Los intelectuales. El saber
y la cultura. Escritores y escribidores. Los libros
«Desengáñese, don Santiago: los intelectuales son cajas registradoras», me dijo un día en Venezuela el librero español exiliado del que te he hablado, en cuya librería pasábamos muchas horas «arreglando» los problemas de allí y de acá. ¿Qué no habría dicho aquel hombre si hubiese conocido estas postrimerías del siglo, en que los intelectuales se han convertido en voceros a sueldo? Porque entonces, los intelectuales, con todas sus miserias, eran todavía auténticos intelectuales… Ya lo creo… Claro, que al final de los años cincuenta y, ya, desde luego, una vez entrados los sesenta, aquellos viejos republicanos perdieron toda esperanza, y a la amargura del desarraigo se añadió la zozobra definitiva de asistir a la desaparición del mundo por el que habían luchado y se habían jugado la vida. No tienes más que repasar las páginas de la Gallinita de Max Aub. El desengaño es lo peor que te puede pasar si lo has empeñado todo.
Don Santiago, sin embargo, perteneció a esa clase de hombres a los que la adversidad continuada no logra doblegarlos, como los auténticos sabios. Bien al contrario, sacaba fuerzas de flaqueza cuando más arreciaba contra él la preterición o el ninguneo de la Universidad, los colegas o las instituciones.
Su cualidad de profesor y maestro excepcional se había construido sobre una muy sólida base racionalista, donde el saber y la cultura no podían ser, de ninguna manera, adornos más o menos suntuosos o habilidades de exhibición y deslumbramiento, sino una pura necesidad en el difícil camino de hacerse hombres:
—Antes –me decía don Santiago– iban los padres al maestro y le decían: «Señor maestro, a ver si hace usted de nuestro hijo un hombre». Ahora, no. Ahora van a los profesores (¡es increíble el desuso que está padeciendo en nuestra lengua una palabra tan hermosa como maestro!) y les dicen: «A ver si hacen de nuestro hijo un ingeniero informático». Esos mismos niños y jóvenes que, claro está, tan pronto abandonan las pantallas de ordenador, vuelven a su condición de bestias.
Porque esa, justamente, era la cuestión para don Santiago: ¿Cómo hacer de la bestia humana hombres plenos y libres? ¿Cómo neutralizar primero, y transformar después la barbarie en civilización? ¿Cómo hacer perfectible al hombre asilvestrado, hasta ser digno de su condición e inteligencia humanas? Y, sin ser la panacea, la educación y la cultura eran y son los únicos instrumentos de que disponemos en esa ardua labor; de modo que, para don Santiago, el reto permanente era tratar de que la educación y la cultura no fracasasen, en virtud de un convencimiento irrenunciable: el hombre y los pueblos pueden ser educados, no tienen por qué estar sometidos a un destino inexorable, sino perfectamente corregible. Ese convencimiento o su ausencia eran los que separaban gravemente a los hombres, y los que deparaban sus más terribles enfrentamientos.
Don Santiago era un maestro, el profesor por antonomasia entre cuantos le conocían, pero también un intelectual, es decir, un hombre con activa conciencia de la sociedad de su tiempo, con un compromiso ético de ciudadano consciente y exigente; alguien profundamente insatisfecho con el mundo que le rodeaba y frente al que emitía su queja y su palabra crítica, sin renunciar a la esperanza. Porque, como maestro, quería creer y creía en la capacidad de reacción de las nuevas generaciones, incluso en un panorama tan ominoso para la educación como el que caracterizó los últimos lustros de su vida.
Su capacidad reflexiva y su curiosidad voraz en todos los campos hacían de él un genuino hombre de letras, de cultura, pero la finalidad de su empeño, la necesaria transmisión de cuanto asimilaba como estudio, convertían su empresa personal en una empresa social, apartándolo de la vía contemplativa, con la que no sintonizaba, como buen ilustrado.
En cuanto que no podía dejar de pensar, ni dejar de expresar lo que pensaba, don Santiago era uno más de los intelectuales europeos de su siglo, aunque no exactamente. Le hacía especial y un tanto anacrónico su pasión por la palabra hablada, la oratoria como instrumento de comunicación en un siglo que había generalizado la escritura impresa y los medios audiovisuales de masas, y desterrado prácticamente la sola oralidad a una selecta y solemne práctica universitaria, política o institucional.
Su renuencia a la escritura le privó de una presencia e influencia cultural que, sin duda, habría llegado a públicos masivos. Pero jamás le oí que se hubiera planteado semejante cuestión en parte alguna de su vida. Su pasión por la expresión hablada y su escasísima obra escrita le apartaron de la imagen común del intelectual del siglo XX. Todavía más: don Santiago no era ni utópico ni melancólico, sino una persona templada de formas, que había hecho de la razón y la moral laica principios de vida y comportamiento, muy combativos y radicales llegado el caso y, siempre, ante cuestiones esenciales. La educación y la cultura, como necesidad y vocación, constituyeron su primera y última aspiración, una exigencia total que, partiendo de su preparación y cultivo personales, debían encontrar su justificación plena en un revertimiento social. El sentido ilustrado de utilidad le guió siempre. De ahí su profunda frustración cuando hubo de jubilarse con unos años de antelación por la entrada en vigor de una ley lamentable.
Si había algo que le preocupara en la cultura, y en su finalidad última como servicio a una sociedad responsable, era la claridad de su transmisión, lo que afectaba tanto al estilo como al contenido. La idea orteguiana de claridad, como punto de partida que da luz mediante el pensamiento, que ilumina el estadio de confusión primero sobre las cosas de la vida y la historia de los hombres, función propia del intelectual de Occidente, fue siempre la principal referencia de don Santiago como profesor y conferenciante. Pensaba que la lengua española había alcanzado su aptitud para la filosofía con brillantez, gracias a las obras de Ortega y Unamuno, a los que citaba con una precisión y soltura admirables; dos mundos tan distintos como fundamentales y complementarios para entender la transcendencia de la cultura hispánica, pero también para tener una noción de la verdad en su sentido filosófico y moral. Aunque la verdad que interesaba a don Santiago era la verdad objetiva, el «ajuste de nuestro juicio a las normas absolutas de la verdad verdadera», que decía Ortega, «no a las normas de nuestro buen parecer, como desearía Protágoras sino a la verdad objetiva, no a lo que subjetivamente nos venga en gana sino a lo que las cosas son en verdad». Este postulado que, en la práctica, se convirtió para don Santiago en una obsesión por llamar las cosas por su nombre, le hacía característico y raro en una sociedad finisecular donde la mal llamada postmodernidad y lo políticamente correcto habían arrumbado la propiedad del lenguaje y subvertido el significado de las palabras, amén, por supuesto, de la descalificación de cuanto se atuviera con rigor a la tradición cultural y al pensamiento verdaderamente libre.
En una ocasión en que yo le comentaba muy preocupado el ruido mediático del famoseo de los escritores, habitualmente tan ridículo y cursi, la impostura y el vacío e imbecilidad propiamente dichos que habían invadido el mundo de la cultura en el último decenio del siglo pasado, me contestó lacónicamente: «Aquila non capit muscas».
Lo que don Santiago cazaba al vuelo era el más leve rumor de la inteligencia, el destello de la excelencia en el pensamiento allá donde se generase, la belleza alada de las palabras y su transcendencia y el halo de limpia elegancia que irradia la probidad de las personas sin ambición ni pretensiones. Aunque casi siempre que hablaba de Ortega, en general, no dejaba de fustigar su elitismo y obsesión por las minorías, su hechura intelectual primera y esencial era orteguiana desde que, siendo adolescente en los años treinta, se abismó con pasión, siempre renovada, en la obra del gran filósofo español. Había leído minuciosamente a Unamuno, al que consideraba grandemente, pero su desabrido iberismo y su obsesiva fijación por el más allá de la muerte le alejaban de un preciado equilibrio agnóstico, al que don Santiago se aferraba por naturaleza y convencimiento reflexivo. La claridad orteguiana fue sin duda la seña expresa de su recorrido intelectual y cultural.
Una tarde en que don Santiago me acababa de contar con detalle contextual la famosa anécdota del torero Rafael Gómez Ortega, el Gallo, le dije con ánimo de que siguiera hablando de Ortega:
—Siempre que me habla usted de Ortega se me abre el apetito de su lectura, sobre todo por el énfasis que usted pone en la claridad brillante de cuanto dijo y luego dejó escrito, porque, como suele recordar usted, Ortega sobre todo hablaba, conferenciaba, como si le brotara el pensamiento en el mismo momento de su creación cuando hablaba, la escritura venía después. No sé si lo dijo así exactamente, pero invocando a Ortega podría decirse que quien no tiene nada que decir escribe oscuro…
—No recuerdo que lo dijera así exactamente, pero no vas desencaminado. Creo recordar que fue Medawar, el premio Nobel de medicina de los años sesenta, el que dijo algo radicalmente parecido: «El que escribe de forma oscura, o no sabe lo que habla, o intenta alguna canallada» Lo que sí que decía Ortega, más o menos literalmente, es que cuando los hombres no tienen nada que decir acerca de alguna cosa, gritan. Y donde hay griterío y guirigay, no puede haber mucha sabiduría como decía Leonardo. Para Ortega, la claridad no sólo era la cortesía del filósofo, que por supuesto, sino el mismo pensamiento propiamente, como una transición irreversible que va de lo oscuro hacia lo claro. Por eso gustaba repetir a menudo los versos de Goethe: «Yo me declaro del linaje de aquellos/que de lo oscuro hacia lo claro aspiran». Bueno…, el poema dice «esos», pero a mí me gusta más «aquellos», queda mejor… La claridad, la luz, la iluminación, el esclarecimiento sobre las cosas de la vida, la cultura, cualquier problema enunciado y sometido a la crítica, o sea, a su dilucidación y clarificación, eso es la filosofía para Ortega: «Un imperativo de mayor claridad» –decía. Una tarea de esclarecimiento que deben asumir los intelectuales para, precisamente, arrojar luz sobre los problemas de su tiempo y ayudar con ello a comprenderlos y afrontarlos. Pero, para ello, insiste Ortega, debe hacerse de manera clara, porque si no hay claridad en el lenguaje, éste se convierte en un instrumento nocivo, que no llega, que no seduce para, en su momento, oponerse y denunciar esa falta de claridad con que discurren los acontecimientos. Y si ya es difícil decir cosas con sencillez y claridad, me temo que escribirlas es más complicado si cabe. Sólo los grandes lo consiguen, por eso se convierten en clásicos. Y Ortega, como escritor, al final se ha convertido entre los españoles, si no en el más grande, en uno de los primerísimos del siglo XX. Todo lo que no esté claro debería olernos a chamusquina. Y lo que no está claro y se adorna mucho, debería recordarnos inmediatamente la hojarasca. En este sentido, la obra de Ortega toda es un prodigio de pensamiento universal esclarecido y un ejemplo de estilo clarividente y luminoso. Algo verdaderamente espectacular, como te he dicho otras veces.
—Hace un par de semanas me comentaba usted que Ortega, pese a su escoramiento, muchas veces injustificado, hacia las élites y las minorías, tenía mucha razón al fijar en su España invertebrada, como una de las taras más graves de los españoles, su odio a los mejores. Estos días de atrás he estado releyendo aquí y allá ese libro apasionado y apasionante, pero sobre todo vigentísimo y, como La rebelión de las masas, deslumbrante y profético. Al leer el prólogo de Ortega a la cuarta edición (1934) de la España invertebrada, he subrayado esta frase que aquí le traigo copiada, y que probablemente recordará: «Yo necesitaba para mi vida personal orientarme sobre los destinos de mi nación, a la que me sentía radicalmente adscrito. Hay quien sabe vivir como un sonámbulo; yo no he logrado aprender este cómodo estilo de existencia. Necesito vivir de claridades y lo más despierto posible». Me llamó la atención, porque aquí me pareció ver no sólo la importancia del concepto de claridad en Ortega, sino algo más allá que, partiendo de ella, le obliga a una especie de tensión existencial, de vigilancia ante cuanto le rodea, de ojo avizor que detecte el campo oscuro para iluminarlo convenientemente.
—Exacto. Esa tensión anímica, preámbulo previo y necesario en toda forma de creación, reviste en Ortega una forma explícita de voluntad que inquiere, que se pregunta con resuelta obstinación para ver con claridad. Creo recordar que en alguna de sus conferencias se refirió a algo parecido a lo que estamos hablando como «voluntad luciferina». Está muy bien visto esto que comentas, porque no sólo es evidente en Ortega, sino en muchas partes de nuestra mejor literatura. Estoy pensando, sin ir más lejos, en el Juan de Mairena, de don Antonio Machado, donde hay muy juiciosas exhortaciones a la claridad, a la necesidad de ver claro en todo, o los versos de nuestro Jorge Manrique, en ese sentido de estar despierto, de estar alerta intelectivamente: «Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte…». Ese despertar con atención, en efecto, es una forma de tensión, que percibe,...