Salve, Regina
La gentileza del morir comprende
Leopardi
Es en los Andes. El negro y atrevido contrafuerte, tajado en dos planos verticales, parece un libro abierto. En ambas páginas escribió Naturaleza, con signos de líquenes y jeroglíficos de cardos, una sentencia misteriosa. Cual si quisiese apuntarla en su sabiduría, puso allí por registro un torzal deslumbrante de plata y de armiño. Resplandece y se magnifica en su pureza; asoma apretado y se encarruja; se afloja en seguida como una madeja; se desmelena por último, lacio y deshecho, para perderse en la espesura. A medida que desciende por las negruras del basalto parece entristecerse.
La Blanca llamaron a esta caída de agua, La Blanca, al arroyuelo que, engrosado por diversos manantiales, corre y ondea a lo largo de un reducido valle.
Arrullada por sus rumores, en un rincón ameno y declivado, medio escondida entre plataneras y guaduales, ajena a las agitaciones del mundo, duerme, años hace, Santa María de la Blanca.
Arropa sus vegas y laderas, sus pendientes y colinas el manto opulento de la feracidad; constelan las vacadas sus apacibles praderías; sus jardines, en perpetua florescencia, semejan mantones de Manila. En aquel clima no se inflama el aire en el verano ni se congela en el invierno, como en los tiempos de Rioja y de Garcilaso; vive allí El Blando Céfiro, con la mayor frescura. Y tal, que la sangre circula con el ritmo de la salud, y los pulmones se ensanchan con ese oxígeno edénico. Colóranse como duraznos las mejillas de las chicas; las cejas y los cabellos parecen a toda hora como ungidos con brillantina; los ojos, rasgados y profundos, se abren al sol de la juventud, cual si quisieran beberse el infinito. ¡Pobres ojos!
Los más bellos, los más soñadores y misteriosos eran los de Regina.
Pardos, cuando la sorpresa la obligaba a divulgarlos en su espléndida realidad, parecían negros, normalmente, bajo la proyección pudibunda de esas pestañas largas y combadas. Hablaban tales cosas esos ojos, que en cuanto algún mozo se percibía de ello, corríanle por las vértebras fríos y calores. Bajos ante los extraños, alzábalos a solas siempre que pudiera contemplar el cielo y los horizontes de su pueblo, único mundo que conocía.
Una mañana radiante de verano, con esa actitud del que mira a lo lejos, admiraba desde los corredores de su casa el salto de La Blanca. Jamás la había visto tan hermosa: le parecía en tal momento más argentina e inmaculada. No se saciaba de mirarla, y, a medida que la contemplaba, sus ojos iban como recitando un poema de melancolía y de humildad. La cascada era su vicio, y, por lo mismo que le inspiraba ideas tristes y extrañas, no se enmendaba. Siempre había de mirarla todas las mañanas, y, cuando la niebla la velaba, Regina sentía nostalgia de blancura y de belleza. A veces rezaba contemplándola, y se le figuraba que eran sus preces más fervientes ante esta obra de la Naturaleza que en la misma iglesia, en medio de las solemnidades del culto. Como alguna vez le llevara al Cura este horrible pecado de idolatría, rióselo él de todo corazón y la autorizó para que lo cometiese cuando y como quisiera. Pues, qué ¿no publicaba esa maravilla la grandeza del Creador? ¡Verdad! Como ella era tan tonta, no había pensado en eso, y Regina con tal permiso y enseñanza, rezó y rezó viendo La Blanca, como ante la imagen de un santo predilecto. Jamás reveló el caso, por no parecer fantástica o algo así.
No rezaba, sin embargo, ante la cascada en la mañana aquella: cavilaba muy hondo. A su modo, y no por vez primera, ciertamente, iba estableciendo un paralelo entre el chorro y el alma de su novio. Se parecían mucho: el alma de Marcial —bien lo sabía ella, que lo amaba desde niño— era en otro tiempo tan limpia y tan hermosa como esas aguas despeñadas; luego, al contacto de la tierra, una y otras habíanse enturbiado. ¡Qué tristeza! Y así como ella, por un capricho inexplicable, prefería para el baño las linfas impuras de La Blanca a los varios cristalinos arroyuelos del pueblo, así su corazón, obcecado por un amor irresistible, dábale preferencia al ser vil, maculado por la culpa, sobre dos hombres dignos, cabales, de ejemplar conducta, que la amaban a cual más y la solicitaban por esposa. ¡Ay! ¡Qué horrible era la vida! Y ella... ¡cuán mala y depravada! Porque lejos de desprenderse del menguado, que solo desprecio merecía, sentíase más y más atraída y avasallada. ¡Qué vileza! Y cuán tristemente se llevaba ella por delante el precepto de santa obediencia. Bien explícito había sido el señor Cura a este respecto: que siguiese los consejos y amonestaciones de sus padres. ¡Sus padres!… Harto sabía ella cuánto detestaban a Marcial. ¡Pobrecito!
De las maldades de su amado, aunque nunca quiso saberlas a ciencia cierta y concretarlas de una manera determinada, ya no podía quedarle la menor duda. Si al principio no daba asenso a las insinuaciones de su madre ni a las reticencias harto elocuentes de alguna amiga oficiosa, ya la verdad, la horrible verdad se le imponía, acerba e insistente, como un dolor que no admitía alivio. Hasta las inocentes la sabían.
***
La triste Regina se dio a recomponer aquí, por la centésima vez, una escena de algunos meses antes, cuyo recuerdo la acosaba, más vivo y más violento mientras más pretendía desecharlo. ¡Qué instante aquel, el más amargo de su vida!
Era sábado, día de asueto y consagrado por ella al ornato de la iglesia. Se hallaba en la huerta de su casa cortando flores que iba recogiendo en una cesta. Detrás de los arbustos florecidos y de los rosales multicolores, extendíase, como la línea divisoria del platanar, una hilera entrelazada de guayabos, naranjos y duraznos. Bandada maleante de toches y azulejos, abonados a los frutales, picaban aquí y allá entre hipidos y algarabías, mientras los chicos de la casa, con otros de la calle, armados de cerbatanas, asechaban, cañón en boca, a los pícaros merodeadores. Dos de los Nemrodes, fatigados acaso de la faena, conversaban tras los rosales, sin pensar que Regina les oía. Hablaban del colegio y de algún condiscípulo non sancto.
—A ese pobre —decía uno de los interlocutores— lo acabó de matar la compañía con Amito. Amito era en el colegio el maestro de todas las maldades. Se salió porque lo iban a expulsar; pero quedaron muchos Amitos aprendidos.
—¡Ese vagamundo! —repuso el otro—. Ya ves lo que está haciendo en la finca.
Amito no era otro que Marcial Rodríguez, el novio adorado. ¡Qué angustia! Iba a saber por la b...