Ser directivo
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Ser directivo

Un viaje hacia una dirección de empresas con sentido

  1. 272 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Ser directivo

Un viaje hacia una dirección de empresas con sentido

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Índice
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Información del libro

Este es un relato autobiográfico profesional de alguien que ha pasado por las fases de emprendedor, miembro de alta dirección en corporaciones multinacionales y consejero en materia de gestión de conflictos, negociación y creación de equipos de alto rendimiento.Su proceso de transformación y de maduración puede sorprender a muchos lectores y al tiempo servir de útil orientación a los jóvenes que ambicionen hacer desarrollar una carrera directiva. De lectura amena y rápida, el protagonista nos adentra en la vida de un directivo vocacional que considera esta profesión un honor y una fuerte de responsabilidad social.

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Información

Editorial
Kolima Books
Año
2018
ISBN
9788417566197
Categoría
Liderazgo
Parte I.
Experiencias
Capítulo 1. Forjar el carácter
Nací en una familia modesta y soy el mayor de tres hermanos. Vivíamos en un barrio de expansión de la gran ciudad donde el hábitat más común estaba formado por parejas jóvenes que iniciaban su convivencia con el deseo y la ilusión de construir un hogar y llenarlo de hijos a los que entregarse y con los que prosperar.
No teníamos ni aire acondicionado en los calurosos veranos ni calefacción, más allá de una cocina de carbón y el apoyo esporádico de alguna estufa de gas o eléctrica que se administraba con prudencia porque la economía era ajustada.
Aquella moderación necesaria para llegar a fin de mes nos enseñó a ser equilibrados en el gasto, a valorar lo que teníamos y a administrarlo con prudencia. Ni el derroche ni el lujo eran en modo alguno accesibles y ni siquiera imaginables. Todo se aprovechaba hasta el final y se usaba con moderación. Lo que se poseía se cuidaba en extremo.
El hábito de la moderación es un buen soporte sobre el que construir una vida, incluso en los momentos en que esta te sonríe.
Sin embargo, jamás faltaron en mi casa ni el calor de hogar ni la alegría. En eso teníamos una profunda riqueza que emanaba del interior. La abundancia no tiene relación directa con la alegría. A veces aquella produce hasta más insatisfacción.
La felicidad no es incompatible ni con el
trabajo intenso ni con la escasez.
Ni la televisión ni los frigoríficos eran de uso común, y mucho menos los lavavajillas. Solo unas burdas neveras y lavadoras ayudaban a las tareas del hogar, así que las labores caseras eran numerosas e incómodas. Muchas familias reunían también en aquellos pisos de medianas dimensiones a los abuelos, por lo que la convivencia humana era muy estrecha.
La radio era la más fiel y casi permanente compañera en el hogar, y también eran frecuentes las conversaciones en torno a la mesa del comedor o de la cocina, que era mucho más cálida.
Aún recuerdo aquellas charlas entre mis queridos abuelos, mis padres y mis hermanos. Creo que personalmente fue allí donde comencé a aprender a observar, escuchar, respetar y dialogar.
Observar a mis mayores fue una magnifica
fuente de aprendizaje.
Mi familia era humilde pero culta y mi padre con cierta frecuencia solía preguntarme por el significado de alguna palabra, y si no lo sabía explicar, incluso sabiéndolo, me mandaba coger el diccionario de tres volúmenes y leer en voz alta. Así aprendí también la importancia que tiene el manejo, con precisión y amplitud, del lenguaje, para saber expresarse con la sofisticación de matices que resulta tan importante en la vida.
Si bien la ciudad tenía ciertas reminiscencias de la vida rural, las similitudes no se producían de modo alguno en sentido contrario. En el pueblo norteño, origen de mi familia y donde aún vivía parte de ella, las cosas eran completamente diferentes. Ni la vestimenta, ni las costumbres, ni los modos de comportamiento, ni los tipos de trabajo, ni las viviendas se parecían en nada a los de la ciudad. Allí todo era más genuino. La vida tradicional en la montaña era más dura y más simple. Muy pronto se metió en mi corazón.
Como muchas personas que vivían en la ciudad, estaban recién llegadas del campo, traían consigo sus costumbres y tradiciones, lo cual daba a la villa, por una parte un ambiente diverso, y por otra una sensación de choque entre lo urbano, más moderno, y lo callejero, más rústico, donde jugueteábamos los chiquillos.
No es que la ciudad de entonces tuviese demasiadas restricciones, pero el campo no tenía limitaciones ni tampoco circulaban coches por él. Me encantaba pasear por los prados abiertos con las manos en los bolsillos y silbando alguna canción. Allí todo funcionaba con tracción animal, salvo alguna esporádica bicicleta, y esos animales eran fieles aliados del hombre porque juntos compartían el trabajo. Se entendían entre ellos con una especie de lenguaje especial.
Se comía de lo que se producía, y si existía excedente de algo, patatas, maíz, alubias, tomates, avellanas, nueces, manzanas, castañas, remolacha o cualquier otra cosa, se intercambiaba con amigos, parientes, vecinos, carreteros, tratantes o negociantes en una economía que en buena parte era de trueque. Todo se aprovechaba, si no para hoy quizá para mañana, desde un clavo roído hasta un pedazo de cuero de lo que un día fue un cinturón. Aquellas gentes tenían desarrolladas unas admirables destrezas para con poco conseguir logros o resolver situaciones inimaginables. Lo mismo recolocaban una pequeña puerta desencajada que hacían un artilugio para incrementar la capacidad de transporte de un carromato. Me parecían increíbles todas aquellas habilidades artesanales y la naturalidad e ingenio con que las manejaban. Aprendí a admirar lo simple y sencillo más que lo superfluo y eso se grabaría en mi carácter.
Prever para el futuro siempre es una
buena decisión.
En el campo la inmensa mayoría trabajaba para sí misma y sus familias. Las personas vivían para ganarse la vida y muy pocos eran asalariados de alguna empresa o negocio. Era un modelo de vida mucho más próximo a los orígenes. Estoy seguro de que en muchas de las formas de hacer de entonces, donde aún se usaban arados romanos, las cosas permanecían como en los tiempos más ancestrales de la Humanidad. Y aquello me daba mucho que pensar. Había un ingenio natural que me gustaba conocer y llamaba profundamente mi atención. Las labores artesanas especialmente.
Hay modos de ganarse la vida distintos a
una remuneración salarial.
Todos sabían que eran humildes, pero eso no les hacía sentirse avergonzados. Incluso se ensalzaba y elogiaba la labor del modesto campesino. Ellos tenían «otros conocimientos» que versaban sobre el aprovechamiento de las tierras, de los bosques, de los árboles, de los cultivos, de los frutales, de los animales de trabajo y de los de granja, de la matanza, de la siega y de otras infinitas tareas. Incluso de la cocina casera. Sabían detectar el tiempo atmosférico y escoger los mejores modos y momentos para conseguir los mayores rendimientos.
Entre las gentes del campo no existía prácticamente nivel de estudios, por lo que se refiere a lo que se considera ciencia o se ha valorado como conocimiento. Algunos incluso eran analfabetos; es decir no sabían leer ni escribir, porque la vida les había negado la oportunidad de ir a la escuela al tener que, desde la niñez, ayudar con su trabajo a sus padres.
Sin embargo percibí en ellos una valiosa inteligencia natural y un sentido de la cordura y de la sensatez dignos de elogio. Y es que cuando se es humilde y se depende de la naturaleza el sentido común es una virtud imprescindible que te hace llegar lejos. Además, la gran mayoría de aquellas personas sabían perfectamente lo que era la buena educación. Podían ser rudos y humildes pero eran educados y honestos; es decir, distinguían perfectamente entre el bien y el mal; corregían a los chiquillos, propios o ajenos, cuando actuábamos de forma inapropiada o faltábamos al respeto. Es cierto que muchos eran rudos porque su entorno así los había hecho, pero tenían el sentido común del aldeano que ha sufrido muchos avatares.
La sensatez se encuentra más fácilmente
en lo más básico.
Así la mayor parte de los chiquillos aprendíamos rápido que una cosa es el conocimiento y otra bien distinta el comportamiento, y que una buena educación no solo consiste en aprender y adquirir conocimientos sino en construir un carácter valioso, lo cual es imprescindible para la vida. No se nos explicaba de ese modo conceptual pero recibíamos signos de ello que se iban asentando en nuestro interior.
Me gustaba contemplar las labores del campo, aprender algunas y observar la maestría de aquellas personas para resolver situaciones imprevistas. Igual arreglaban un roto que un descosido y su destreza para la artesanía llamaba enormemente mi atención. Además todo lo resolvían con productos naturales aprovechando lo básico y elemental de que disponían. De ese modo hacían hasta clavos de madera y sus soluciones estaban pensadas para durar.
Esa destreza del campo se me grabó en el interior y siempre he admirado y respetado profundamente a las gentes humildes pero prudentes y honestas. Me han parecido uno de los mejores ejemplos a seguir.
Es importante aprender a admirar las destrezas de las personas humildes.
Otra cosa que me sorprendía de aquel entorno era el aprovechamiento del tiempo. En primer lugar no se paraba nunca de hacer cosas. En primavera y verano, más volcados hacia el exterior; en otoño recogiendo y apilando alimentos para pasar el crudo invierno; y en este último tiempo reparando y acomodando el interior. Si por aquel entonces el sentido del ocio era poco conocido en el mundo urbano, en aquel mundo rural era absolutamente desconocido. Se reducía a poco más que unos chatos con los vecinos o a una partida de bolos. Pero entretenimientos no faltaban. De ese modo mezclaban diversión y trabajo bajo un solo concepto. Únicamente ya con la oscuridad y para soportar mejor el frío, las sentadas en torno a la chimenea donde se consumían recios troncos recogidos del monte y aserrados o cortados con hacha a tamaño adecuado, acogían el descanso.
Más que buscar un trabajo que te guste, aprende a obtener satisfacción con el que desarrollas.
Al no haber luz eléctrica, con la aurora comenzaba el día para aprovechar la luz natural y se terminaba con el declive del sol.
Por otra parte, el ritmo de actividad no era estridente pero sí persistente. Y ese método altamente eficaz lo empleaban tanto para caminar por el monte, donde lo más práctico era mantener un ritmo mejor que llevar prisas que no conducen a ninguna parte, como para cualquier trabajo. Eran muy habilidosos para poner las tareas en cola c...

Índice

  1. Prólogo
  2. Capítulo 1. Forjar el carácter
  3. Capítulo 2. Las oportunidades que nos dan las personas
  4. Capítulo 3. Un trabajo de larga distancia
  5. Capítulo 4. Determinando mi valor
  6. Capítulo 5. La ilusión y las buenas decisiones
  7. Capítulo 6. Una experiencia con magia
  8. Capítulo 7. Un salto inesperado
  9. Capítulo 8. Bienvenido a la vida corporativa
  10. Capítulo 9. Cooperación inteligente
  11. Capítulo 10. Saber escuchar
  12. Capítulo 11. El anti-líder
  13. Capítulo 12. Energía y confianza
  14. Capítulo 13. Energía oculta
  15. Capítulo 14. Gestión de trayectos
  16. Capítulo 15. El desarrollo y el peso de lo intangible
  17. Capítulo 16. Ilusiones
  18. Capítulo 17. El redescubrimiento de América
  19. Capítulo 18. El despropósito
  20. Capítulo 19. Nunca es oro todo lo que reluce
  21. Capítulo 20. Sobre el alambre
  22. Capítulo 21. El trasfondo en la dirección
  23. Capítulo 22. La aspiración internacional
  24. Capítulo 23. La reconversión
  25. Capítulo 1. Entre dos torbellinos
  26. Capítulo 2. La inteligencia olvidada
  27. Capítulo 3. Una dirección con sentido
  28. Agradecimientos
  29. Bibliografía de cabecera y cine