PARTE IV
LA GUERRA
«La memoria es como cabalgar por un camino de noche con una antorcha encendida. La antorcha arroja su luz solo hasta un punto y, más allá, todo es oscuridad.»
Antiguo dicho lakota
Marshall, The Journey of Crazy Horse, p. 57.
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La guerra es la paz
«Por el tratado pendiente de ratificación entre Estados Unidos y los indios sioux en el fuerte Laramie, se dispone que es deber de todo soldado tratar a todos los indios con amabilidad. El indio que sufra algún daño acometerá su venganza contra cualquier hombre blanco que encuentre en su camino».
Esto fue lo que escribió el coronel Henry Beebee Carrington el 13 de junio de 1866, mientras cabalgaba al oeste a la cabeza del Segundo Batallón del Regimiento de Infantería n.º 18 de Estados Unidos. Dado que seguía en el este de Nebraska, el coronel Carrington todavía no se había topado con ningún indio hostil, por lo que no tenía manera de saber cuánta razón llevaba. Estaba a punto de descubrirlo; y, de momento, aún no contaba con su segundo al mando, el capitán William Judd Fetterman.
Tras el final de la Guerra de Secesión, tanto Carrington como Fetterman habían decidido dedicarse a la carrera militar. Aunque Carrington solo era nueve años mayor que Fetterman, personificaba la línea divisoria entre los militares de la vieja escuela y una nueva estirpe de soldados inmersos en la guerra total. Carrington, abogado con buena formación y aficionado a leer versículos de la Biblia todas las mañanas en griego y en hebreo, había pasado el conflicto supervisando las actividades de reclutamiento de hombres del Medio Oeste por parte del Ejército de la Unión, con la eficacia suficiente como para habérsele reconocido el mérito de conseguir doscientos mil voluntarios para el servicio bélico. Asimismo, había estado al cargo de campamentos de prisioneros de guerra y procesó a los rebeldes Copperheads que promovieron la Conspiración del Gran Noroeste. No participó nunca de acciones militares, pero esos logros bastaron para reportarle un ascenso nominal provisorio —y en buena medida honorario— a general de brigada. Fetterman, por su parte, tenía experiencia táctica y estratégica en el campo de batalla. Además, había adquirido conocimientos administrativos prácticos durante las últimas fases de la campaña en Georgia de Sherman, entre otras cosas, sirviendo como suboficial administrativo del Cuerpo n.º 14, puesto en el que tuvo bajo su responsabilidad a más de diez mil hombres. Su familiaridad con las condiciones en el campo de batalla y con los procesos y protocolos militares de todo tipo de puestos de mando lo hacían un candidato más que atractivo para el cuerpo de oficiales de posguerra. Tanto él como Carrington perdieron sus cargos nominales de voluntarios y volvieron a solicitar un puesto en el Regimiento de Infantería n.º 18 del ejército regular en Columbus (Ohio). Fetterman descendió de nuevo de coronel a capitán y Carrington pasó de general a coronel, cuestión que percibió como un desprecio y que le acompañaría el resto de su vida.
Carrington regresó a Columbus en parte para llorar la muerte de su hijo pequeño (el cuarto de sus seis niños que falleció antes de cumplir tres años). Empezó asimismo a presionar para conseguir un nombramiento mejor en lo que él consideraba el siguiente gran escenario nacional del Ejército, la frontera. Al término de la guerra, las Fuerzas Armadas se habían inflado con miles de coroneles y generales nominales, y Carrington —un administrador menudo, demacrado y tísico— no parecía tener muchas posibilidades. Así y todo, estaba decidido a hacer realidad sus ilusiones de héroe y contaba con muchos amigos poderosos. Se puso a escribir cartas no solo a viejos conocidos de los días en que, de joven, había servido como secretario de Washington Irving, sino también a vínculos más recientes, como Salmon Chase, por entonces presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Se dirigió además a su antiguo compañero abogado William Dennison, que había sido gobernador de Ohio y era entonces director general de Correos. Esos contactos dieron fruto.
Al terminar la guerra, Fetterman también cabalgó al norte, a Columbus. Su estancia allí fue más breve. Aunque su expediente rebosaba de honores y distinciones militares, carecía de la influencia política de Carrington. En otoño de 1865, a Fetterman se le asignaron las tareas de reclutamiento en Cleveland, mientras Carrington, junto a su esposa Margaret y sus dos hijos (Jimmy, de seis años, y Harry, más pequeño), salía rumbo al Oeste con doscientos veinte hombres del Segundo Batallón del 18. A la tropa le faltaban casi setecientos soldados, y la partida llegó al fuerte Leavenworth en Kansas usando el ferrocarril y la barcaza de río a principios de noviembre, en mitad de uno de los inviernos más brutales registrados en las Llanuras. Aquella era la primera vez que la familia Carrington abandonaba las comodidades urbanas. La propia Margaret Carrington registró en su diario personal el impacto de vivir en un entorno agreste, anotando entre otras cosas que el mercurio del termómetro aparentemente se había congelado en los veinticuatro grados bajo cero (una imposibilidad física) y que «había que retirar con las palas medio metro de nieve antes de poder levantar una tienda».
Mientras los Carrington y el 18 se aclimataban a esa nueva realidad, una nación cansada de la guerra retrocedía ante la idea de un nuevo conflicto, especialmente contra los indios. Por su parte, organizaciones religiosas contrarias, como los cuáqueros, pasaron de ocuparse de la emancipación a centrarse en la justicia y la sensatez del trato de Estados Unidos hacia las tribus del Oeste. Cada púlpito suponía numerosos votantes y los políticos del Este tomaron buena nota de ello. Además, las campañas públicas de los predicadores ofrecían una cobertura humanitaria a la nueva política de paz de los republicanos radicales, una facción del partido republicano que estaba tomando el poder en Washington. La verdadera razón para el cambio en la política hacia los indios era, por supuesto, presupuestaria. Los políticos de ambos bandos se vieron presionados por los contribuyentes cansados de mantener al ejército de la frontera, profesional y caro, cuando la costosa tarea de la Reconstrucción solo acababa de empezar. Dedicar más dinero a otra campaña contra los indios y, al mismo tiempo, pagar para limpiar los residuos de la última guerra era un anatema. Con las milicias de voluntarios del Oeste desvaneciéndose y el ejército menguando en número —de más de un millón de soldados a menos de sesenta mil (muchos de los cuales se necesitaban para vigilar el Sur)—, se crearon montones de comisiones de investigación del Congreso para estudiar el «problema indio». Los miembros de dichas comisiones solían tener una actitud interesada e ingenua, y senadores y congresistas, con ánimos de pavonearse, empezaron a dirigir personalmente misiones de «investigación de los hechos» en el Oeste. El arroyo Sand era una de las escalas preferidas para fechar los acontecimientos y sacar fotos.
No obstante, los habitantes del Este iban a recibir una sorpresa, ya que en el Oeste —cuya población aún estaba dispersa— nadie sentía simpatía alguna por los «salvajes». Un ejemplo de ello fue el caso del senador James Doolittle de Wisconsin, ardiente defensor de la paz. En un discurso en la Denver Opera House, planteó lo que él consideraba una pregunta retórica: «¿Hay que introducir a los indios en reservas y civilizarlos, o exterminarlos?». No recibió la respuesta que esperaba, en vista de que el resto del discurso quedó ahogado por los gritos del auditorio: «¡Exterminarlos! ¡Exterminarlos!». Poco antes, un público similar había recibido en la ópera al coronel Chivington como a un héroe conquistador. Pese a tales augurios, Washington mantuvo su determinación de llegar a alguna clase de acuerdo con las tribus de las Altas Llanuras: una solución clara y sencilla para evitar nuevos derramamientos de sangre y más gastos. Tal y como escribió otro senador al ministro del interior después de reunirse con agentes indios del Oeste: «Es hora de que las autoridades de Washington se den cuenta de la magnitud de estas guerras que algunos generales emprenden por su cuenta y riesgo, y que pueden costar cientos y miles de vidas, y millones y millones de dólares».
A tal fin, en otoño de 1865, agentes indios se acercaron a grupos de hunkpapas, yanktonais, sioux pies negros, yanktons, sans arcs, dos calderas y brules que vivían cerca del río Missouri con un mensaje terminante: los asaltos contra emigrantes y colonos debían cesar y la guerra contra Estados Unidos sería una insensatez. No obstante, añadieron los agentes, los estadounidenses tenían corazón y, a cambio de aceptar la última oferta de paz de Washington, prometían a los indios tierras, aperos de labranza y semillas, y protección frente a las tribus que se opusieran a esas nuevas actividades agrícolas.
Los sioux se mostraron por supuesto reticentes. Vivir en casas, arar campos, enviar a sus hijos a la escuela: esos eran valores y principios del hombre blanco. Sin embargo, los agentes sabían bien que las tribus de la cuenca alta del Missouri se habían llevado hasta entonces la peor parte de la alarmante merma de las manadas de búfalos, y les recordaron a los indios que los quince años de anualidades en virtud del Tratado del Arroyo Horse estaban a punto de acabarse, ante lo que les ofrecían una solución: un trato nuevo, de veinte años, con tasas más altas. Todo lo que pedían a cambio era que los grupos se alejasen de manera definitiva de las rutas y los caminos hacia el oeste, y que prometiesen no molestar a los blancos que iban a mancillar sus antiguas tierras con cosechadoras mecánicas, máquinas de trillar y alambres de espino. Para el mes de octubre, en una asombrosa muestra de la desesperación de los indios, bastantes subjefes maleables en representación de más de dos mil sioux aceptaron el tratado en una ceremonia celebrada en el fuerte Sully, ubicado en el nacimiento del río Cheyenne.
La conciencia nacional, perturbada desde el episodio del arroyo Sand, se sintió aliviada y los titulares de los periódicos proclamaban la paz con los sioux, mientras reporteros y editores del Este —sin ser conscientes de que «los sioux» tenían muchas variantes— escribían que ya era seguro transitar por la ruta Bozeman. El Gobierno aparentemente se mostraba igual de iluso al creer que se podría firmar un pacto similar con Nube Roja y sus seguidores. Los agentes indios enviaron mensajeros al territorio del río Powder para anunciar que, al llegar la primavera, Estados Unidos estaba dispuesto a ofrecer unos términos aún mejores en forma de derechos exclusivos sobre el territorio, rebosante de animales de caza, que quedaba entre las colinas Black, las Bighorns y el Yellowstone, a cambio del mero derecho de paso por la ruta Bozeman. No se hacía mención alguna a los cultivos. El mensaje de Washington era claro: evitar la guerra a toda costa.
Los políticos y agentes indios que promovieron y fomentaron esas ofertas de paz tenían numerosos fines oscuros, pero la mayoría estaban movidos por un hecho obvio y predominante: el Ejército era pequeño y las Llanuras, enormes. Los generales, aparentemente, no estaban de acuerdo con ello.
La lucha política por el control de los asuntos indios se había ido intensificando, intermitentemente, desde 1849, dos años antes del Tratado del Arroyo Horse, cuando la supervisión de las tribus se transfirió desde el Ministerio de Defensa a la Oficina de Asuntos Indígenas. El Ejército consideraba a los políticos deshonestos y corruptos (acertadamente); los políticos creían que el Ejército estaba sediento de sangre y tenía poca visión de futuro (igual de acertadamente). Una prueba de esto último había sido la desastrosa campaña del general Connor. Lo normal, señalaban los burócratas, era que los militares hubieran aprendido algunas lecciones básicas, la principal de ellas que, por mucho poder industrial que tuviese Estados Unidos, las grandes columnas sinuosas de soldados dando tumbos por la pradera en misiones inútiles de búsqueda y destrucción serían como un juguete en manos de un enemigo móvil y astuto que conocía cada otero, hondonada, arroyo y pasto. El propio general Sherman admitió que encontrar a los indios hostiles «era más bien como buscar una pulga en un enorme campo de tréboles». Aun así, pese a su nueva autoridad como general en jefe del Ejército, ni siquiera Grant pudo alterar la arrogancia y el odio hacia los indios que se habían institucionalizado en el Ministerio de Defensa. Para la primavera de 1866, el Ministerio (al igual que, según se dice, les ocurrió a los Borbones cuando regresaron al poder) aparentemente no había aprendido ni olvidado nada.
Un año antes de que el general Grant lo sacase del olvido, el general Pope había publicado en la influyente revista Army and Navy Gazette una condena hacia lo que consideraba la política conformista de Estados Unidos respecto a las tribus de las Altas Llanuras. Según él, enfocar así el «problema indio» era dar un paso atrás en la cuestión. En vez de ofrecer tratados y sobornar a los nativos con regalos y anualidades, Pope abogaba por dejar la responsabilidad de la paz a los indios. De estar él al mando de la política...