Pensadores de la nueva izquierda
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Pensadores de la nueva izquierda

  1. 448 páginas
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Pensadores de la nueva izquierda

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Información del libro

Scruton inicia este estudio sobre los fundamentos de la Nueva Izquierda en 1985, publicando un libro con este mismo nombre. En él analizaba a Sartre y Foucault, Habermas, Galbraith y Gramsci. Ha revisado el texto, incluyendo a pensadores de influencia creciente como Lacan, Deleuze y Guattari, Said, Badiou y Zizek. La edición de 1985 fue controvertida y recibió numerosas críticas en los círculos intelectuales europeos, por su estilo provocativo. Mientras tanto -eran los años de la caída del Muro-, era traducido en numerosos países de herencia comunista. Scruton trata de explicar "qué hay de bueno en los autores que trato, y qué hay de malo. Mi esperanza es que el resultado pueda beneficiar a lectores de todas las opciones políticas".

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Información

Año
2017
ISBN
9788432148002
Edición
1
Categoría
Philosophy
1.
¿QUÉ ES LA IZQUIERDA?
EL USO MODERNO DEL TÉRMINOIZQUIERDA proviene de los Estados Generales de 1789, cuando la nobleza se sentó a la derecha del rey, y el “tercer estado” a la izquierda. Pero también podría haber sido al revés. Y, en realidad, fue al revés para todos menos para el rey. Sin embargo, los términos “derecha” e “izquierda” siguen aún vigentes entre nosotros, y se aplican hoy a facciones y doctrinas en el seno de todo orden político. La imagen que resulta de ello, como si las opiniones políticas se extendieran en una sola dimensión, solo se puede entender desde un punto de vista espacial y en relación con la existencia de un gobierno al que se puede criticar y es responsable. Pero incluso donde hace referencia al propio proceso político, esa representación no hace justicia a las teorías que se relacionan con él y que conforman el clima de la opinión pública política. Entonces ¿por qué emplear “izquierda” para referirnos a los pensadores que trataremos en este libro? ¿Por qué usar el mismo término para hablar de anarquistas como Foucault, marxistas dogmáticos como Althusser, nihilistas entusiastas como Žižek y liberales americanos como Dworkin o Rorty?
Hay principalmente dos razones. En primer lugar, los pensadores que aparecerán en estas páginas se refieren a sí mismos con este término. Y, en segundo lugar, todos ilustran una perdurable forma de ver el mundo que ha sido característica de la civilización occidental, al menos desde la Ilustración, y sobre la que se han construido complejas teorías sociales y políticas, como las que tendré ocasión de analizar en los siguientes capítulos. Muchos de las cuestiones que discutirá surgen en el contexto de la Nueva Izquierda, de gran importancia en la década de los sesenta y setenta. Otros son propios del pensamiento político de la posguerra, que creía que el Estado debía asumir las cargas sociales y distribuir los bienes.
Thinkers of the New Left se publicó antes del desmoronamiento de la Unión Soviética, antes de que la Unión Europea apareciera como un nuevo poder imperial y de que China se transformara en un exponente salvaje del capitalismo mafioso. Naturalmente los pensadores de izquierdas se han visto obligados a tener en cuenta estos cambios. La caída del comunismo en la Europa del Este y la debilidad de las economías socialistas en otros lugares dieron algo de credibilidad a las políticas económicas de la “nueva derecha”, e incluso el Partido Laborista se subió a ese carro, abandonó la cláusula IV de sus estatutos (es decir, su compromiso con la propiedad estatal) y aceptó que la industria no fuera ya una de las principales competencias del gobierno.
Por un momento pareció incluso que quienes habían dedicado sus esfuerzos intelectuales y políticos a encubrir a la Unión Soviética o a defender las “repúblicas populares” de China o Vietnam iban a pedir disculpas. Pero fue una esperanza fugaz. En esa misma década, el establishment de izquierdas volvió a asumir un nuevo protagonismo: Noam Chomski y Howard Zinn comenzaron otra vez a proferir sus radicales críticas contra América; la izquierda europea se unió de nuevo contra el “neoliberalismo”, como si este hubiera sido siempre el problema; Dworkin y Habermas siguieron cosechando premios por sus libros, tan poco leídos como impecables desde el punto de vista de su ortodoxia, y se premió a Eric Hobsbawm, un viejo comunista, por su inquebrantable fidelidad a la Unión Soviética, nombrándolo miembro de la Orden de los Compañeros de Honor de su Majestad.
Es verdad que el enemigo no era ya el de antes: el esquema marxista no se encajaba con facilidad en las nuevas circunstancias, y hubiera sido una ingenuidad defender la causa de la clase trabajadora cuando sus últimos integrantes se estaban convirtiendo en desempleados o en autónomos. Pero justo en ese momento llegó la crisis financiera, y personas de todo el mundo se vieron de repente sumidas en la pobreza, mientras los supuestos culpables de la situación —banqueros, financieros y especuladores— se esfumaban con sus bonus intactos. Como consecuencia de ello, comenzaron de nuevo a alcanzar popularidad libros que criticaban la economía de mercado, que nos recordaban que los auténticos bienes no son intercambiables (como decía Sandel en Lo que el dinero no puede comprar) o que los mecanismos del mercado determinan la transferencia masiva de riqueza de los más pobres a los más ricos (como señalaba Stiglitz en El precio de la desigualdad, o Piketti en El capital en el siglo XXI). Otros pensadores volvieron a extraer de la siempre pródiga fuente del humanismo marxista nuevas razones para hablar de la degradación espiritual y moral de la humanidad provocada por el libre intercambio económico (Gilles Lipovetstki y Jean Serroy, La estetización del mundo; Naomi Klein, No Logo; Philip Roscoe, I Spend, Therefore I Am).
De este modo, volvieron a disfrutar de cierta reputación los pensadores y escritores de izquierdas, asegurando al mundo que en realidad nunca se había comprometido con la propaganda comunista, y renovando sus ataques a la civilización occidental y a su sistema económico “neoliberal”, al que consideraban la principal amenaza de la humanidad en un mundo globalizado. La “derecha” siguió siendo un término que aludía al “abuso”, como lo era antes de la Caída del Muro, y las actitudes que se describen en este libro han conseguido adaptarse a esas nuevas condiciones sin moderar su propensión al conflicto. Este curioso fenómeno es uno de los muchos enigmas que trataré de desentrañar en las páginas que siguen.
La posición de la izquierda quedó claramente definida cuando surgió su distinción con la derecha. Los izquierdistas, como los jacobinos de la Revolución Francesa, creen que los bienes se encuentran injustamente distribuidos, y que ello es debido no a la naturaleza humana, sino a robo perpetrado por la clase dominante. Se definen en oposición al poder establecido, y se consideran los adalides de un nuevo orden que tendrá como objetivo corregir las viejas injusticias infligidas contra los oprimidos.
Dos son los rasgos de ese nuevo orden, que justifican su búsqueda: la liberación y la justicia social. Son parecidos a los valores de la libertad y la igualdad que predicaba la Revolución Francesa, pero solo parecidos. La liberación que reclaman los movimientos de izquierdas actuales no se refiere sólo a la liberación frente a la opresión política, o al derecho a vivir sin ver perturbada nuestra existencia. Significa emanciparse de las “estructuras”: de las instituciones, de las costumbres y de las convenciones que conforman el orden burgués y que han configurado el sistema compartido de normas y valores característico de la sociedad occidental. También aquellos izquierdistas que han abandonado el libertarianismo de los sesenta conciben la libertad como una forma de liberación de las constricciones sociales. Sus obras se dedican a deconstruir instituciones como la familia, la escuela, la ley, el Estado-nación, instituciones gracias a las cuales hemos recibido la herencia de la civilización occidental. Esta literatura, cuya mejor forma de expresión son las obras de Foucault, cree que lo que para otros son los mecanismos del orden civil, constituyen “estructuras de dominación”.
Liberar a las víctimas de la opresión es, sin embargo, una causa interminable, pues siempre aparecen nuevas víctimas en el horizonte. La liberación de la mujer de la opresión a la que la ha sometido el hombre, la de los animales frente al abuso humano, la de los homosexuales y transexuales de la homofobia, e incluso la de los musulmanes de la “islamofobia”, es decir, todas las causas que en los últimos tiempos la izquierda ha incluido en su programa político, han sido consagradas por la ley, e incluso se han creado comités en su defensa, que vigilan la censura oficial. Paulatinamente se han ido marginando las antiguas normas en las que se fundamenta el orden social, e incluso pueden llegar a ser condenadas como “vulneraciones de los derechos humanos”. Asimismo, la causa de la liberación ha dado lugar a más leyes de las que nunca fueron promulgadas para suprimirla; para darse cuenta de la situación, basta pensar en la legislación “antidiscriminación” que hoy existe.
Por otro lado, el objetivo de la “justicia social” no hace referencia, como en la Ilustración, a la igualdad ante la ley o a la igualdad de derechos civiles. El objetivo es la completa reorganización de la sociedad para eliminar todo privilegio, toda jerarquía y toda distribución de bienes que no sea equitativa. Ya no resulta aceptable, ciertamente, el igualitarismo radical de los marxistas y anarquistas del siglo XIX, que pretendían la abolición de la propiedad privada. Pero el reclamo de la “justicia social” encubre una mentalidad igualitaria mucho más persistente, una mentalidad por la que la desigualdad, en cualquier ámbito —en el de la propiedad, el placer, el derecho, la clase social, las oportunidades educativas o cualquier otro que desearíamos para nosotros o para nuestros hijos— es en principio injusta hasta que se demuestre lo contrario. En todo ámbito en el que las posiciones de los individuos sean comparables, el postulado por defecto es la igualdad.
Este postulado podría pasar desapercibido en el estilo cordial que tiene la prosa de John Rawls. La reivindicación más provocadora que hace Dworkin a favor del derecho a “igual tratamiento” frente al derecho a “ser tratado como igual” puede hacer que el lector se plantee hasta qué extremo lleva su argumentación. Pero lo más importante es percatarse de que se trata de un argumento que no permite que nada se interponga en su camino. No hay costumbres, ni instituciones, ni leyes ni jerarquías, ni tradiciones ni distinciones, normas o devociones que sean más importantes o puedan imponerse a la igualdad, si no son capaces de acreditar sus propios méritos. Todo lo que no pueda acomodarse a ese objetivo igualitario debe destruirse y construirse de nuevo, y no es motivo suficiente para aprobar determinadas instituciones y costumbres el hecho de que se hayan transmitido y aceptado. De ese modo, la justicia social se convierte en una reivindicación apenas disimulada para la “transformación radical” de la historia que siempre han promovido los revolucionarios.
Estos dos objetivos, la liberación y la justicia, no son, en efecto, más compatibles entre ellos que lo que fueron la libertad e igualdad en la Revolución Francesa. Si la liberación implica también liberarse de todas las posibilidades, ¿cómo impedir que quien es ambicioso, diligente, inteligente, guapo o fuerte, triunfe? Y ¿qué deberíamos hacer para evitarlo? Es mejor no intentar responder a esta difícil cuestión. Es más apropiado invocar viejos resentimientos, que discernir lo que comportaría explicitarlos. Al declarar la guerra en nombre de estos dos ideales a las jerarquías tradicionales y a las instituciones, la izquierda puede disimular la incompatibilidad que existe entre ellos. Además, la justicia social es un objetivo tan sagrado que purifica cualquier acción que se emprenda en su nombre.
Es importante tener en cuenta este potencial purificador. Mucha gente de izquierdas se muestra escéptica frente a los impulsos utópicos, pero al mismo tiempo, al colocarse tras sus estandartes moralizantes, termina inevitablemente incitada, inspirada y, finalmente, dirigida, por los miembros más fervientes de la secta. Porque la política que promueve la izquierda es una política que tiene un objetivo: el lugar que alguien ocupa en esa alianza está determinado por el compromiso que se esté dispuesto a asumir en la defensa de la “justicia social”, sea cual sea su forma. El conservadurismo —al menos el de tradición británica— es la política de la costumbre, el compromiso y la transigencia. Para el conservador, la asociación política se parece a la amistad: no tiene un objetivo concreto, sino que este va modificándose de acuerdo con la imprevisible lógica de la conversación. De ahí que el conservadurismo margine a los radicales, y los considere excéntricos y peligrosos. No solo no son ejemplos de un compromiso más fiel al proyecto en común, sino que por decisión propia se separan de aquellos a quienes pretenden liderar[1].
Marx repudió las diversas formas de socialismo de su época por “utópicas”, y distinguió el “socialismo utópico” de su “socialismo científico”, que prometía el “verdadero comunismo” como su predecible secuela. Su inevitabilidad histórica le eximió de la obligación de describirlo. La ciencia, a su juicio, consistía en las leyes del “movimiento histórico” descritas en El capital y en otras obras, según las cuales el desarrollo económico conllevaba cambios en la infraestructura económica de la sociedad, lo que permitía augurar la desaparición de la propiedad privada en el futuro. Después de la época socialista —la “dictadura del proletariado”— el Estado también “desaparecería”, ya no sería necesaria la ley, y todo pasaría a ser propiedad colectiva. No habría ya división del trabajo y cada persona disfrutaría de todo el espectro de necesidades y deseos, «la caza de la mañana, la pesca de la tarde, el cuidado del ganado en la noche y participar en la crítica literaria después de la cena», como se nos explica en La ideología alemana.
Retrospectivamente, decir que esto último es una afirmación científica y no utópica parece una broma. Lo que Marx afirma de la caza, la pesca, la agricultura y la crítica literaria es su manera de describir la vida sin propiedad privada. Pero si se pregunta quién facilitará las armas para cazar o la caña de pescar, quién organizará la jauría de perros que se necesita, quién mantendrá el cuidado de los refugios y los ríos navegables, quién dispondrá de la leche y de los terneros y quién publicará la crítica literaria, se nos contesta que todos esos asuntos no son de nuestra incumbencia. Y en cuanto a si será posible lograr la ingente organización que exigen todas esas placenteras actividades que disfrutará la nueva clase universal sin leyes ni propiedad privada y, por tanto, sin cadena de mando ni jerarquía, se consideran cuestiones tan triviales que no se repara en ellas. O, mejor dicho, son demasiado complicadas para contestarlas, por lo que se las pasa por alto. Darles respuesta exige, si no un ligero impulso crítico, al menos reconocer que el comunismo que preconizaba Marx entraña una contradicción: es una situación en la que se disfruta de todas las ventajas que tiene el orden legal, pero no...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. INTRODUCCIÓN
  6. 1. ¿QUÉ ES LA IZQUIERDA?
  7. 2. RESENTIMIENTO EN EL REINO UNIDO: HOBSBAWM Y THOMPSON
  8. 3. DESDÉN EN AMÉRICA: GALBRAITH Y DWORKIN
  9. 4. LIBERACIÓN EN FRANCIA: SARTRE Y FOUCAULT
  10. 5. ABURRIMIENTO EN ALEMANIA: CUESTA ABAJO CON HABERMAS
  11. 6. SINSENTIDO EN PARÍS. ALTHUSSER, LACAN Y DELEUZE
  12. 7. GUERRAS CULTURALES POR TODO EL MUNDO. LA NUEVA IZQUIERDA, DE GRAMSCI A SAID
  13. 8. EL MONSTRUO DESPIERTA. BADIOU Y ŽIŽEK
  14. 9. ¿QUÉ ES LA DERECHA?
  15. ÍNDICE DE NOMBRES
  16. ÍNDICE DE VOCES
  17. ROGER SCRUTON