Cristianos más allá de la religión
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Cristianos más allá de la religión

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Cristianos más allá de la religión

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Estas páginas intentan "rescatar" algunas palabras básicas del cristianismo -y sus correspondientes contenidos- indebidamente apropiadas por el poder religioso -el aparato institucional-, así como por una determinada teología, catequesis y predicación... Palabras y contenidos que han terminado desvirtuados con respecto a la intuición original y, lo que es más grave, han extraviado, atenazado o perjudicado a no pocas personas de buena fe que han tomado como "verdad divina" lo que solo era un "mapa humano", con frecuencia pervertido o al menos "interesado".Se trata de una aproximación a estas palabras fundamentales de la teología cristiana desde una perspectiva no-dual-, que, sin negar las diferencias, reconoce la "no separación" de todo, por lo que permite intuir más adecuadamente el misterio de todo lo que es y dar razón de lo real con infinito mayor rigor. No existe nada separado de nada. Es solo nuestra mente, debido tanto a sus límites como a su inherente naturaleza dual, la que percibe únicamente separación, confundiendo y tomando como "realidad" lo que solo es una expresión "aparente" de la misma.Si una botella detectara el espacio que hay en su interior, estaría tentada de pensar que eso constituye su identidad individual, cuando la realidad es que se trata del mismo y único espacio que ocupa todo lo real.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2015
ISBN
9788428828338
Categoría
Religión
1

JESÚS

Antes de que Abrahán naciese, yo soy (Jn 8,58).
No podíamos empezar sino por esta palabra: «Jesús». A la mejor teología cristiana le gusta insistir –con toda razón, si se entiende bien– que el cristianismo es fundamentalmente una persona: Jesús de Nazaret. Una afirmación que, desde la perspectiva no-dual, todavía se hace más auténtica, verdadera y adecuada. En la referencia cristiana, Jesús es el «espejo» nítido en el que todos sin excepción nos reconocemos. Con esta nueva perspectiva caen por tierra no pocos problemas de la dogmática clásica, que en realidad eran solo pseudoproblemas. No porque ahora tengan respuesta, sino porque se descubre que las preguntas carecían de sentido: eran solo falsas preguntas o preguntas-trampa surgidas en un modelo equivocado.
En el modelo mental impera la separatividad y la comparación. Y desde esos parámetros –que no son adecuados ni mucho menos definitivos, sino únicamente consecuencia que impone el propio modelo y, en último término, la mente– se inquiere sobre la naturaleza de Jesús, su diferencia con respecto a nosotros, su lugar «especial» con respecto a Dios, su rol decisivo y único en la salvación y en la humanidad, su parangón con otros sabios, maestros o líderes religiosos... Demasiadas cuestiones que, desde el modelo mental, no encuentran respuesta adecuada, conducen a aporías irresolubles o exigen hacer equilibrios que únicamente son válidos para quien comparte esa propia creencia apriorística.
Pero, ¿quién es y qué significa «Jesús»? Como quedó indicado en la introducción, necesitamos comprender qué se construyó sobre esa palabra, qué es necesario deconstruir y cómo reencontrar lo más genuino de la misma.
1. Divinización, apropiación y domesticación
La inmensa mayoría de los historiadores y estudiosos admiten como segura la existencia histórica de Jesús de Nazaret, aunque haya alguna voz discordante que considera que se trata de un mito de origen egipcio «personificado» en el personaje nazareno, que habría sido inventado 1.
Dando, pues, por descontada su existencia histórica, y sin que sea este el momento de analizar los textos evangélicos ni el perfil de Jesús que transmiten 2, habremos de empezar reconociendo aquellos elementos que ya desde muy temprano se fueron superponiendo a su persona.
Desde la óptica que asumo en este trabajo –factores que han contribuido a la tergiversación o manipulación de palabras centrales de la teología cristiana–, con respecto a la figura de Jesús me parece que se ha llevado a cabo un proceso de divinización (¿idolatrización?), apropiación y domesticación 3. Insisto en que se trata de mi percepción de los hechos, queriendo dar cuenta de lo que «objetivamente» ha sucedido, sin valorar en ningún momento la vivencia de las personas creyentes.
Entiendo por divinización el proceso por el que Jesús de Nazaret fue convertido en «objeto de culto», hasta el punto de ser considerado como la misma divinidad encarnada. Esta afirmación –que puede ser adecuadamente comprendida desde una perspectiva no-dual–, hecha desde un nivel mítico de consciencia transformó al Jesús histórico en la «Segunda Persona de la Santísima Trinidad».
Tal formulación quedó dogmáticamente plasmada en los Concilios de Nicea (325), Constantinopla (381) y Calcedonia (450), donde se expresó, con categorías de la filosofía helenista, una creencia que había ido cuajando progresivamente en los siglos anteriores. A partir de ahí se combatió cualquier tipo de disidencia y la fórmula dogmática entró a formar parte del imaginario cristiano.
¿Cómo se vivió ese proceso? No es fácil precisarlo debido a la carencia de documentación. Pero lo que resulta patente es que, desde relativamente pronto, se produjo entre los seguidores de Jesús un movimiento creciente de «divinización» de su figura en el que pueden percibirse factores de tipo histórico, psicológico y sociocultural.
Entre los primeros hay que señalar la propia personalidad carismática de Jesús, su práctica, su mensaje y, específicamente, su vivencia espiritual en clave de intimidad con Dios, al que osaba dirigirse como Abbá, «Padre querido». Por esta razón es muy probable que fuera fácilmente reconocido como «hijo amado», en el sentido judío del término –que se refiere a aquella persona que goza de una particular intimidad con Dios–. De ese sentido original al helenista de los primeros concilios –hijo igual a Dios: consubstantialem Patri («de la misma sustancia que el Padre»), proclamará el Símbolo niceno-constantinopolitano– se habría dado una evolución no difícil de imaginar.
En ese itinerario habrían jugado también factores psicológicos que –sin prejuzgar la vivencia genuina de la misma– se hallan también en la raíz de la experiencia religiosa. Me refiero a la propia necesidad humana de seguridad, así como la tendencia a idealizar y absolutizar la propia vivencia, otorgándole un estatus de definitividad.
Y, simultáneamente, hubo elementos socioculturales que hicieron posible e incluso facilitaron todo el proceso: desde el nivel de consciencia (mítico) y el modelo de cognición (mental) imperantes hasta las condiciones sociales, culturales y específicamente religiosas del mundo grecorromano en los primeros siglos de nuestra era.
Junto con lo que hemos llamado «divinización» se produjo inmediatamente una apropiación de su persona. Debido a ello, Jesús, judío por nacimiento y universal por el valor de su mensaje, se hizo «cristiano»: era un «nuevo dios» que empezaba a competir con las otras divinidades del panteón romano. No solo eso: en el mismo movimiento quedaba enclaustrado dentro de las fronteras que sus propios discípulos estaban delimitando. El mensaje universal de sabiduría se fue convirtiendo en una religión particular.
Posteriormente, en la medida en que la autoridad religiosa fuera marcando distancias con el conjunto de los fieles, la apropiación de la figura del fundador quedaría en manos de la jerarquía: sería ella la que definiera qué significaba creer en Cristo, dando certificado de verdad o de herejía, con todas las consecuencias que de ahí se derivaban.
Es claro que, siempre que el poder se apropia de algo, lo utiliza para sostenerse, sobre todo cuando, como en el caso de la Iglesia, posee el control de la creencia –definiendo en qué y cómo creer– y dispone de los mecanismos para hacerla cumplir.
Eso explica que la apropiación conduzca inexorablemente a la manipulación y la domesticación. Cada día somos más conscientes del poder de la mente para justificar una cosa y la contraria 4. Como seres situados que somos, únicamente podemos ver las cosas desde la perspectiva en la que nos encontramos. Por esa razón, Jesús no puede ser visto igual desde un palacio que desde una chabola, desde una situación de persecución que desde un lugar de dominio.
Dicho de un modo más sencillo: el fenómeno de la domesticación del mensaje de Jesús resultaba absolutamente inevitable en una estructura de poder. Sin «maquillar» su mensaje hubiera sido imposible convertir al crítico de la religión autoritaria que fue Jesús en un aval de la misma. Y eso fue lo que ocurrió. Solo así se explica que en el nombre de Jesús y del Evangelio se hayan podido cometer aberraciones que, más allá de las coordenadas históricas en las que sucedieron, chocaban frontalmente con el texto evangélico, incluso en el nivel más literal. Hasta el punto de que, sin duda, el propio Jesús hubiera reaccionado como lo hizo frente a la Sinagoga, y probablemente hubiera corrido la misma suerte: quienes decían creer en él lo hubieran «eliminado» en algún sentido. Como señalara magistralmente Dostoievski en la figura del Gran Inquisidor, la libertad que vivió y proclamó Jesús no es digerible por el poder.
2. Consecuencias
Como resultado de todo este proceso, rápidamente se produjo una primera consecuencia: Jesús fue elevado a la categoría de «Dios» y, paralelamente, alejado de lo que había sido su historia.
En la práctica se produjo un desplazamiento grave, que habría de tener profundas y dañinas repercusiones: el centro de la fe pasó de la vida a la doctrina, de la práctica a la creencia.
Este deslizamiento –de la práctica a la creencia– se inició muy pronto. En su afán por universalizar la fe en Cristo, el genio de Pablo construyó toda una teología universalista basada en la creencia o adhesión mental –aunque insistiera, lógicamente, en sus consecuencias éticas–, con un «olvido» prácticamente completo de lo que había sido la historia concreta de Jesús. Lo único que el teólogo Pablo nos dice del Jesús histórico es que «nació de mujer» (Gál 4,4). Y aquella tendencia ha perdurado hasta hoy: es notable que el Magisterio de la Iglesia se refiera habitualmente a Jesús como «Cristo» o «el Señor», quedándose enredado en abstractas cuestiones teológicas desconectadas del mensaje simple y subversivo del maestro de Nazaret.
Pero volvamos a la historia. Una vez entronizado en el cielo como Dios, Jesús se convertía antes que nada en objeto de fe –entendida aquí como asentimiento mental– y de adoración. Lo que había sido su práctica histórica quedaba relegado a un segundo lugar o incluso olvidado. ¿Qué podía importar la fugacidad de la existencia frente a la «salvación o condenación eternas», que dependía de la fe?
Para el maestro de Nazaret siempre fue evidente que la religiosidad debía someterse al criterio ético. Para él, lo importante no es decir: «Señor, Señor», sino «cumplir la voluntad de mi Padre» (Mt 7,21). No importa que alguien sea sacerdote o levita; el ejemplo que imitar es el de aquel que –aunque sea un hereje reconocido como tal– siente compasión y, en lugar de «dar un rodeo», ayuda eficazmente; por eso el mensaje de Jesús es tan claro como «práctico»: «Ve y haz tú lo mismo» (Lc 10,37). Tampoco importa tanto haberlo reconocido o no –«Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, forastero o desnudo, enfermo o en la cárcel...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Dedicatoria
  4. Citas
  5. Introducción
  6. 1. Jesús
  7. 2. Evangelio
  8. 3. Dios
  9. 4. Fe
  10. 5. Perdón
  11. 6. Salvación
  12. 7. Cielo
  13. 8. Libertad
  14. 9. Amor a sí mismo
  15. 10. Comunidad y compromiso
  16. Conclusión. Situarse en el Testigo para vivir lo que somos en la vida cotidian
  17. Anexo I. Cuando la religión confunde. Cambio religioso, estereotipos, idiomas y verda
  18. Anexo II. El emerger de una espiritualidad sin Dios
  19. Anexo III. Religión, ateísmo y espiritualidad. Mapas y territorio
  20. Notas
  21. Contenido
  22. Créditos