La existencia abierta
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La existencia abierta

Para lectores de El Principito

  1. 96 páginas
  2. Spanish
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La existencia abierta

Para lectores de El Principito

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Información del libro

De los libros de Antoine de Saint-Exupéry, El principito logró sorprender al mundo entero por su profundidad y amplia difusión. Esta breve y encantadora historia, traducida a más de noventa idiomas, sigue conquistando hoy en día a millones de lectores en el mundo entero.Como toda gran obra, invita a múltiples lecturas. Así ha nacido este ensayo, donde el autor propone un modo de seguir el relato que quizá conduzca a una nueva comprensión y, sobre todo, a una mayor apertura en la propia existencia.

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Información

Año
2013
ISBN
9788432143489
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

1. NIÑO, ADULTO

 
 
 
 
 
Un contraste entre el niño y los adultos sirve de base y marco de referencia a todo el relato. Lo encontramos ya en la dedicatoria del libro, donde se recogen unas líneas de apología ante los niños por haberlo ofrecido a un adulto y se concluye con la enmienda de la fórmula inicial. Queda así dedicado a su amigo Léon Werth cuando era niño.
¿Qué representa ese niño, que nos sale al encuentro desde la primera página? Resulta obvio que no se trata de un pequeño a secas, un párvulo que todavía no ha crecido. Es cierto que la narración comienza allí: Cuando yo tenía seis años... Mas el Aviador traerá a colación la anécdota para hacer presente algo que persiste en lo íntimo de su persona, ya hombre. Como nos cuenta, él siguió dócilmente el consejo de los adultos —les grandes personnes— de orientarse más bien hacia la geografía, la historia, el cálculo y la gramática, dejando de lado aquellas figuras infantiles que no auguraban ninguna exitosa carrera de pintor. Sin embargo, guardó consigo su representación de la boa cerrada, una boa que en su imaginación se había tragado un elefante entero, de la cual se habría de valer como piedra de toque de la calidad de las personas.
Así, cuando su interlocutor le parecía una persona lúcida, lo sometía a la prueba del dibujo. Le mostraba la figura para ver «si era verdaderamente comprensiva». Había descubierto desde muy temprano, a través de sus primeros intentos como (frustrado) artista plástico, que los adultos son serios. Que «no comprenden nada por sí solos», por lo que resulta muy fatigoso para los niños tener que darles siempre explicaciones de las cosas más simples.
El adulto aparece pues ocupado de cosas serias y, a la vez, quizá por ello mismo, incapaz de comprender lo que se encuentre más allá de una inmediata dimensión de utilidad. Embebido en su racionalidad práctica, le parece trivial, indigno de atención, lo que trasciende a sus fines. Su razón está entonces muy acotada, limitada. Y su propia vida encerrada en una suerte de círculo vicioso, al verse sometida a tales proyectos, que se transforman en medida de su valor, de su éxito o fracaso. La presunta seriedad de su actitud oculta un hondo vacío y una falta de comprensión. Se ha hecho incapaz de ver lo que hay en el dibujo.
Con esa intuición, el Aviador andaba por la vida en busca de quien pudiera comprender de verdad. El dibujo era su instrumento de detección puesto que en esa imagen de su mano de niño se condensaba una primera experiencia crucial: la experiencia de (ser capaz de) ver algo más allá de la superficie —algo en lo interior o en lo profundo— y de encontrar al mismo tiempo que otros no lo ven. Que se quedaban en lo más aparente e, incapaces de penetrar hasta lo esencial, reducían aquella forma a su posible significación dentro de lo usual. ¿Qué podía representar aquello sino un sombrero?
Un singular pasaje de Ortega y Gasset, a propósito de la traducción (por Zenobia Camprubí, a quien se dirige en el texto) de El cartero del Rey de Rabindranath Tagore[2], nos ayudará a ver esa cualidad del niño en nosotros:
 
El caso es que todos hemos esperado una carta de un Rey. Es más: si por yo entendemos no esa personalidad externa, periférica, convencional que se ocupa en los negocios, en la política, en la lucha social; si por yo entendemos el núcleo profundo e íntimo de nuestro ser, bien podemos decir que no hemos hecho en la vida otra cosa que esperar esa carta inverosímil. Lo demás que hemos hecho ha sido faena impuesta por el medio. No éramos nosotros en ella los protagonistas; eran los demás —las cosas, los otros hombres— quienes operaban en nuestra vida. De cuando en cuando, en horas de ocio o de extrema congoja veíamos con superlativa sorpresa que de lo más hondo de nuestra persona salía nuestro verdadero yo y que este yo era un niño, un niño incorregible, un pequeño cazador de mariposas, voluntarioso e indomesticable, que siempre esperaba lo absurdo. Y a la vez sentimos, señora, que sólo lo que este niño interior desea lograría satisfacernos por completo.
Esto no es una manera de decir, sino una verdad literal. Lo que ocurre es que nos da vergüenza hablar de ello. Porque el hablar es una de nuestras actividades sociales, de aquellas que nos sirven para fingir ante los ojos del prójimo hostil una fisonomía ventajosa. Por esta razón callamos todas esas pueriles esperanzas de mágicos acontecimientos que, sin embargo, son el último resorte de nuestra existencia. Somos poco leales con nosotros mismos y gravemente ingratos con nuestro niño interior. Él es, él es quien empuja nuestros días, llenos de desazón e insuficiencia, con el aliento caliente de sus fantásticas esperanzas. Sin él, señora, diez veces en la jornada nos tumbaríamos vencidos al borde del camino, como el can reventado. Pero nuestro Amal íntimo espera siempre su carta del Rey.
Todos los grandes espíritus han sabido escuchar, por debajo de los ruidos exteriores de la vida, la alegría y el llanto del niño que llevamos dentro...
 
Se nos sugiere una perspectiva diferente de la habitual. Lejos de esa visión ordinaria del tránsito de niño a adulto como proceso normal de maduración, tal como se cumple en el nivel somático del ser humano, emerge aquí el niño como arquetipo. Medida verdadera de la madurez personal, manifestada desde luego por su capacidad de comprensión, por su —podría decirse— sintonía con lo esencial de la vida. En el mismo sentido escribió Tagore[3] que «Dios espera hasta que el hombre se hace niño de nuevo en la sabiduría».
 
 
[2] Artículo en El Sol, 3 de febrero de 1918. Recogido en Espíritu de la letra, Madrid, Revista de Occidente, colección El Arquero, 6ª edición 1967, pp. 195-196.
[3] Pájaros perdidos, 299.

2. EL ENCUENTRO

Separado de los demás por su experiencia, el Aviador había vivido solo «sin nadie con quien hablar verdaderamente». Anhelaba compañía, alguien con quien entrar en comunión, compartir el mundo. Sin embargo, sentirse solo es estar referido a una compañía posible; es tener necesidad de un amigo. A la inversa, quien se ha sentido solo es quien puede estar luego verdaderamente acompañado.
La condición del Aviador se nos presenta así como la de alguien que desea y, aún más, espera hallar compañía.
Se añadirá lo que termina de prepararlo. Su avión sufrió un desperfecto y helo aquí en el desierto, a mil millas de todo lugar habitado. Tenía agua, provisiones, para ocho días. El accidente sufrido lo ha traído lejos de la sociedad humana a una situación límite puesto que su vida misma corre peligro.
Tenemos pues tres elementos que configuran esa situación. En primer término, ha ocurrido un accidente: el proyecto que llevaba a cabo se ha interrumpido; mas no al modo de una pausa voluntaria, como la que puede hacerse en el trabajo para atender a otra cosa o para descansar unos momentos, cuando seguimos en ejecución de un designio propio o, al menos, del plan previsto. En el accidente, hemos perdido el control. Se hace patente que nuestro dominio sobre las cosas estaba lejos de ser absoluto, como nos lo pudo hacer creer una actividad volcada en la realización de lo proyectado. Al contrario, vemos ahora que estamos en poder de lo real (y siempre lo hemos estado), lo que nuestra racionalidad técnica no puede superar. De hecho, el accidente sufrido nos ha colocado en peligro de muerte y, con ello, ante la limitación de nuestra vida y la gravedad del tiempo, que trascurre indetenible. Quedamos a la ventura. Por último, el avión ha caído en el desierto, lugar de soledad y de despojo: sin estímulos que encanten los sentidos y copen la atención.
Es allí entonces donde va a producirse el encuentro. La narración tiene un toque mágico:
La primera noche me dormí pues sobre la arena a mil millas de toda tierra habitada. Estaba más aislado que un náufrago sobre una balsa en el medio del océano. Así podéis imaginaros mi sorpresa, a la salida del sol, cuando una extraña vocecita me despertó. Decía: —Por favor... ¡dibújame un cordero!
Como vemos, se trata de un despertar: al comienzo del día, por virtud de una extraña voz. Una voz suave que le pedía —sorpresa mayor— dibujar un cordero. Todo tiene importancia en la escena. Lejos del mundo habitado, un sonido tenue, no un ruido estruendoso, despierta al Aviador. ¿A qué despierta? Va a comenzar una etapa decisiva en su itinerario personal: ha encontrado al Principito, en quien tendrá por fin un amigo verdadero. Este encu...

Índice

  1. Portadilla
  2. Índice
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. 1. Niño, adulto
  6. 2. El encuentro
  7. 3. Lugares comunes
  8. 4. Soledad originaria
  9. 5. Los baobabs
  10. 6. De los asteroides a la tierra
  11. 7. En el jardín de las rosas
  12. 8. El zorro, los ritos
  13. 9. Amistad y amor esponsal
  14. 10. Lo esencial invisible
  15. 11. El desierto es hermoso
  16. 12. Agua para el corazón
  17. 13. Despacito hasta la fuente
  18. 14. Retorno
  19. Epílogo
  20. Créditos