V
LA HISTORIA Y LA NOVELA
Historiadores y novelistas. Tareas diferentes – “Hecho” y “ficción” – Orígenes e historia de la novela, de interés para los historiadores – Toda novela es histórica – Potencialidad: lo que sucedió, lo que pudo suceder – La crisis reciente y actual de la novela – La historia absorbe la novela: un nuevo género literario – Breve adenda
1.
“La historia –escribió Macaulay en cierta ocasión– empieza en la novela y acaba en el ensayo”. He aquí una máxima bien concisa. ¿Qué querrá decir? El historiador, como el novelista, cuenta una historia; la historia de un trocito del pasado; el historiador describe (más que “define”). El novelista lo tiene más fácil: puede inventarse personas que no existieron y hechos que no sucedieron. Eso no está al alcance del historiador, que no puede describir ni personas ni sucesos que no existieran: debe limitarse a los hombres y mujeres que vivieron de verdad. Debe apoyarse en las pruebas de sus actos y de sus palabras aunque, como el novelista, se vea obligado a hacer ciertas conjeturas sobre lo que pensaban. En resumen: debe hacer ensayo, que no es lo mismo (aunque los términos estén bien próximos) que “ensayar”, porque es algo más: no basta con sopesar todas las pruebas, sino que hay que encontrarles significado. Los historiadores deben tener esa capacidad… y esa disposición. Pero ¿entienden que a todo suceso y a toda expresión humanos es inherente alguna forma de moral? No existen muchos historiadores cuya visión de la historia, en general, pase por dedicarse a la tarea de promover el pensamiento histórico. Los historiadores así son profesores, más que escritores: cuando escriben, también enseñan. ¿Hacen esto los novelistas? Muy pocas veces; y, si es así, sus enseñanzas están implícitas.
Mencken dijo en broma que el historiador es un novelista frustrado; pero hay que leer a Tolstói para darse cuenta de que más bien puede que el novelista sea un historiador frustrado. Resulta más sencillo escribir una historia mediocre que una novela mediocre y más difícil escribir un gran libro de historia que una gran novela. De ahí que, a lo largo de los últimos dos siglos, haya habido quizá más grandes novelas que grandes obras históricas. “Un gran historiador –escribió Macaulay– exigiría la devolución de los materiales que se ha apropiado el novelista”. Y: “Ser realmente un gran historiador quizá sea la menos frecuente de las distinciones intelectuales”. Pero las cosas no son tan simples.
2.
La historia tiene dos definiciones; la novela una. ¿Existía la historia antes de que hubiera historiadores, o existe sin quienes la registran y la narran? Sí, y sí. ¿Puede existir una novela sin novelista, sin escritor? No. Hacer esta distinción es de sentido común, pero falta algo para completarla. No se puede enfrentar de forma absoluta a un historiador y a un novelista como pertenecientes a categorías distintas. Tampoco los “hechos” y la “ficción”. “Ficción” significa construcción, y de ahí que haya siempre algo de “ficción” cuando se afirma (o incluso cuando se percibe) un “hecho”.
La historia es inevitablemente antropocéntrica: consiste en el conocimiento que los seres humanos poseen sobre los demás seres humanos y ese conocimiento pasa por los cinco sentidos, incluido el de la vista, porque el acto de ver implica pensamiento e imaginación, y a su vez esta última equivale, con un poco de voluntad, a la construcción.
El Hecho y la Ficción tienen relación entre sí; pero no son idénticos. (Y, dejando de lado las limitaciones del “hecho”, el deber principal de cualquier historiador es el de corregir los “hechos” imprecisos o falsos que han enunciado los demás). Sin embargo, si todo hecho es, hasta cierto punto, una ficción; si el historiador debe ser todavía más dueño de sus palabras que de sus hechos… ¿queda algo que lo distinga del novelista? Permítanme tranquilizar a mis colegas historiadores: no hay nada que temer. La diferencia entre el historiador y el novelista existe. Lo que expongo aquí no implica que la historia tenga naturaleza ficticia; viene a implicar, más bien, que la ficción posee cierta historicidad. Y esto es consecuencia del auge de la conciencia histórica, porque el pensamiento histórico ha afectado a los novelistas aún más que la novela a los historiadores.
3.
La novela, como la historia profesional, fue un producto del siglo XVIII. Puede que tuviera algunos precursores, pero la novela moderna apareció en torno a 1750 y era una nueva forma de literatura. Existen otros géneros literarios con más de tres mil años de antigüedad, pero la novela fue un fenómeno moderno. Por entonces, muchos pensaban, y es posible que muchos lo piensen aún, que la novela, por ser narrativa, era una forma en prosa de la épica. Pero se equivocaban, y se equivocan. “Novela y épica”, escribió Ortega y Gasset en 1914,
son justamente lo contrario. El tema de la épica es el pasado como tal pasado: háblasenos en ella de un mundo que fue y concluyó, de una edad mítica cuya antigüedad no es del mismo modo un pretérito que lo es cualquier tiempo histórico remoto. Cierto que la piedad local fue tendiendo unos hilos tenues entre los hombres y dioses homéricos y los ciudadanos del presente; pero esta red de tradiciones genealógicas no logra hacer viable la distancia absoluta que existe entre el ayer mítico y el hoy real. Por muchos ayer reales que interpolemos, el orbe habitado por los Aquiles y los Agamenón no tiene comunicación con nuestra existencia y no podemos llegar a ellos paso a paso, desandando el camino hacia atrás que el tiempo abrió hacia adelante. El pasado épico no es nuestro pasado. Nuestro pasado no repugna que lo consideremos como habiendo sido presente alguna vez. Mas el pasado épico huye de todo presente […] No es, no, el pasado del recuerdo, sino un pasado ideal.
El éxito de la novela –la cual se convirtió enseguida en la forma literaria predominante– se puede atribuir sobre todo a la circunstancia de que sus lectores podían identificarse con sus personajes y sus escenas, con sus problemas y su época. Se podría incluso decir que la novela pertenece a la edad burguesa; que fue una forma literaria burguesa. (Y, como veremos más adelante, los problemas a los que se enfrenta hoy la novela, hasta su posible desaparición, quizá se deban a que la era burguesa y las sociedades burguesas han pasado ya). Mientras tanto, puede que la historia profesional, a pesar de todos los problemas que arrostra hoy, no desaparezca a la vez que la era burguesa.
Pero los historiadores de los últimos dos siglos deberían haber tenido presentes algunas de las novelas de esos años, y por más de una razón. Existen al menos cuatro modos en que los novelistas generan pruebas que le resultan valiosas a un historiador. El primero es que los novelistas proporcionan material histórico real: detalles vívidos sobre ciertos momentos del pasado, muchos de ellos verificables históricamente, dado que muchas veces el novelista siente un interés similar al del historiador. Más aún, el novelista, gracias al arte con el que selecciona, ordena y describe esos detalles, es capaz de hacer que el historiador se interese por aspectos, escenas, problemas e incluso periodos “pasados por alto”. Los ejemplos clásicos son Scott, Balzac o ciertas obras de Dickens. Muchos historiadores han mostrado respecto por los méritos de Scott. La comedia humana de Balzac, que ocurre entre 1792 y 1840, está repleta de todo tipo de detalles históricos. Dickens detalló sus intenciones históricas en el prefacio de Barnaby Rudge, donde escribió: “Dado que, por lo que yo sabía, ningún relato de los disturbios de Gordon había sido introducido en una obra de ficción, y dado que el tema presentaba características extraordinarias y sorprendentes, decidí planear esta narración”. (Barnaby Rudge, de hecho, no dio solo en ser una buena narración, sino que se adelantó en más de un siglo a la primera monografía histórica [1870] sobre el motín Gordon).
En segundo lugar: la descripción que hace el novelista sobre las escenas de su tiempo, de las que él ha sido testigo presencial, suele constituir una evidencia histórica de la mejor calidad. “La ficción viene a menudo en ayuda de la historia –escribió Alfred Duff Cooper– y el ojo penetrante del genio es capaz de discernir aquello que burla la paciente investigación del historiador”. He pensado muchas veces que la descripción que hizo Stendhal (más que Hugo) de Waterloo en La cartuja de Parma debería ser lectura obligatoria en las escuelas militares, pues su relato desmiente muchas ideas equivocadas y abstractas sobre las órdenes militares, así como muchas falsas imágenes sobre las batallas del siglo XIX, que las pintan como una larga mêlée entre soldados de uniforme impecable, salpicada aquí y allá con el destello de las bayonetas, mientras la caballería carga sable en ristre y suena de fondo un cañón que parece de Beethoven, retumbando siempre en do mayor. El estupendo relato de Maupassant “Un golpe de estado”, por su magnífica descripción de cuán poco revolucionarias han sido ciertas revoluciones, debería incluirse en alguna de nuestras soporíferas antologías de ciencia política, a modo de correctivo para clichés como “el pueblo se levantó contra el poder establecido”, etc. Si hablamos de historia social e intelectual, La nueva Grub Street, por ejemplo, es un novela que no solo está ll...