Capítulo I
EL GALEÓN DE MANILA
El doce de junio de 1750 había amanecido con tiempo claro y sereno, después de una semana de vendavales del SO al OSO, con frecuentes turbonadas y aguaceros que habían lavado el ambiente. Una ligera brisa del NE, impregnada del aroma de los bosques de las montañas de San Mateo, apenas refrescaba el ambiente y no llegaba a rizar la gran bahía de Manila, que brillaba en todo su esplendor con la refulgencia de una lámina de plata fundida.
Al sur de la bahía, los astilleros e instalaciones del puerto y ribera de Cavite iniciaban su actividad, poco después de terminada la ceremonia de cambio de guardia y de izar bandera en el castillo de la fuerza de San Felipe. Las marchas de pífanos y tambores parecían encontrar eco en las que, debilitadas por la distancia, se oían por la parte del castillo de la fuerza de Santiago en Manila.
Esa mañana del 12 de junio de 1750 podía verse, atracado al muelle para las embarcaciones de los reales efectos, un navío de dos puentes y de bellas proporciones que, lavado por las pasadas lluvias, brillaba recién pintado. Completamente aparejado y lastrado, listo para recibir su artillería y carga y cruzar el Pacífico, presentaba una bellísima estampa cuyos reflejos cabrilleaban en las aguas de la bahía.
Era el navío de Su Majestad, de la carrera Manila-Acapulco, de 50 codos de quilla y del porte de 50 cañones, Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, protagonista de esta historia. El 12 de junio de 1750 terminaba, prácticamente, uno de sus más largos procesos de carenado y aderezo. Había entrado en astillero el 13 de abril de 1749 para un primer carenado, con un período en servicio activo entre el 28 de septiembre del mismo año y el 18 de enero de 1750.
En esos diez meses en astillero, se había realizado una renovación completa del navío. Incluso se había pintado desde la línea de flotación hasta los tamboretes de los palos machos, práctica poco común en una época en que faltaba tiempo y recursos en las Cajas Reales de las islas.
El Pilar aparecía con los costados pintados de amarillo limón. Los cintones, cintillos, posteleros, amuradas del alcázar y castillo de proa, tapas de regala y mesas de guarnición y sus cadenotes estaban realzados en negro mate. La proa estaba pintada de negro, con los bajorrelieves de las gambotas, brazales, curvas bandas y tapas de serviolas destacados en azul galoneado de blanco. El mascarón de proa, en blanco, dada la falta de recursos para dorarlo. La popa y sus jardines también tenían un fondo negro, con los paneles inferiores de los ventanales de la cámara baja realzados en azul galoneado de blanco. El blanco también destacaba la columnata de la galería de la cámara alta, los dinteles de ventanales y los galones de la herradura y tapas de regala.
Por carestía de recursos, asimismo se había empleado el blanco en las tallas de la popa: imagen de la Virgen del Pilar y escudos con las armas reales y las de la noble ciudad de Manila. En situación de desplazamiento “en rosca”, el navío flotaba un tanto alto en sus líneas, lo que permitía ver parte del forro de plomo que cubría su carena.
El navío Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza era heredero y continuador de los famosos galeones de Manila, cuya verdadera historia había empezado dos siglos antes…
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El martes 18 de septiembre de 1565, la nao San Pedro de “porte de quinientas y çincuenta toneladas, e tiene de talón a talón por quilla treynta e ocho codos”1, cuyo capitán era don Felipe de Salcedo auxiliado por fray Andrés de Urdaneta, recalaba en la isla de San Miguel (34o 01’N, 120o 18’O), en las costas de California. Se había dado a la vela en el puerto de Cebú, en las islas Filipinas, el viernes 1 de junio de 1565 por orden del general don Miguel López de Legazpi2.
El genio de Urdaneta, con la colaboración de los pilotos de la nao, Esteban Rodríguez y Rodrigo de Espinosa, había establecido la derrota de vuelta desde las Filipinas a la Nueva España3 que haría posible la evangelización y desarrollo de aquellas islas. La Corona española podía ya mantener la frontera occidental de sus reinos en la posición más avanzada que la bula Inter cætera del papa Alejandro VI y los posteriores pactos con Portugal le permitían4.
Cortadas por los turcos las rutas comerciales de los productos de oriente, que había monopolizado la república de Venecia, se había hecho necesario encontrar nuevos caminos para el comercio con el lejano oriente. Las talasocracias atlánticas europeas aceptarían el desafío. Primero Portugal, por el sur (cabo de Buena Esperanza); España después, por la ruta occidental; y más tarde Inglaterra y Holanda, siguiendo el camino portugués, establecieron sistemas y compañías de comercio con las Indias Orientales5.
Nao de 150 toneles según García de Palacio (1587)
En el caso de España, el comercio iba a ser solo un medio que permitiría mantener la presencia española en las islas Filipinas. El principal objetivo de la corona española en las islas fue: en primer lugar, su evangelización6; después, mantener sus derechos que hicieron del océano Pacífico un mar español durante más de dos siglos. Esta política española en el oriente no hubiese sido practicable sin un sistema de comunicación regular. Así nació una línea marítima, servida por naves de la corona española, que durante doscientos cincuenta años hizo de puente entre las islas Filipinas y la Nueva España, donde entroncaba con los sistemas de comunicación establecidos entre las Indias Occidentales y la España peninsular.
El comercio entre China y la Nueva España, de donde se extendía al resto de las Indias Occidentales y a la metrópoli, pronto alcanzó importantes proporciones. Desde 1589 la corona se vio obligada a regular estrictamente el comercio de la nao de Acapulco para evitar una excesiva sangría de plata mexicana y para no dañar la industria textil de Andalucía, en especial la de la seda. Las leyes y decretos reales ponían límite al comercio entre Manila y la Nueva España; definían las normas para su reparto, transporte, dotación y defensa de las naves de la carrera, y dificultaban el contrabando.
El comercio quedaba exclusivamente reservado a los residentes españoles de las islas Filipinas, pues la corona comprendía la necesidad de compensar de alguna forma a sus servidores en islas tan alejadas de la España peninsular. El valor de las mercancías que se embarcasen en Manila para la Nueva España se amplió en 1702 hasta un máximo de 300.000 pesos de a ocho reales, mientras que el retorno a Manila del principal y ganancias obtenidas con su venta se limitaba a 600.000 pesos. La compra de mercancías en Acapulco quedaba circunscrita a los comerciantes de la Nueva España, por tanto, se excluía del comercio a los residentes del virreinato del Perú, de la Tierra Firme y de la Guatemala.
La capacidad de carga de las bodegas del navío o navíos7 era cuidadosamente medida y dividida en piezas, equivalentes a un fardillo de 1 más 1/4 varas de largo, 2/3 de vara de ancho y 1/3 de vara de alto8. En la época que nos ocupa, el permiso quedaba limitado a la capacidad de la nave, con un máximo de 4.000 piezas si fuese mayor, representadas por certificados llamados boletas. Las piezas se distribuían entre la población española de Manila y Cavite, según su antigüedad y condición, por una junta que presidía el propio gobernador, cuya falta de imparcialidad, en su caso, podía resultar en cargo en su juicio de residencia9.
En el reparto de la capacidad del navío, entraban también soldados, viudas y eclesiásticos, estos últimos bajo ciertas restricciones. Para la dotación del navío, se reservaban 200 piezas, cuyo mercadeo podía compensar la cortedad de las pagas de la gente de mar, mientras que el gobernador, los ministros togados y los oficiales reales10 se repartían 100 piezas para el embarque de regalos.
Las boletas eran al portador y podían transferirse al mejor postor, siempre que ya figurase en el reparto, generalmente los grandes comerciantes de Manila. En ocasiones los dueños de boletas, faltos de recursos, podían obtener financiación en las llamadas Fundaciones Piadosas, a pesar de las reiteradas prohibiciones emanadas de la Santa Sede para evitar la participación de las órdenes religiosas en el comercio de Filipinas11.
A pesar de un sistema de control tan bien concebido, no fue posible erradicar el contrabando, de forma que dio lugar a que se promulgaran leyes encaminadas a ese fin. El fiscal de la audiencia de Manila debía estar presente en las visitas de las naves que llegasen de Acapulco, para denunciar cualquier exceso en el permiso de la plata embarcada. De haberlo era decomisado y repartido por igual entre la Corona, el juez y el denunciante.
Las multas por exceso de carga para el permiso aprehendido en el camino de Acapulco eran de 2.000 ducados de Castilla y diez años de servicio en la isla de Ternate. La mercancía había sido comprobada en Acapulco por los oficiales reales y contrastada con los registros de la nave. La evaluación de las mercancías recibidas en Acapulco se debía repetir en la ciudad de México por un...