1. Miguel Pérez de Laborda
¿Qué es el hombre?
E l primer problema que se nos plantea si intentamos responder a la pregunta «¿quiénes somos?», es de quién estamos hablando, quiénes serían esos nosotros sobre los que preguntamos. Hasta mediados del siglo xix, esta cuestión era en la práctica irrelevante si uno estaba dispuesto a incluir entre los humanos a todas las etnias conocidas. Pero a medida que fue desarrollándose la paleoantropología (el estudio de los fósiles humanos) y el género Homo fue adquiriendo cada vez más miembros (Homo habilis, erectus, neanderthalis, etc.) el asunto se fue complicando. Por ello, cuando ahora preguntamos qué es el hombre, hemos de interrogarnos si nos referimos también a estos lejanos antepasados de los hombres actuales. Como veremos en este libro, no hay motivos para no referirnos también a ellos, pues si de hecho los llamamos homo es porque compartimos con ellos algo que consideramos propio de los humanos: la capacidad de manipular instrumentos que es manifestación de racionalidad.
Esta identidad entre homo y hombre no es pacíficamente aceptada por todos. En primer lugar, tenemos los problemas que derivan de las acepciones que el término español «hombre» ha adquirido con el paso del tiempo. La palabra latina homo, -inis, de la que deriva hombre, tiene un significado neutro, englobando al varón y la mujer (como hace también, por ejemplo, el alemán Mensch). Por desgracia, este uso exclusivamente neutro no se ha mantenido en castellano, dando lugar a conflictos derivados de la confusión entre sus dos acepciones: la que se refiere en general a todo ser humano («Ser animado racional, varón o mujer», dice el diccionario de la Academia) y la que se refiere al «varón». La acepción principal sigue siendo –o debería seguir siendo– la neutra, y para eliminar la connotación machista que en muchas ocasiones tiene hoy día hablar de «hombres» la mejor solución probablemente sería eliminar la segunda acepción: «varón (‖ persona del sexo masculino)», dando a «hombre» siempre un significado neutro.
Por otro lado, no es difícil encontrar quienes piensan que, propiamente hablando, somos humanos solo nosotros, los modernos: esos individuos a los que solemos llamar Homo sapiens –aunque ahora se tiende a decir «hombres anatómicamente modernos»–, que aparecen hace unos 200 o 300 mil años. Si se admite esta restricción, quien quiera decir que los Homo anteriores (el habilis, por ejemplo) eran también humanos, tendrá que considerarlos como hombres de segunda categoría. Como veremos, esta restricción tiene poco fundamento en lo que actualmente sabemos acerca de la estirpe humana.
La pregunta sobre qué es el hombre está presente en la filosofía desde sus orígenes, pues siempre ha reflexionado sobre quiénes somos, e inseparablemente, sobre de dónde venimos y a dónde vamos. Según cuenta Diógenes Laercio, un filósofo del siglo iii d. C., en un tono que no hay que tomar muy en serio, en la academia platónica se discutió un día si animal bípedo implume era una buena definición del hombre. Como los demás animales bípedos conocidos eran aves, y tenían por tanto plumas, esa pareció una descripción útil para distinguir al hombre de las demás realidades vivientes. Cuando estaban en plena discusión, Diógenes de Sinope (llamado también el Cínico) metió en medio del grupo de filósofos un gallo desplumado diciendo: «Aquí está el hombre de Platón». A partir de ese momento, según cuenta Laercio, se completó la definición de hombre de la siguiente manera: «animal bípedo implume con uñas largas y planas», para excluir al gallo desplumado.
Esta descripción del hombre nos parece tan insatisfactoria porque aspiramos a una respuesta más profunda acerca de qué es el hombre. Como querríamos conocer sus características más esenciales, no nos quedamos satisfechos cuando, aunque se logre distinguir al hombre de todas las demás realidades, se hace por motivos tan circunstanciales y pasajeros.
Sucede algo parecido con otras definiciones del hombre que se han propuesto en épocas más recientes. Por ejemplo, en 1997 el zoólogo Desmond Morris publicó su libro El mono desnudo, en el que dio a entender, curiosamente, que lo que nos caracteriza como humanos no es tanto ser implumes como carecer de la piel dura y peluda que tienen los simios. Hoy día sabemos, ciertamente, que aproximadamente un 98% del genoma es común a hombres y chimpancés. Si damos una importancia exclusiva a lo genético habrá que concluir que somos, efectivamente, prácticamente iguales a los chimpancés. Pero, entonces, ¿cómo explicar las grandes diferencias que, de hecho, hay entre nosotros y ellos? Al observar la semejanza entre el genoma humano y el de las especies más cercanas a nosotros, se despierta fácilmente la admiración ante el hecho de que somos los únicos que nos hemos planteado secuenciar el propio genoma. ¿Qué es lo que ha hecho posible esta curiosa ocurrencia de los humanos? Son muchas nuestras semejanzas con otros animales: morfológicas, genéticas, en el modo de conocer (el sentido del oído o de la vista) y de actuar (nuestras actividades vegetativas o instintivas), etc. Pero son también indudables las radicales diferencias. El origen de estas se encuentra en la capacidad humana que, desde el inicio del filosofar, se ha llamado razón (lógos). No resulta extraño, por ello, que haya sido frecuente definir al hombre como animal racional.
Algo similar pretendió decir Linneo cuando acuñó la expresión «Homo sapiens». Comprendida superficialmente, parece solo hacer explícito lo que es más propio de los humanos: el ser racionales. Pero no es así, pues esta descripción de Linneo añade una diferencia específica (sapiens) a un género (Homo). Entonces, para que la expresión tenga sentido, tendría que haber otros tipos de Homo que no fuesen sapiens. ¿Quiénes serían estos Homo no racionales? Linneo no podía referirse a esas otras especies de Homo (habilis, neandertal, etc.) que conocemos actualmente, pues en la época en la que escribió (segunda mitad del siglo xviii) no se habían descubierto todavía los primeros fósiles humanos. Las especies de Homo que Linneo, en las diversas ediciones de su obra Systema naturae, no consideraba sapiens son el Homo troglodytes, el Homo sylvestris, el Homo ferus y el Homo monstrous. En la obra de Linneo, estas expresiones adquieren sentido en el contexto de extrañas historias que habían llegado a sus oídos, en torno a la existencia de individuos de apariencia humana pero de comportamiento salvaje, es decir, que no parecían racionales. Podemos concluir, por tanto, que también para Linneo lo más propio de los humanos es la racionalidad.
Efectivamente, las demás diferencias que observamos entre nosotros y el resto de los animales derivan de nuestro ser racionales. En primer lugar, son nuestras peculiares capacidades cognitivas las que nos permiten ser libres, pues es nuestra inteligencia la que nos hace capaces de comprender que existen diversas alternativas: solo entonces podemos intentar alcanzar este o aquel fin, y poner este o aquel medio para obtenerlo.
Este modo nuestro de ser, racional y libre, es al mismo tiempo un honor y una carga. No nos comportaríamos a la altura de nuestra dignidad si no fuésemos responsables a la hora de utilizar nuestras capacidades.
Las podemos aprovechar, en primer lugar, para cuidar nuestra casa común: la Tierra. Es indudable que tenemos un muy peculiar modo de relacionarnos con el mundo: somos capaces de conocer todas las cosas y todo en las cosas, penetrando incluso hasta la profundidad de sus modos de ser (podemos conocer sus esencias, diría un filósofo). Esta capacidad de ver dentro (intus-legere) nos permite descubrir nuevos usos de esas realidades, al comprenderlas con mayor profundidad. Muchas veces utilizamos esos descubrimientos precisamente para cuidar la Tierra. Pero se hace cada vez más evidente que nuestra capacidad de manipulación de la realidad también se puede volver en nuestra contra. Sería triste que un día se nos describiera, si pudiera haber todavía alguien para hablar de ello, como esa especie que, olvidando sus orígenes naturales y animales, utilizó sus grandes capacidades para arruinar el ambiente en el que ella misma vivía.
La responsabilidad se ha de manifestar también en nuestra relación con los demás. Es evidente que la razón humana desempeña un papel fundamental en las agrupaciones de los hombres. Encontramos en muchas especies animales una vida social intensa, con una organización compleja e incluso clases sociales: basta recordar la reina de las colmenas o los machos alfa. Pero estas sociedades no se rigen por constituciones y leyes que se hayan dado a sí mismas, sino por mecanismos más instintivos, y de hecho se repiten de un modo más o menos uniforme en los diversos hormigueros, colmenas o manadas. Por ello decía Aristóteles que los humanos no somos solo animales sociales, sino políticos, pues vivimos en ciudades (polis) muy diversamente organizadas. Ahora bien, si la sociedad humana está estructurada de un modo propiamente humano, es porque tiene un lenguaje significativo por convención y es capaz de hablar acerca de lo que habría o no que hacer. Y todo esto es posible porque el hombre es racional. Pero hemos de reconocer asimismo que la racionalidad, que nos permite ser responsables de la organización de nuestras sociedades, también se puede poner al servicio de la destrucción de las personas. Con nuestra inteligencia y libertad podemos intentar construir paraísos en la Tierra; pero también podemos convertir nuestras sociedades en antesalas del infierno. Sería triste que se nos pudiera describir como aquella...