La ciudad en la que nací se encontraba en el este de Europa, sobre una extensa llanura escasamente poblada. Hacia oriente era infinita. Por el oeste, una cadena de cerros azules, tan sólo visible en los despejados días de verano, marcaba el límite.
En mi ciudad de origen vivían unas diez mil personas. De ellas, tres mil estaban locas, aunque no suponían ningún peligro público. Una suave demencia las envolvía como una nube dorada. Se dedicaban a sus negocios y ganaban dinero. Se casaban y procreaban. Leían libros y periódicos. Se preocupaban por los asuntos del mundo. Conversaban en todos los idiomas en los que se entendía la población, muy variopinta, de nuestra comarca.
Mis compatriotas tienen talento. Muchos viven en las grandes ciudades del viejo y del nuevo mundo. Todos son importantes. Y algunos, famosos. De mi tierra natal procede el cirujano que en París rejuvenece a la gente vieja y rica y que convierte a las ancianas en doncellas; el astrónomo que en Ámsterdam ha descubierto el cometa Galia; el cardenal P., que desde hace veinte años determina la política del Vaticano; el arzobispo Lord L. en Escocia; el rabino K. de Milán, cuya lengua materna es el copto; el magnate del transporte S., cuyo sello comercial se puede ver en las estaciones de ferrocarril del mundo entero y en todos los puertos de cada uno de los continentes. No quiero decir sus nombres. De todos modos, los lectores suscritos a algún periódico saben cómo se llaman. En cuanto a mi propio nombre, no tiene ninguna importancia. Nadie lo conoce, pues vivo bajo uno falso. Me llamo, dicho sea de paso, Naphtali Kroj.
Soy una especie de impostor. Así se llama en Europa a las personas que se hacen pasar por algo distinto de lo que son. Todos los europeos occidentales hacen lo mismo. Pero ellos no son impostores, porque tienen papeles, pasaportes, documentos de identidad y partidas de bautismo. Y algunos incluso árboles genealógicos. Yo, en cambio, tengo un pasaporte falso, pero ninguna partida de bautismo y ningún árbol genealógico. Así que se puede decir que Naphtali Kroj es un impostor.
En mi tierra yo no necesitaba ningún papel. Todos me conocían. Cuando tenía seis años le limpiaba las botas al alcalde. Al cumplir los doce, entré a trabajar donde un barbero. Allí enjabonaba al alcalde. Con quince me convertí en cochero y los domingos llevaba al alcalde a pasear. Teníamos trece policías. Con todos ellos bebía aguardiente. ¿Necesitaba yo allí papeles?
Fuera de la ciudad los gendarmes eran los encargados de mantener el orden. Su sargento se acostaba con mi tía cada jueves que tenía libre. A menudo yo introducía aguardiente de contrabando en la ciudad. De los alrededores. Estaba prohibido y había que declararlo en la aduana, pero los guardias fronterizos recibían una indicación del jefe de los gendarmes y me dejaban pasar.
De modo que en mi juventud yo me llevaba bien con las autoridades. Más tarde sería otra cosa. Vinieron otros tiempos y otras autoridades.
Creo que allí, donde nací, nadie tenía papeles. Había un juzgado, una prisión, abogados, inspectores de Hacienda… Pero uno no tenía que identificarse jamás. ¿Qué más daba que uno fuera detenido bajo este o bajo aquel otro nombre? Si uno pagaba impuestos o no, ¿quién se arruinaba por eso? ¿A quién se ayudaba con ello? Lo principal era que los funcionarios tuvieran de qué vivir. Vivían de los sobornos. Por eso, nadie iba a la cárcel. Por eso, nadie pagaba impuestos. Por eso, nadie tenía papeles.
Los delitos graves salían a la luz. Los leves no eran descubiertos.
Los incendios premeditados se pasaban por alto. No se trataba más que de actos de venganza personal. El vagabundeo, la mendicidad y la venta ambulante formaban parte de la vieja usanza del país. Los guardabosques apagaban los incendios forestales. Las peleas y los homicidios los justificaba la costumbre de beber alcohol. A los ladrones y a los salteadores de caminos no se les perseguía. Se era de la opinión de que ya se castigaban a sí mismos con suficiente dureza al renunciar a cualquier vínculo con la sociedad, al comercio y a la conversación. De vez en cuando surgían falsificadores de moneda. Se les dejaba en paz, porque perjudicaban más al gobierno que a sus conciudadanos. Los tribunales y los abogados tenían qué hacer, porque trabajaban despacio. Se encargaban de mediar en los litigios y de promover el acuerdo. Los pagos se hacían siempre con retraso.
En mi tierra reinaba la paz. Tan sólo los vecinos más próximos eran enemigos entre sí. Los borrachos se reconciliaban. Los competidores no se hacían nada malo los unos a los otros. Se vengaban en los clientes y en los compradores. Cada uno prestaba dinero al otro. Todos se debían dinero. Ninguno tenía nada que reprochar a los demás.
No estaban permitidos los partidos políticos. A las personas de distinta nacionalidad no se las diferenciaba, porque cada uno de nosotros hablaba todas las lenguas. Tan sólo se reconocía a los judíos por su atuendo y su superioridad. De vez en cuando se hacían pequeños pogromos. En el torbellino de los acontecimientos pronto se olvidaban. Los judíos muertos eran enterrados. A los que les habían robado negaban haber sufrido daño alguno.
Todos mis compatriotas amaban la naturaleza, no en sí misma, sino por algunos de los frutos que dispensaba.
En otoño iban a los campos a asar patatas. En primavera, caminaban hasta los bosques para coger fresas.
Donde yo nací, el otoño estaba hecho de oro y de plata líquidos, de viento, bandadas de cuervos y ligeras heladas. Era casi tan largo como el invierno. En agosto las hojas se ponían amarillas y en los primeros días de septiembre ya estaban en el suelo. Nadie las barría. Sólo cuando llegué al oeste de Europa vi que el otoño se recogía con la escoba en ordenados montones de estiércol. En nuestros claros días de otoño, en cambio, no soplaba ningún viento. El sol aún era muy cálido, seguía muy inclinado y muy amarillo. Se ponía por el rojo oeste y despertaba cada mañana en un lecho de niebla y de plata. Pasaba bastante tiempo hasta que el cielo se ponía de un azul profundo. Entonces se quedaba así durante todo el breve día.
Los campos, amarillos, espinosos, duros, pinchaban en la planta de los pies. Su olor era más fuerte que en primavera, acre y un poco desalmado. Los bosques que los bordeaban seguían de un verde oscuro. Eran bosques de coníferas. En otoño tenían peines de plata en la cabeza. Asábamos patatas. Olía a fuego, a carbón, a mondas quemadas, a tierra chamuscada. Una ligera y brillante capa de hielo cristalino cubría los pantanos, en los que la región era rica. Exhalaban un olor a húmedo, como las redes para pescar. En muchos lugares el humo subía vertiginoso y juguetón hacia el cielo. De las granjas lejanas y próximas l...