El artículo 27 de la Constitución
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El artículo 27 de la Constitución

Cuaderno de quejas

  1. 254 páginas
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El artículo 27 de la Constitución

Cuaderno de quejas

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Hablar del artículo 27 de la Constitución, después de cuarenta años, tiene sentido porque el problema fundamental es si podemos seguir hablando de "pacto educativo". Supuestamente, a su amparo se han producido once leyes orgánicas, y como consecuencia varias reformas y contrarreformas que han resultado antagónicas y, en ocasiones, anticonstitucionales. La cuestión es por qué es tan difícil consensuar políticas educativas que respeten la universalización de una buena educación con la libertad de enseñanza. Especialistas con mucha dedicación a los problemas pendientes, algunos de ellos siempre eludidos o postergados, aportan un análisis historiográfico que los hilvana desde las raíces del sistema educativo español hace más de 160 años. La voz de representantes de la comunidad educativa pone el contrapunto de los obstáculos con que tropieza la vida escolar cotidiana. El panorama resultante recuerda, por más de un motivo, al que en vísperas de 1789 pintaron los "Cuadernos de quejas". El lector verá si ese nombre es el apropiado para lo vivido desde sus años escolares.

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Información

Año
2018
ISBN
9788471128812
Categoría
Education
cap001B.eps
“Todos tienen el derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza”. El párrafo 1º del artículo 27 de la Constitución de 1978 resume, como el resto de dicho artículo, una contienda histórica cuyos orígenes se remontan a los años centrales del siglo XIX en los que se configuró el sistema educativo español, tal y como llegaría, con escasas modificaciones, hasta el último cuarto del siglo XX. A un lado, un derecho social, consecuencia del principio de igualdad. Al otro, la libertad de enseñar, una más de las facetas del principio de libertad.
¿Qué sentido tiene bucear en los orígenes de esa confrontación? No, desde luego, la erudición o la distracción cultural que nos aleje de su sentido más profundo. Al contrario, partimos del supuesto de que “lo originario es el lugar donde se constituyen un determinado núcleo de cosas que, una vez constituidas, pasan desapercibidas. Lo originario es el lugar de lo esencial, el lugar donde se ven las luchas, pues las resistencias a su “constitución […] son muy importantes”. Estas palabras, escritas por BOURDIEU (2014, pág. 129) en relación con los orígenes del Estado, son plenamente aplicables en nuestro caso: solo la mirada genética permite ver, en toda su pureza inicial, la naturaleza última de la contienda. Algo que, con su habitual agudeza, supo entrever Blanco-White en 1831 cuando, tras referirse a los “dos bandos” por aquel entonces enfrentados, finalizaba un artículo sobre la educación en España, publicado en The Quaterly Journal of Education, con estas proféticas palabras:
“Si cualquiera de estos dos bandos tuviera suficiente poder para subyugar al otro, la fiebre intelectual del país sería menos violenta y cabría esperar alguna crisis en fecha no muy lejana; pero ni la Iglesia ni los liberales (pues tales son en realidad los dos bandos que se enfrentan) tienen la más remota posibilidad de desarmar al adversario. La contienda continuará, desgraciadamente, por tiempo indefinido, durante el cual los dos sistemas rivales de educación que existen en ese país proseguirán la tarea de convertir a una mitad de la población en extraña, extranjera y enemiga de la otra”.
(BLANCO-WHITE, 2003 [1831], pág. 283.)
Alguien opondrá a lo dicho que hoy la situación es otra. Que hoy son tanto los liberales como la Iglesia católica quienes defienden la libertad de enseñanza frente a quienes, desde una concepción estatista y totalitaria, ponen el acento en el derecho social a la educación y en la consecución de un sistema educativo si no igualitario, sí al menos equitativo. Uno de los objetivos de este texto es mostrar la falacia de esta argumentación: la contienda, con otros nombres quizás —y desde luego en otro contexto y con otros discursos—, sigue presente y es el origen de las actuales controversias y posiciones enfrentadas que impiden la consecución de un pacto escolar.
1. Dos modos de análisis: ideologías y discursos / realidades y recursos
Hay dos modos de afrontar la contienda. Uno es atender a los discursos y argumentos que apoyan las pretensiones de cada parte. Es decir, a los aspectos ideológicos, mostrando la existencia, por supuesto, de posiciones intermedias y diversas, por no hablar de contradicciones y ambigüedades en cada una de ellas. Otro es el que nos acerca al mundo de las realidades que, en esta cuestión, es el de los recursos humanos, financieros o materiales. Ambos aspectos se complementan, pero el segundo, repito, es el que hace que no nos perdamos tras las palabras. Lo relevante, como veremos, son los hechos. Como en relación con nuestra época ha escrito Stephen J. BALL (2012, pág. 20), si uno desea saber por dónde va el mundo de la educación hay que “seguir el dinero”. De ahí que este texto se articule en torno a ambos aspectos: primero, el de los discursos o propuestas; después, el de las realidades o hechos. Corresponde al lector relacionarlos y sacar sus propias conclusiones.
1.1. El discurso liberal: posiciones y argumentos, libertades y derechos
El derecho a la educación, junto a la afirmación de los principios de igualdad y libertad en la enseñanza, aparece ya formulado en el primer documento que sentaría las bases ideológicas en las que nuestros primeros liberales pretendían asentar un nuevo sistema educativo: el Informe Quintana de 1813. Los términos en que se expresa —restringidos a los futuros ciudadanos, no ciudadanas, de esa nueva nación a la querían dar forma—, no dejan lugar a dudas:
“en la organización del nuevo plan de enseñanza, la instrucción debe ser tan igual y tan completa como las circunstancias lo permitan. Por consiguiente, es preciso dar a todos los ciudadanos aquellos conocimientos que se pueden extender a todos”.
(QUINTANA, 1979, pág. 377.)
De ahí, que esa nueva enseñanza tuviera que ser universal, gratuita y pública; en este último caso, no en el sentido que hoy asignamos a este adjetivo.
La instrucción, decían nuestros primeros liberales en 1813, “debe ser universal”. Esto es, “extenderse a todos los ciudadanos”, y “distribuirse con toda la igualdad que permitan los límites necesarios de su costo, la repartición de los hombres sobre el territorio, y el tiempo más o menos largo que los discípulos puedan dedicar a ella”, asegurando “a todos los hombres en todas las edades de la vida la facilidad de conservar sus conocimientos o de adquirir otros nuevos” (Ibidem).
Al referirse al principio de gratuidad, a su aplicación en las “escuelas de primeras letras”, y a la relación establecida en el párrafo 6º del art. 25 de la Constitución de Cádiz de 1813 entre el ejercicio del derecho al voto y el de saber leer y escribir, a partir de 1830, era quizás donde más claramente se afirmaba en el Informe el derecho a una educación básica común:
“es en ellas [en las escuelas de primeras letras] donde se proporcionan al hombre aquellos conocimientos que, siendo necesarios a todos, son comunes a todos, y por consiguiente, hay una obligación en el Estado de no negarlos a ninguno, pues que lo exige en todos para admitirlos al ejercicio de los derechos del ciudadano”.
(Ibidem, pág. 380.)
De ahí que, al exponer los rasgos de esa nueva “primera enseñanza”, se la calificara como “la más importante, la más necesaria, y por consiguiente aquella en que el Estado debe emplear más atención y medios” (Ibidem, pág. 381).
Por último, esa nueva enseñanza que diseñaba el Informe debía ser “pública”; es decir, no darse “a puertas cerradas” ni limitarse “solo a los alumnos que se alistan para instruirse y ganar curso” (Ibidem, pág. 379). Tener sus puertas abiertas, pues, para todos los ciudadanos que quisieran asistir a las aulas como oyentes, por el simple deseo de instruirse y saber.
Junto a ese derecho de todo ciudadano a una educación básica común, y a la consiguiente obligación del Estado de satisfacerlo, el Informe, como nuestra actual Constitución, sostiene la necesidad de la libertad de enseñanza entendida como libertad de establecer centros docentes: “la libertad”, en suma, “de enseñar a todos los que quieran ser instruidos por ellos”. Las razones que sustentan esta libertad son, según el Informe, de índole variada. Algunas son simplemente pragmáticas o realistas: suple la insuficiencia de medios estatales para universalizar la instrucción. Otras son de tipo ideológico: la libertad de pensamiento exige la de poder comunicarlo. Otras, por último, son de índole pedagógica: la enseñanza requiere un cierto grado de “confianza” entre maestros y discípulos. “No pudiendo el Estado poner a cada ciudadano un maestro de su confianza, debe dejar a cada ciudadano su justa y necesaria libertad de elegirlo por sí mismo” (Ibidem, págs. 380-381).
Este primer ideario o programa político liberal en relación con la educación, recogido en un documento semioficial, mostraba un cierto equilibrio entre las exigencias del derecho a una educación básica común suministrada por el Estado y la libertad de enseñar e instruirse privadamente. Sin embargo, en el seno del liberalismo español surgirán, desde los primeros años del siglo XIX, dos tendencias contrapuestas en relación con el papel del Estado en la educación y la libertad de enseñanza entendida como libertad de creación de centros docentes.
Habrá quienes, los liberales radicales o puros, se opongan a cualquier injerencia o presencia del Estado en la enseñanza. Su representante más conspicuo será el catedrático salmantino Ramón de Salas:
“lo mejor de todo será que el Gobierno se mezcle lo menos que sea posible en la instrucción pública y confíe más en el interés individual […] mezclándose el Gobierno en dirigir la instrucción pública, nunca podrá hacer esta los progresos que haría dejándola enteramente libre”.
(SALAS, 1821, II, págs. 283-284.)
El sexenio democrático (1868-1874) será el banco de pruebas en el que comprobar las bondades del principio de libertad de enseñanza a ultranza.
Por otro lado, la posición mayoritaria en el liberalismo español —llevada con escasa fortuna a la práctica—, sería la de mantener la libertad de creación de centros docentes privados, poniendo al mismo tiempo el acento en la necesaria intervención del Estado en este campo. Por supuesto, los argumentos y los modos de llevar a cabo esa articulación entre un sector privado, más o menos libre de injerencias, y un sector de titularidad pública varían. Para unos, la intervención estatal tendría un carácter temporal: hasta que dejara de ser necesaria. Otros, la mayoría, no vislumbraban ese final: atribuían al Estado una función docente y un interés en intervenir y regular el mundo de la enseñanza. Son conocidas las palabras de uno de los artífices del sistema educativo liberal: la “cuestión de la enseñanza”, decía, es “cuestión de poder: Trátase de quién ha de dominar a la sociedad: el gobierno o el clero” (GIL DE ZÁRATE, 1855, I, pág. 146). Es decir, el Estado o la Iglesia católica. Y ello no ya desde un punto de vista ideológico —al fin y al cabo, se trataba de dos poderes con vocación de totalidad y al servicio de unos u otros grupos sociales—, o relativo a la capacidad para regular, controlar e inspeccionar el sistema educativo, de configurarlo en uno u otro sentido, sino material: la creación y sostenimiento de las dos instituciones docentes más representativas del sistema educativo liberal —los Institutos de segunda enseñanza y las Escuelas Normales— solo fue posible gracias a la desamortización eclesiástica, a la instalación de la casi totalidad de dichas instituciones en conventos u otros edificios eclesiásticos desamortizados.
De un modo u otro, la libertad de enseñanza de que gozaban los establecimientos privados iría limitándose formalmente, bien porque se exigiera una autorización previa sujeta al cumplimiento de determinados requisitos, bien porque sus alumnos tuvieran que examinarse en los centros docentes públicos para la obtención de títulos o grados con efectos académicos y profesionales —una de las cuestiones más debatidas en el primer tercio del siglo XX—, bien por imperativos ideológico-religiosos.
Otras dos libertades educativas germinarán, con distinta fortuna, en el seno del liberalismo. Una —la libertad de conciencia infantil, hoy reconocida en la Convención de las Naciones Unidas sobre los derechos del niño de 20 de noviembre de 1989— será mantenida en 1836 desde Inglaterra, con escaso eco y casi en solitario, por Blanco-White al afirmar la existencia de “derechos mentales de los niños” frente al supuesto “derecho y deber de todos los padres de apoderarse de las mentes de sus hijos […] y conformarlas enteramente como la suya tomándola como modelo”, o criticar, en 1840, la tendencia “en la educación actual” a “dar a entender a los niños que aquello que se les enseña no admite dudas” (BLANCO-WHITE, 2003, págs. 301-302, 305 y 315).
Para hallar ecos de esta libertad en nuestro país, habrá que esperar, primero, a la fundación en 1876 de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) con su defensa del principio de neutralidad ideológico-religiosa recogido en la Base 2ª de sus Estatutos, y promovido en su programa de reforma educativa. Un programa opuesto a la pluralidad ideológica entre los centros docentes que “divide al pueblo, casi desde la cuna, en castas enemigas” educadas en “instituciones rivales” (GINER DE LOS RÍOS, 1933 [1886], págs. 135 y 137), que defendía, por tanto, su pluralidad interna y una educación “no confesional” del hecho o fenómeno religioso (GINER DE LOS RÍOS, 1927 [1914], pág. 260; VIÑAO, 2016a). Y años más tarde, durante la Segunda República, al desarrollo del principio de laicidad establecido en el art. 48 de la Constitución de 1931 por la Orden de 13 de enero de 1932, donde explícitamente se aludía al respeto a “la conciencia del niño”, o, entre otros textos, al libro colectivo titulado El Evangelio de la República. La Constitución de la Segunda República explicada a los niños, donde, tras referirse al deber de respeto hacia la conciencia de los niños y del maestro, se decía que
“El laicismo no es un precepto ofensivo para ninguna religión, es un concepto defensivo de todas […]. No impone ninguna creencia; las respeta todas. No ofende a ninguna conciencia, defiende...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Nota de la editorial
  5. Dedicatoria
  6. Contenido
  7. Sobre los autores
  8. INTRODUCCIÓN: El artículo 27 de la Constitución o el peso de la Historia. Por MANUEL MENOR CURRÁS
  9. PARTE I: Análisis historiográfico sobre dos visiones enfrentadas
  10. CAPÍTULO 1: Los orígenes del debate. Liberalismo, Estado, educación e Iglesia (1813-1936). Por Antonio VIÑAO FRAGO
  11. CAPÍTULO 2: Educación en el franquismo nacionalcatólico: La negación de la libertad y de la igualdad. Por Emilio CASTILLEJO CAMBRA
  12. CAPÍTULO 3: El marco constitucional del derecho a la educación: Debates y proyectos en el período constituyente. Por Antonio BAYLOS GRAU
  13. CAPÍTULO 4: El desarrollo conflictivo del artículo 27 en años decisivos (1982-2008). Por Alejandro TIANA FERRER
  14. CAPÍTULO 5: Del pacto “acordado pero no firmado” a la contrarreforma educativa (2008-2018). Por Mario BEDERA BRAVO
  15. PARTE II: La comunidad educativa ante la aplicación del artículo 27
  16. CAPÍTULO 6: El alumnado en el eterno anhelo del cumplimiento del artículo. 27. Por Alejandro DELGADO RIVERO
  17. CAPÍTULO 7: El artículo 27 de la Constitución desde la perspectiva de las familias. Por José Luis PAZOS JIMÉNEZ
  18. CAPÍTULO 8: El profesorado y la aplicación del artículo 27: historia de una frustración. Por María PÉREZ-UGENA CORO y Carmen PERONA MATA
  19. EPÍLOGO. Sobre el artículo 27 o cómo superar el peso de la historia. Por Manuel DE PUELLES BENÍTEZ
  20. Bibliografía
  21. Contracubierta