítmica de cubiertas de alturas distintas, de grandes losas planas y adinteladas, de bóvedas de medio cañón. Pasear por semejante sector deja ver las huellas hondas que casi dos milenios han ido dejando sobre la integridad de la piedra, lo mismo que las manchas gris-negruzcas sobre la blancura pétrea. Aún permanece en el edificio una torre del período en que fue fortaleza. Hoy día, en cambi...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prólogo
  6. Prefacio: Arte en Viaje: Preámbulo confesional
  7. España: Rescatando a Iberia
  8. Italia: Por siempre Italia
  9. Francia: A través de las Galias
  10. Bélgica: Dos lanzas flamencas
  11. Inglaterra: La peculiar Albión
  12. Alemania: Suite germánica
  13. Holanda: Tierras de Orange
  14. Dinamarca: El aporte danés
  15. Suiza: La presencia helvética
  16. Austria: Danubio imperial
  17. República Checa: Junto al Moldava
  18. Turquía: La permanencia turco bizantina
  19. Israel: La tierra prometida
  20. Jordania: Fulgor en el desierto
  21. Bolivia: Resplandor del Alto Perú
  22. Ecuador: La talla indiana
  23. Perú: Fugaz asomo a su pasado
  24. Colombia: El Dorado colonial
  25. Paraguay: Arte de misiones
  26. Estados Unidos: El nuevo mundo anglosajón