IV
Vuelvo a mi habitación, todavía algo aturdido. Efectivamente, la ha limpiado. Todavía inquieto por el suceso de anoche, decido echarle un vistazo al armario por si las moscas. En la parte de abajo hay varios cajoncitos superpuestos y, del de arriba, asoma la mitad de un obi mal colocado, como si alguien hubiera cogido con prisas una prenda del armario y se hubiera ido corriendo. El obi está parcialmente cubierto por todo tipo de ropajes preciosos. En uno de los lados hay apilada una pequeña montaña de libros, siendo los de arriba del todo un ejemplar de la obra Orategama, de Hakuin Oshō, y un volumen del Ise Monogatari.
Puede que la visión de anoche haya sido real después de todo.
Me dejo caer sobre un cojín y, al instante, me doy cuenta de que han colocado mi cuaderno de bocetos encima de la elegante pieza de madera occidental que conforma el escritorio. El lápiz reposa sobre la página en la que me quedé anoche. Lo tomo entre las manos y me dispongo a leerlos ahora que es de día y que la ensoñación de entonces se ha esfumado.
Tiembla el rocío;
son gotas de delirio
sobre el manzano.
Debajo, alguien ha añadido lo siguiente:
Tiembla el rocío
por el graznar de un cuervo
sobre el manzano.
La caligrafía es demasiado firme para ser la de una mujer y demasiado fina para ser la de un hombre, pero está escrito a lápiz y es difícil afirmarlo con certeza. ¡Y aún hay más! A continuación, leo:
Sombras de flores
y una sombra de mujer
entre la bruma.
Y justo debajo:
Sombras de flores
y una sombra de mujer
que las oculta.
El siguiente haiku que escribí reza:
El gran dios zorro
se transforma en mujer
bajo la luna.
Y debajo han anotado:
¡Oh, Yoshitsune!
te transformas en mujer
bajo la luna.
Inclino la cabeza, confuso. Ignoro si la joven me ha querido imitar, corregir, si es un puro intercambio de poesías, si es estúpida, o si me ha tomado por estúpido.
Ha dicho que se pasaría más tarde, así que quizá aparezca a la hora de la comida. Cuando venga podré aclarar mis ideas. Miro el reloj. Ya pasan de las once. ¡Pues sí que he dormido! Será mejor que me salte el desayuno y almuerce directamente.
Abro la puerta de la derecha de mi habitación, que da al exterior, y echo un vistazo en busca de reminiscencias de la pasada noche. Parece que lo que aventuré que era un manzano es realmente un manzano, pero el jardín es mucho más pequeño de lo que pensaba. Solo hay un caminillo de cinco o seis piedras recubiertas de una capa de musgo. Imagino que será una delicia pisarlas descalzo. A la izquierda, tras la montaña, hay un risco sembrado de pinos rojos que apuntan hacia el cielo, entre rocas, sobrepasando el jardín. Tras el manzano hay algunos matorrales y, al fondo, una plantación de bambú de unos treinta metros refulge con un verde intenso intensificado por el sol de primavera. El tejado del edificio me impide vislumbrar lo que hay a la derecha pero, a juzgar por la inclinación del terreno, por allí se debe de bajar a los baños, sin duda.
Más allá, la montaña se convierte en colina y esta, en una llanura de unos trescientos treinta metros de longitud; más allá de esa explanada la tierra se sumerge en el océano y, unos sesenta y cinco kilómetros mar adentro, vuelve a emerger abruptamente formando la llamada isla Maya, una ínsula de unos veintitrés metros de circunferencia. Esa es la topografía de Nakoi. El balneario está al pie de la colina y el jardín rodea parte del risco, pero, debido a la inclinación del terreno, la parte delantera del edificio es de dos plantas, mientras que la trasera, donde yo me encuentro, es de una. Por eso, si dejara colgando mis pies en el borde del porche, rozaría el musgo con los talones. Esta extraña disposición de la casa fue la razón por la que anoche la recorrí de arriba a abajo sin acertar a orientarme.
Ahora abro la ventana de la izquierda. Delante veo una roca de unos dos tatamis de largo, con una horadación natural en el centro. Dentro del agujero se han acumulado las lluvias de primavera y en su calma superficie se refleja un cerezo. Dos o tres matas de bambú enano colorean los bordes de las rocas y detrás asoma lo que parece un arbusto goji. Más allá está el camino de montaña que desciende desde la colina hasta la playa. A veces se escuchan las voces de los caminantes que pasan por él. Bajando cuesta abajo por la carretera en dirección sur hay plantados varios mandarinos y, donde termina el valle, hay otra gran plantación de bambú que despide fulgores blancos bajo la luz del sol. Qué curioso, nunca me había dado cuenta hasta ahora de que las hojas del bambú, vistas desde lejos, brillan con luz blanca. Por encima del bosquecillo de bambúes se alza imponente una montaña cubierta de pinos rojos entre los cuales entreveo cinco o seis escalones de piedra que quizá conduzcan a un templo.
Abro la puerta y salgo al corredor descubierto. Ante mí hay un jardín vallado por los cuatro costados al otro lado del cual se alza el edificio de dos plantas. En la segunda de ellas hay una habitación con la puerta abierta de par en par. Seguro que desde ahí se puede ver el mar. Por la altura y el recorrido de la valla, deduzco felizmente que mi habitación está a la altura de ese segundo piso. Y dado que las aguas termales están bajo tierra, ¡podría decirse que me encuentro en lo más alto de un edificio de tres plantas!
La casa que tengo enfrente parece bastante amplia, pero aparte de esa habitación de la segunda planta, el resto de cuartos que discurren a la derecha de la valla y que, supongo, están destinados a los huéspedes, están cerrados. Quizá ocurra lo mismo con la sala de estar y la cocina. Puede que yo sea el único huésped del lugar. Parece que durante el día no abren los postigos de las habitaciones. Y si los abren, los dejan abiertos toda la noche. ¡Quién sabe si no dejarán abierta también la puerta de la entrada! Este es el lugar perfecto para experimentar la inhumanidad de la que quiero empaparme durante mi viaje.
Son casi las doce, pero todavía no han traído el almuerzo y tengo hambre. En fin, Wang Wei loa la vida del ermitaño con el verso de un poema que dice así: «En las montañas solitarias no se ve un alma». Debo mantenerme firme y no echar en falta aquello de lo que no dispongo. No me apetece ponerme a dibujar y no vale la pena escribir poesía ahora que mi mente está totalmente inmersa en ella. Sopeso la posibilidad de leer un poco, aprovechando que llevo conmigo dos o tres libros que he atado co...