Dios en el banquillo
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Dios en el banquillo

Clive Staples Lewis

  1. 152 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Dios en el banquillo

Clive Staples Lewis

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Este título tiene en común con otras obras de Lewis el hecho de ser un libro arrojado y valiente, sutil y que expresa lo trascendente con gran claridad.La mejor cualidad de Lewis -su maestría para armonizar sencillez y rigor, transparencia y precisión-se pone en esta colección de ensayos, al servicio de temas tan interesantes como los milagros, la relación fe-ciencia, la Redención o el destino final del hombre.Dios en el banquillo es también una obra única por su juiciosa doctrina moral y su razonada defensa de la Ley natural. Frente a ciertas " éticas " utilitaristas e indoloras que imperan actualmente, Lewis presenta la moral cristiana como una bocanada de aire fresco.

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Información

Año
2017
ISBN
9788432148088
I. MILAGROS (1942)
EN TODA MI VIDA solo he conocido una persona que dijera haber visto un espíritu. Era una mujer, y lo interesante es que antes de verlo ella no creía en la inmortalidad del alma, y sigue sin creer después de haberlo visto. Piensa que fue una alucinación. En otras palabras, ver no es creer. Esto es lo primero que hay que aclarar al hablar de los milagros. No consideraremos milagrosa ninguna experiencia que podamos tener, sea la que sea, si de antemano mantenemos una filosofía que excluye lo sobrenatural. Cualquier suceso que se considera milagro es, a la postre, una experiencia recibida por los sentidos, y los sentidos no son infalibles. Siempre podremos decir que hemos sido víctimas de una ilusión. Si no creemos en lo sobrenatural, eso es lo que diremos en todos los casos.
Acerca de si realmente los milagros se han acabado o no, parecería, ciertamente, que habrían terminado en Europa Occidental cuando el materialismo se convirtió en credo popular. Pero no nos equivoquemos. Aunque el fin del mundo se presentara con los adornos reales del Libro de la Revelación[1], aunque el moderno materialista viera con sus propios ojos revolverse los cielos[2] y aparecer el gran trono blanco[3], aunque tuviera la sensación de ser arrojado al Lago de Fuego[4], continuaría por siempre, hasta en el mismo lago, considerando su experiencia como una ilusión y encontrando la explicación en el psicoanálisis o en la patología cerebral. La experiencia por sí misma no prueba nada. No hay experimento que pueda resolver la incertidumbre de una persona que duda si está soñando o despierto, pues el mismo experimento puede formar parte del sueño. La experiencia prueba esto o aquello o nada. Depende de la concepción previa que tengamos.
El hecho de que la interpretación de la experiencia dependa de concepciones previas se usa a menudo como argumento contra los milagros. Se dice que nuestros antepasados, que daban por supuesto lo sobrenatural y estaban ansiosos de milagros, atribuían carácter milagroso a sucesos que no lo eran realmente. En cierto sentido estoy de acuerdo. Es decir, creo que así como nuestras concepciones previas podrían impedirnos percibir si realmente han ocurrido milagros, las de nuestros antepasados podrían haberlos conducido a ellos a imaginarse milagros incluso cuando no habían ocurrido. De igual forma, el hombre lelo creerá que su esposa es fiel cuando no lo es, y el suspicaz no creerá que es fiel aunque lo sea. El problema de la infidelidad de la esposa, si es que existe, se debe resolver sobre otros fundamentos.
Pero a menudo se dice algo sobre nuestros antepasados que no debemos decir. No debemos decir “creían en los milagros porque no conocían las leyes de la naturaleza”. Esto no tiene sentido. Cuando San José descubrió que su esposa estaba encinta, “resolvió repudiarla en secreto”[5]. Para eso sabía suficiente biología. De lo contrario, no habría considerado el embarazo como prueba de infidelidad. Cuando acogió la explicación cristiana, lo vio como un milagro precisamente porque sabía suficiente sobre las leyes de la naturaleza para entender que se trataba de la suspensión de esas leyes. Cuando los discípulos vieron a Jesús andar sobre el agua, se asustaron[6]. No se habrían asustado de no haber conocido las leyes de la naturaleza y saber que esto era una excepción. Si un hombre no tuviera la menor idea del orden regular de la naturaleza, no podría percibir, evidentemente, desviaciones de ese orden, como el zopenco que no entienda la métrica normal de un poema no se enterará tampoco de las variaciones que el poeta introduzca en él. Nada es admirable salvo lo que se sale de la norma, y nada se sale de la norma mientras no comprendemos la norma. La completa ignorancia de las leyes de la naturaleza impediría percibir lo milagroso, como lo impide el completo escepticismo sobre lo sobrenatural, e incluso más todavía, pues mientras que el materialista tendría al menos que dar explicaciones para rechazar los milagros, el hombre completamente ignorante de la naturaleza ni siquiera los percibiría.
La experiencia de un milagro requiere dos condiciones. En primer lugar, hace falta creer en una estabilidad normal de la naturaleza, es decir, debemos admitir que los datos ofrecidos por los sentidos se repiten siguiendo pautas regulares. En segundo lugar, es preciso creer en la existencia de alguna realidad más allá de la naturaleza. Cuando se tienen esas dos creencias, no antes, podemos acercarnos con mente abierta a los varios informes que aseguran que esa realidad sobrenatural o extranatural ha invadido y alterado el contenido sensorial del espacio y el tiempo del mundo “natural”. La creencia en la realidad sobrenatural no puede ser demostrada ni refutada por la experiencia. Los argumentos que prueban su existencia son metafísicos y, para mí, son conclusivos. Se apoyan en el hecho de que, incluso para pensar y actuar en el mundo natural, es preciso suponer algo situado más allá de él y dar por sentado que nosotros pertenecemos hasta cierto punto a ese algo. Para pensar, es preciso reclamar para el razonamiento una validez difícil de admitir si el pensamiento es meramente una función del cerebro y el cerebro un subproducto de procesos físicos irracionales. Para obrar por encima del nivel de los impulsos, debemos reclamar una validez semejante para nuestros juicios sobre el bien y el mal. En ambos casos obtenemos el mismo inquietante resultado. El concepto de naturaleza es alargado tácitamente cuando exigimos una especie de estado sobrenatural para nosotros.
Si aceptamos sinceramente este punto de vista y nos volvemos después a los testimonios, descubriremos que los informes de lo sobrenatural nos salen al encuentro por todos lados. La historia está llena; aparecen a menudo incluso en los mismos documentos de los que hemos admitido en todas partes que no relatan milagros. Misioneros respetables nos informan de ellos con frecuencia. La Iglesia de Roma afirma que han ocurrido de continuo. La conversación íntima sonsaca a casi todas las personas conocidas al menos un episodio en su vida de esos que llamarían “extraños” o “misteriosos”. La mayoría de las historias de milagros no son nada fidedignas. Pero así son, como puede comprobar cualquiera leyendo los periódicos, la mayoría de las historias de todos los sucesos. Las historias se han de estimar por sus méritos. Lo que no podemos hacer es excluir lo sobrenatural como única explicación posible. Podemos no creer en la historia de los ángeles de Mons[7] por no poder encontrar un número suficiente de personas sensatas que digan que los vieron. Pero si encontráramos un número suficiente, no sería razonable, creo yo, explicarlo como alucinación colectiva. Sabemos suficiente de psicología para saber que en la alucinación es muy improbable la unanimidad espontánea, pero no sabemos lo suficiente sobre lo sobrenatural para saber que una aparición de ángeles es igualmente improbable. La teoría sobrenatural es la menos improbable de las dos. Cuando el Antiguo Testamento dice que la invasión de Senaquerib fue detenida por ángeles[8], y cuando Heródoto dice que fue detenida por un gran número de ratones que llegaron y devoraron las cuerdas de arco de su ejército[9], una persona imparcial estará del lado de los ángeles. A menos que comencemos con una petición de principio, no hay nada intrínsecamente inverosímil en la existencia de ángeles ni en la acción que se les atribuye. Pero los ratones, precisamente, no hacen cosas así.
Sin embargo, buena parte del escepticismo sobre los milagros de Nuestro Señor ahora en boga no procede de la incredulidad en la existencia de una realidad más allá de la naturaleza, sino de dos ideas respetables pero, a mi juicio, equivocadas. En primer lugar, el hombre moderno siente una aversión casi estética por los milagros. Aun admitiendo que Dios pudiera hacerlos, duda que quisiera. Que Dios viole las leyes que Él mismo ha impuesto a su creación le parece arbitrario y chapucero, un recurso teatral adecuado solo para impresionar a salvajes, un solecismo contra la gramática del universo. En segundo lugar, mucha gente confunde las leyes de la naturaleza con las leyes del pensamiento y cree que anularlas o suspenderlas sería una contradicción en los términos, como si la resurrección de entre los muertos fuera del mismo género que dos y dos son cuatro.
Recientemente he encontrado la respuesta a la primera objeción. Primero la descubrí en George MacDonald y más tarde en San Atanasio. Esto es lo que San Atanasio dice en su librito Sobre la Encarnación: “Nuestro Señor adoptó un cuerpo como el nuestro y vivió como un hombre para que los que se negaran a reconocerlo en Su supervisión y capitanía del entero universo pudieran llegar a reconocer por las obras que hizo aquí abajo, en el cuerpo, que lo que moró en él fue el Verbo de Dios”. Estas palabras concuerdan exactamente con la descripción que hace el propio Cristo de sus milagros: “En verdad, en verdad os digo que no puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre”[10]. La doctrina, tal como yo la entiendo, es más o menos como sigue.
Hay una actividad de Dios desplegada por toda la creación, una actividad general, digámoslo así, que los hombres se niegan a reconocer. Los milagros hechos por Dios encarnado, mientras vivía como un hombre en Palestina, realizan las mismas cosas que esta actividad general, pero con una velocidad diferente y en escala más pequeña. Uno de sus principales propósitos es que los hombres, vistas las cosas hechas en pequeña escala por un poder personal, puedan reconocer, cuando vean las mismas cosas en gran escala, que el poder que hay detrás de ellas es también personal, que se trata, en realidad, de la misma persona que vivió entre nosotros hace dos mil años. Los milagros cuentan de nuevo, en letras pequeñas, la misma historia escrita, a través del mundo entero, con letras demasiado grandes para que algunos de nosotros podamos verlas. Parte de esta gran escritura es visible ya, parte está todavía sin descifrar. En otras palabras, algunos milagros hacen localmente lo que Dios ha hecho ya universalmente, otros hacen localmente lo que Dios no ha hecho todavía, pero hará. En este sentido, y desde nuestro punto de vista humano, unos son recordatorios y otros profecías.
Dios crea la vid y le enseña a aspirar agua por las raíces y a convertir, con ayuda del sol, el agua en jugo que fermentará y adquirirá ciertas cualidades. Todos los años, desde los tiempos de Noé hasta los nuestros, Dios convierte el agua en vino. Pero los hombres no logran verlo. Prefieren, como los paganos, imputar el proceso a algún espíritu finito, como Baco o Dionisos, o atribuir, como los modernos, la causalidad última a procesos químicos u otros fenómenos mate...

Índice

  1. PRESENTACIÓN
  2. PREFACIO
  3. I. Milagros (1942)
  4. II. El dogma y el universo (1943)
  5. III. El mito se hizo realidad (1944)
  6. IV. Religión y Ciencia (1945)
  7. V. Las leyes de la naturaleza (1945)
  8. VI. El gran milagro (1945)
  9. VII. ¿Hombre o conejo? (1946)
  10. VIII. El problema del señor “X” (1948)
  11. IX. ¿Qué debemos hacer con Jesucristo? (1950)
  12. X. ¿Debe desaparecer nuestra imagen de Dios? (1963)
  13. XI. ¿Sacerdotisas en la Iglesia? (1948)
  14. XII. Dios en el banquillo (1948)
  15. XIII. No existe un “derecho a la felicidad” (1963)