1. Tierra firme para un intelectual
La trayectoria de Daniel Cosío Villegas, como miniatura mexicana
Alguna vez se hará la historia de la actividad editorial del México independiente; pero aun sin ella, es clara la impresión de que no era gran cosa.
Daniel Cosío Villegas, Memorias
Hasta la Revolución de 1910, la vida intelectual en México no formaba un campo. Era dominada por los “científicos”, grupo de pensadores positivistas ligados al régimen de Porfirio Díaz (1876-1911). Gabino Barreda (Puebla, 1818–Ciudad de México, 1881) y luego Justo Sierra monopolizaron las instancias de legitimación de toda actividad de pensamiento y escritura. Barreda fue médico, filósofo, político. A mediados del siglo asistió a cursos dictados por Auguste Comte en París y regresó convertido al positivismo, doctrina que promovió como método para la enseñanza elemental en el país. Al crearse la Escuela Nacional Preparatoria en 1868 fue nombrado primer director. Luego fundó la Sociedad Metodófila, el Partido Positivista, bases institucionales para doctrinas que lo promovieron en una secuencia de altos puestos dirigentes hasta culminar su carrera como embajador en Alemania. Justo Sierra (Campeche, 1848 - Madrid, 1912) fue abogado, poeta, novelista. Inició su vida política como diputado y terminó como embajador en España. Promovió la obligatoriedad de la educación primaria, la fundación de la Universidad Nacional (1901) y, hacia 1892, encendió la polémica tras defender la doctrina de la “dictadura ilustrada”. Las acciones de Barreda y Sierra para promover un sistema de enseñanza nacional respondían a los resortes sociales y políticos de una sociedad estamentaria. A inicios del siglo XX, sólo un quinto de la población estaba alfabetizada y era abismal la distancia entre la capital y el interior en la concentración de recursos culturales. La universidad había sido creada, pero no pasaba de un conjunto de escuelas de formación superior dispersas.
A inicios de siglo, alentado tanto por la circulación internacional de ideas críticas como por las barreras a su ascenso social, un grupo de discípulos de “los científicos” promovió embates contra el positivismo. Los lugares que forjaron la legitimación de esta formación intelectual fueron la Sociedad de Conferencias (1906-1909) y el Ateneo de la Juventud (1909-1913). Al frente de este último estaba Antonio Caso, y el secretario general era Pedro Henríquez Ureña. Las otras dos figuras destacadas fueron Alfonso Reyes y José Vasconcelos. En el plano de las ideas, los ateneístas propiciaron un movimiento de restauración filosófica que abarcaba desde el neohelenismo hasta el modernismo, alimentado por la recepción entusiasta de autores como Friedrich Nietzsche y Henri Bergson.
Entre otros intereses de esa generación del novecientos, Jorge Myers (2006) destaca la recuperación de “lo cultural” como legítimo objeto de estudio y las preocupaciones sobre la identidad nacional e iberoamericana. Estas experiencias de vitalismo cultural fueron truncadas hacia 1913, cuando el levantamiento de Victoriano Huerta inició la larga etapa de guerra civil entre fracciones revolucionarias. Algunos de sus miembros se plegaron en las luchas, otros se exiliaron. La excepción fue Caso, que se refugió en la enseñanza en la Facultad de Filosofía y gestó otros grupos de estudio. Hacia 1915, alrededor de su figura, se configuró un grupo de discípulos que retomó el proyecto ateneísta. Se autodenominaron “los Siete Sabios”. El profetismo que animaron era impulsado por la sensación de desolación ante las consecuencias de la violencia política, y frente al vacío cultural abierto por la dispersión de los ateneístas. La relación entre Revolución y juventud fue decisiva para que se percibieran retrospectivamente como la “Generación de 1915”.
Este capítulo indaga las Memorias (1976) de Daniel Cosío Villegas (1898-1976), un discípulo de los Siete Sabios. Mi retrato del retrato deriva de un interés inicial por el papel de Cosío como fundador y director del FCE entre 1934 y 1948. Así hilvana en sus memorias las relaciones entre revolución, cultura y juventud: “Vimos brotar ante nuestros propios ojos, frescos y vírgenes, las grandes lacras que ponía al descubierto esa Revolución”. Los hechos les impusieron la urgencia, no de escribir acerca de la Revolución, tarea que habría parecido “ocio despreciable”, sino de hacer algo para sanar los males de la patria, para servir a México.
En esa trampa ilusoria caímos todos, pero yo más tontamente si se quiere, pues mientras Manuel Gómez Morin, Vicente Lombardo Toledano, Alberto Vázquez del Mercado, [Narciso] Bassols y [Miguel] Palacios Macedo llegaron a ocupar posiciones en el gobierno que podían seguir alimentando semejante quimera, yo nunca tuve ni remotamente un pedazo de tierra firme donde apoyar una acción cualquiera (Cosío Villegas, 1976: 194).
La apuesta de Cosío fue la creación de instituciones académicas y culturales que, en el largo plazo, lo forjasen como una figura de intelectual independiente, capaz de pensar y escribir sobre la política mexicana y la significación de la Revolución. Hasta racionalizar y encarnar dicha figura, Cosío ensayó múltiples alternativas de formación y trabajo. Se recibió de abogado y trabajó como empleado judicial; se doctoró en Economía; fue diplomático, editor, politólogo, historiador, periodista. Tantas alternativas sensibles en la estructuración del campo de poder permiten leer las Memorias como un movimiento histórico rico, desde el difuso estado de la vida social en la década de 1910 hasta el despliegue de un amplio rango de funciones y posiciones en la política, las ciencias sociales, la edición y las instituciones de enseñanza superior.
Pero en los géneros del yo, especialmente en las memorias, no pueden pasarse por alto los silencios, aquellas experiencias de vida que el autor esquiva, archiva o borra en la escritura, para que el lector no las conozca o las aminore en relación con los perfiles que le interesa iluminar. De las restantes prácticas culturales que Cosío transitó a lo largo de su vida, no hay en las Memorias más de tres o cuatro páginas dispersas acerca de eventos y anécdotas de su actividad como editor. Ante esa evidencia, mi actitud fue develar signos vacantes e interrogar esa laguna: los contornos de su labor como productor de libros y de revistas aparecen como contracara de las demás esferas de actividad. La historia, la diplomacia, la economía, la política, la edición deben ser pensadas, así, como recíprocas transformaciones. A pesar de que la edición suele resultar soslayada, como si fuera la faz negativa del poder simbólico, no nos queda duda de que en ese territorio Cosío comenzó a pensar cómo alcanzar tierra firme. Como veremos más adelante, esa era una idea fuerza de su pensamiento y se materializó en una colección del FCE. Allí apareció Extremos de América (1949), que reunió discursos y ensayos en los que Cosío pensó cómo la edición de libros era un terreno estratégico para enfrentar el colonialismo español que obstaculizaba la emancipación cultural americana, combate que convocaba a una imperiosa alianza entre las culturas nacionales del continente.
Cultura y política
Emprender la crítica a próceres culturales como Barreda y Sierra, al positivismo, que en México alcanzó estatuto de ideología de Estado, conllevaba enormes recursos, pretensiones, energías. Esta revuelta cultural fue antesala de la revolución política. A lo largo de este estudio veremos que el FCE es, para México, el ápice de ese movimiento: su génesis fue a inicios del siglo XX, con el espíritu crítico y los afanes políticos de un pequeño cenáculo de intelectuales. Su crisis estalla a mediados de los años sesenta. Por entonces, la editorial era dirigida por Orfila, un extranjero de izquierda. Pero nada es evidente en la correspondencia entre producción simbólica y administración del poder. El presente estudio privilegia la excavación y la interpretación de este tipo de relaciones.
Inicio y fin
Memorias comienza (con el relato de una infancia feliz) en Colima. Luego despliega cuadros de creciente intensidad dramática, debida a la mudanza de la familia hacia Toluca, contracara de Colima, cuando Daniel tenía 8 años. Allí se vivía en un ambiente “igualitario y democrático”, y en aquella, en uno estamentario, de grupos y clases separadas de modo tajante. En ninguna de esas ciudades había librerías, y la cultura no era un bien de distinción. Esa ausencia denotaba un aislamiento profundo entre la capital y el interior, el estado de fragmentación de una república y de un Estado aún por construir.
El padre de Daniel era funcionario postal, administraba giros económicos y trataba a miembros de la élite local:
Yo, después de todo, era hijo de un modesto empleado federal, cuyo sueldo nada significaba al lado de las grandes fortunas de los salineros, de los ganaderos, de los grandes tenderos españoles y de los ferreteros alemanes. Y sin embargo mi padre jugaba frontón con don Enrique de la Madrid… Yo trabajaba los fines de semana en el cinematógrafo (Cosío Villegas, 1976: 15; el destacado me pertenece).
Estas relaciones –al igual que las referencias a la vivienda, a las amistades de los hermanos, a las costumbres hogareñas– denotan ciertas propiedades de los Cosío como miembros de una clase media empeñada en buscar condiciones de ascenso social para los hijos. Así lo demuestra la inscripción de Daniel para cursar la escuela primaria en el selecto colegio Enrique Rébsamen y la secundaria en el Instituto Científico y Literario, institución de cierta reputación nacional como uno de los pocos colegios del interior que podían preparar a sus alumnos para cursar carreras universitarias en la capital. De ese contacto con las élites sociales de provincia, entre las cuales “los Cosío” eran los más pobres, Daniel rescata en sus memorias el aprendizaje del francés y la tutela educativa con que contó.
Todo cambió hacia junio de 1914, cuando fue general el miedo ante el asedio de Toluca por parte de los revolucionarios. “El temor había aumentado al grado de que los varones de las familias toluqueñas resolvieron contratar un tren especial hacia la capital. Y esta vez, la nuestra formó parte de las ‘familias’” (1976: 34). Daniel “descubrió la cultura” en la ciudad de México. (Ese centro narrativo es expuesto por la máxima oposición entre violencia política y redención cultural.) Allí cursó los dos últimos años de la secundaria. El descubrimiento de la librería Porrúa es recordado como el ingreso a otra dimensión, como si la relación con los libros fuera el más puro resguardo ante la inseguridad política, una alternativa de salvación. De ahí en más, su vida giró en torno a la enseñanza universitaria, a la producción de impresos y a la escritura, siempre en fricción con la política.
La gradual apropiación de la cultura dotó a Cosío de pertrechos para controlar los desvaríos de la política. Hay alusiones a la actitud que pudo haber tomado Gustavo Díaz Ordaz, presidente de la República desde diciembre de 1964 hasta noviembre de 1970, para mejorar los servicios de “inteligencia”. Unas líneas más arriba advertía, acaso como explicación de las anomalías de su gobierno, que “este caballero es el único que se ha permitido el lujo de llegar a la presidencia sin haber pasado antes por mis clases” (1976: 307). Al final de sus Memorias, y de su vida, Cosío se miraba no como un consejero de príncipes, sino como un intelectual de espíritu liberal, clásico, crítico, influyente en la opinión pública: “En cuanto a la posibilidad de influir con los políticos, me basta decir que, a pesar de haber sido discípulos míos, todos los presidentes de la República, desde Ávila Camacho a López Mateos, nunca recibí de ellos un favor o una distinción” (1976: 307). Cosío torna la necesidad en virtud, destaca hasta qué punto esa negación de prebendas o favores de la política es basamento para su autorrepresentación como intelectual independiente, manifestación del poder simbólico de una posición que tributó como pocas a la siempre conflictiva autonomía del campo intelectual en México.
Su relación con los presidentes de la República y con la alta burocracia de Estado en tanto intelectual es el centro del interés retrospectivo con que Cosío organizó sus memorias entre 1975 y 1976. Todo pasa o es descripto como si su encumbramiento como intelectual independiente del poder recién hubiera sido alcanzado en el último decenio de su vida. La historia fue la disciplina más eficaz para pensar con distancia crítica el sistema político mexicano y el perverso “estilo personalista” de ejercer el poder que adquieren sus gobernantes.
La escritura y la revolución o el intelectual como transformación del político
Quizá de joven, Cosío fantaseó con llegar a presidente de la República. En la compilación de sus textos organizada por Gabriel Zaid (1985: xii), se reproduce una anécdota:
Alguna vez, en 1923 o 1924, saliendo de una larga conversación con el Maestro, Cosío le dijo a su compañero Andrés Henestrosa: “¿Sabes quién va a ser el próximo presidente de México? [José] Vasconcelos. Me dijo que [Álvaro] Obregón habló con él para dejarlo como sucesor. Y ¿sabes quién va a seguir después?, Cosío Villegas. Me dijo que, al terminar su presidencia, me la deja”.
Anhelos de este tipo eran alimentados entre los Siete Sabios. ¿Cómo llegó Cosío a participar en esa formación intelectual? Sin describir esquemas de pensamiento y acción que movilizaba al iniciar los estudios de abogacía, Cosío relata que a los pocos meses de iniciarse en la universidad fue nombrado por sus pares como representante en la Sociedad de Alumnos de la facultad. Allí trabó amistad con el presidente, Manuel Gómez Morin, alumno de quinto año, y con el secretario general, Narciso Bassols, alumno de tercer año. Poco después, también con Miguel Palacios Macedo, el presidente de la Federación de Estudiantes de la capital. Los tres frecuentaban el grupo de los Siete Sabios, aquel círculo animado por Antonio Caso, el único profesor de la Facultad de Filosofía que vivía de (por, para) la enseñanza universitaria. En la segunda mitad de los años diez, era el más activo de los ateneístas en la cultura nacional, en la medida que sus otros pares, como Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Vasconcelos o Martín Luis Guzmán habían abandonado la capital para unirse a la Revolución o radicarse en el extranjero para aguardar mejores tiempos.
No traté ni hice amistad con los Siete, pero sí con cinco de ellos: el propio Manuel, Vicente Lombardo Toledano, Alberto Vázquez del Mercado, Alfonso Caso y Teófilo Olea y Leyva. […] Los unía una visión muchísimo más amplia de la que tenía el estudiante ordinario, porque sentían la necesidad de adquirir, más que el saber profesional, una buena cultura, lo cual suponía incursionar seriamente por los campos de la filosofía, de la historia y de las letras. […] En fin, advirtieron el gran vacío intelectual que exhibía el grupo revolucionario victorioso y creyeron poderlo llenar en beneficio del país (1976: 50).
Al concluir el primer año de Abogacía, Cosío pasó de la Sociedad de Alumnos de la facultad a jefe del Departamento de Acción Social de la Federación. Desde esa plataforma experimentó por primera vez el contacto con un presidente de la República. Venustiano Carranza impulsó el nombramiento de representantes de la cultura (Alfonso Reyes, Amado Nervo, etc.) para ocupar estratégicos puestos diplomáticos como política “inteligente” para repeler agresiones norteamericanas. Cosío consiguió una audiencia con Carranza con el fin de ampliar esa acción mediante el nombramiento de agregados estudiantiles. El presidente aceptó la idea y así Carlos Pellicer, José Norma, Luis Padilla Nervo y otros estudiantes participaron en misiones culturales de la política exterior mexicana.
Las materias que en el primer año de estudio atrajeron el interés de Cosío fueron Filosofía y Sociología. Había asistido ya a los seminarios de filosofía de Antonio Caso, desde 1915, cuando eran dictados como cursos de verano en la Universidad Popular de Plaza del Carmen. Luego siguió las lecciones del “maestro” en cursos libres en la Escuela de Altos Estudios. Poco después de la asunción de Vasconcelos como ministro de Educación, en 1921, Caso lo sustituyó como rector de la universidad. Así fue que el “maestro” delegó en Cosío, notable alumno, la responsabilidad de su curso de Sociología en la facultad, a pesar de estar cursando recién el segundo año de Derecho. Al pedir una licencia, Vicente Lombardo Toledano le delegó, a su vez, su curso de Ética en la Escuela Nacional Preparatoria.
Durante 1921 Cosío fue presidente de tres federaciones de estudiantes: una regional (DF), otra nacional y una internacional. Este último nombramiento llegó al final del Congreso Internacional de Est...