La voz de nuestra historia
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La voz de nuestra historia

El poder de la oratoria civil y religiosa en el Perú (siglos XVI-XIX)

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La voz de nuestra historia

El poder de la oratoria civil y religiosa en el Perú (siglos XVI-XIX)

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Hubo un tiempo en que la potencia de los discursos y los sermones irradiaba una energía avasalladora en su auditorio. En esos días, la palabra hablada se revestía de una fuerza social posiblemente perdida en la actualidad ante el uso de un lenguaje facilista y llano. La voz de nuestra historia estudia el contenido de la oratoria de sacerdotes y políticos en el Perú desde los primeros tiempos coloniales hasta la llegada del siglo XX. El lector descubrirá cómo, en ese extenso lapso, los sermones de los clérigos giraban, muchas veces, en torno a asuntos de gobierno y explicaban los sucesos recordando que es Dios quien mueve la historia. Reconocerá también el valor de la palabra civil, de los discursos de políticos que no se cansaron de criticar y fustigar con su verbo lo que, según ellos, debía cambiar en el Perú. El momento culminante de ambas oratorias, la religiosa y la civil, llegaría con la Guerra del Pacífico (1879-1883). En este contexto, sacerdotes y gobernantes atizaron los ánimos y fomentaron el patriotismo, para finalmente clamar, desde los abismos de la derrota, el perdón a los cielos y la expiación de los pecados nacionales. Tras esa hecatombe, la palabra se sublimó para convencer a los peruanos de que se puede resurgir una y otra vez. A través del análisis de esos documentos, La voz de nuestra historia nos permite acceder a una parte importante de nuestro devenir como sociedad, a la vez que rescata la belleza de un arte hoy casi olvidado: la oratoria.

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TERCERA PARTE

Clamando desde el abismo

Capítulo 6. El abismo de la guerra

6.1. LA GUERRA DEL PACÍFICO
«La mano brutal de Chile despedazó nuestra carne y machacó nuestros huesos; pero los verdaderos vencedores, las armas del enemigo, fueron nuestra ignorancia y nuestro espíritu de servidumbre» (González Prada 1956).
La descarnada sentencia de Manuel González Prada no era, en lo absoluto, exagerada. La guerra con Chile (1879-1883) significó para el Perú el episodio más traumático de todo el siglo XIX. Esa centuria, que desde sus inicios se había presentado violenta y desordenada por obra de la anarquía propiciada por caudillos militares y la inoperancia de una clase política civil, encontró en este dramático colofón la sentencia terrible a su devenir como nación.
Consolidar una república moderna, independiente y soberana que, encaminada por las sendas del progreso, pudiera asistir al gran concierto de las naciones avanzadas del mundo: esta había sido la promesa desde los aurorales tiempos de la vida independiente del Perú. No obstante, las viejas estructuras del Antiguo Régimen barroco estuvieron muy lejos de ser demolidas. En vez de capitalismo, persistió el rentismo cortesano de la élite criolla, culpable del despilfarro atroz de la inmensa riqueza obtenida producto de las ventas del recurso guanero a mediados del siglo XIX.
Aunque se proclamó la ciudadanía y a pesar de las constituciones y leyes que se revistieron de la Modernidad francesa y estadounidense, los estamentos virreinales subsistieron, y la situación de los negros y los indios así parecía demostrarlo. Sobre estos últimos, era claro que sus vidas empeoraron en comparación con el periodo colonial: al ser silenciados políticamente desde la represión posterior a la Gran Rebelión de 1780, entraron al limbo del republicanismo carentes de dirigentes y de un programa político, y así se fueron sumergiendo en la pobreza. No es ilógico pensar que esa imagen del indígena que propusieron Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y todos los indigenistas posteriores haya sido creación de las contradicciones republicanas y no del virreinato.
El Estado de tintes liberales que se intentó instaurar lo fue solo en apariencia: era muy difícil comprender que cualquier construcción de ese tipo debería basarse en el respeto estrictísimo de la ley y en el funcionamiento eficaz de las instituciones. Estas, más bien, se diluyeron en la anomia. Los Congresos fueron, en general, meros apéndices del Poder Ejecutivo. Este, dirigido por caudillos militares y no por civiles, siguió el rumbo o del autoritarismo —en el mejor de los casos— o de la dictadura. Los golpes de Estado se sucedían uno tras otro al igual que las constituciones.
Planes para remediar estas circunstancias también los hubo, sin duda. Es más, alguien debería aventurarse a denominar al siglo XIX peruano como el siglo del «proyectismo», ya que, a pesar de los desórdenes narrados, algunos sectores civiles semiburgueses intentaron implementar planes reformistas de envergadura. Varias fábricas e industrias fueron abiertas, así como algunos bancos, y se intentó que los dineros del guano cimentaran las bases de un desarrollo burgués. Ni qué decir del gran plan de unir al Perú con líneas ferroviarias que, según Manuel Pardo, llevarían el progreso, la civilización y la vida misma por doquier, tal como lo sostuvo en un sermón Bartolomé Herrera.
Pero ocurrió que esta pretendida modernidad discurrió por las sendas de la más arcaica tradición. «Modernización-tradicionalista» la llamó un intelectual1133, o sea, modernización a medias. Casi había ocurrido con el Perú lo que con España en los albores del siglo XIX: mientras la Península se sumergía en la ostentación de un imperio ya ido, Inglaterra emergía como potencia por la ruta de la industrialización y del capitalismo134. Y algo similar ocurrió en Sudamérica. La costa atlántica y Chile se hicieron del desarrollo mientras que el Perú derrochaba. De nuevo parecía confirmarse una famosa sentencia: el que lo tiene todo suele entregarse al ocio o a la improductividad; el que no tiene casi nada se ve empujado a repuntar.
Todo esto puede sonar contundente; de hecho, la misma gente y los intelectuales que vivieron esos días lo veían también así. Los pocos burgueses —como Manuel de Argumániz, fundador del primer banco peruano— sostenían que, en el Perú, no se podía tener una mentalidad empresarial puesto que la «criollada» o la improvisación lograban imponerse135. Lo mismo el presidente Manuel Pardo (1872-1876), quien, tras ver la Modernidad europea en su apogeo durante sus viajes juveniles, quiso repetirla para su país y en sus escritos pedía con desesperación que los últimos millones obtenidos de la venta del guano sean utilizados para alcanzar la anhelada prosperidad material y el progreso de la patria. Según él, se había desperdiciado mucho tiempo. Ya en la presidencia, como primer civil en ese cargo, quiso llevar a cabo la utopía republicana, es decir, concretar, de una vez por todas, los caros anhelos de los padres fundadores de la patria136. Poco pudo hacer. La crisis internacional de 1872 frenó todas sus reformas. El dinero se había agotado.
La sensación era que el país desperdiciaba oportunidad tras oportunidad, que el desorden primaba sobre la autoridad, que no había hombres de Estado. Manuel Candamo, peruano rico y semiburgués, presidente del país en los años 1903-1904 y hecho prisionero durante la guerra con Chile, lo dijo con desesperanza cuando le tocó explicar las causas de la derrota frente al país del sur:
«Tal vez no se presentará en la historia un caso tan desgraciado como aquél en el que se encuentra el Perú; en la situación más crítica, en la crisis más angustiosa, en el mayor peligro que pueda correr un país, no tiene un solo hombre, no diré de importancia, pero ni siquiera medio regular. No hay remedio; estamos perdidos. En nuestro país se producirán muy buenas yucas y camotes, muy buenas paltas y chirimoyas; pero lo que es un hombre de Estado, de ninguna manera; por lo menos, ha pasado con ellos lo que con los limones en el Valle de Lima. Y mientras tanto, aquí en Chile… ah! Otra cosa» (Puente Candamo y Puente Brunke 2008: 281).
El Perú, a su entender, había perdido, frente a su enemigo, el tren de la historia. La desazón era total:
«[Si comparamos al Perú con Chile] toda la gente decente, rica, ilustrada y de influencia toma en este país [Chile] participación en la política, en la administración. Las cámaras están compuestas por lo general de lo mejor y todos los puestos públicos están desempeñados, no por soldadotes brutales y arbitrarios, sino por gente culta, y que conoce sus deberes. Por eso nos han vencido y nos tienen como nos tienen» (Puente Candamo y Puente Brunke 2008: 449).
Con tal impronta, el Perú no podía ganarle una guerra a Chile.
Hablar de este conflicto y sus hechos es, hasta cierto punto, redundante, aunque no puede negarse que aún es necesaria la realización de trabajos monográficos sobre el tema que diluciden varios aspectos que se presentan como vacíos en la historiografía peruana actual137. En todo caso, la clara política expansionista chilena desde la década de 1860, con sus miras hacia el norte; la riqueza salitrera en el abandonado litoral boliviano dentro de un contexto de conflictos limítrofes con el país del sur; y la desatinada política internacional del Perú confluyeron para que las tensiones en el continente sudamericano estallasen.
El Perú estaba unido a Bolivia por un tratado de alianza defensiva firmado en 1873 bajo absoluto secreto durante el Gobierno de Manuel Pardo. Este documento ponía al Perú en una situación bastante comprometida, más aún, cuando el propósito original era conformar la creación de un bloque continental que incluyera también a Argentina. Esto último no llegó a concretarse, pero para Chile quedó la sensación, con asidero, de que tarde o temprano iba a ser devorado por sus vecinos. Al negarse Argentina a ser parte de dicho bloque, el Perú quedó ligado a un país pobre y desordenado. Por su parte, el Perú, sumergido en sus propias contradicciones y derroches, no estaba listo materialmente para una guerra: su armamento era obsoleto y su ejército, poco profesional.
El pleito por el salitre entre Bolivia y Chile estalló en guerra en febrero de 1879 cuando las tropas chilenas desembarcaron y tomaron Antofagasta. El Perú, gobernado en aquel entonces por el general Mariano Ignacio Prado, vencedor de la guerra contra España en 1866, intentó mediar en el conflicto. Para ello, envió al país del sur al experimentado diplomático José Antonio de Lavalle, quien en pleno viaje se enteró de que el Perú había firmado el mencionado tratado de defensa con Bolivia. Chile pidió la neutralidad del Perú, Lavalle no podía darla y la guerra entre los tres países se hizo un hecho el 5 de abril de 1879.
El primer escenario de la guerra debía ser el mar. En mayo, se produce el primer encuentro en Iquique, que significó la pérdida del mejor navío peruano por un error imperdonable (la fragata encalló por acercarse mucho a la costa) y, desde entonces, los destinos del Perú se vieron apostados en un viejo monitor llamado Huáscar, comandado por el almirante Miguel Grau. De mayo a octubre, las esperanzas del Perú se ven cifradas en ese navío que logra éxitos importantes. No obstante, la escuadra chilena logra sacar de combate a Grau en la gesta de Angamos, el 8 de octubre de 1879. Desde ese momento, podría decirse que la guerra la había perdido el Perú.
Habiendo ganado Chile el mar, se inicia el avance por tierra. Dos campañas, la de Tarapacá y Tacna sellan el destino del Perú. En ellas, se van perfilando los héroes, al mismo tiempo que se van manifestando las miserias de un país. Es lo usual en una guerra. En enero de 1881, Lima cae y es tomada por el invasor. La conmoción es total. Los próximos tres años serían terribles. Como nunca, los peruanos clamaron a su Dios desde las profundidades del abismo.
6.2. LA ORATORIA GUERRERA
El viernes 4 de abril de 1879, se llevó a cabo en Lima un verdadero mitin. Unas cuatro mil personas, totalmente eufóricas por las noticias que llegaban de Chile y Bolivia, se reunieron en la Plaza Mayor de Lima para «probar al mundo que no impunemente se le provoca» al Perú. Desde los amplios balcones de la municipalidad metropolitana, varios «notables» hablaron al pueblo ahí reunido. Los discursos que improvisaron comenzaban llamando a la serenidad, pero luego, a medida que avanzaban las alocuciones y el día, elevaban su tono y terminaban mostrando la faceta más dañina de la palabra: cuando esta es usada como arma138. La oratoria de esta semana crucial se muestra irresponsablemente bravucona y, claro está, movió a una masa enardecida que parecía encontrar por fin un enemigo en quien desahogar la ira contenida.
No hay nada peor para un pueblo que dejarse llevar por la ira. Y no hay nada peor en los políticos que creer que pueden manejar la ira de esa masa. Los hombres que ese día salieron al balcón del cabildo se presentaron eufóricos y de sus discursos parecían emanar lenguas de fuego139. No cabía duda de que, esa tarde, cada uno veía lo que quería ver. El mismo alcalde limeño comenzó asegurando el triunfo de la causa peruana en el inminente conflicto y así dio ánimos a la gente diciéndole que no era una «masa tumultuosa» ni una «muchedumbre insensata a quien devora una sed de sangre», sino «la grandiosa y solemne asamblea de los hijos de esta Patria que supo siempre hermanar el indomable valor y la santidad de la justicia». Y no hay mejor forma de mover a las personas que gritar a voz en cuello el nombre de la patria: cada discurso terminó con un sonoro «¡Viva el Perú!», acompañado por un alegato insensato e irracional que terminaba resonando en un «¡A las armas y al combate! ¡Hasta el día de la victoria!».
Al alcalde le siguió en el «balconazo» el diplomático Guillermo Seoane, quien en su discurso remarcó el siempre noble carácter del Perú que no dudó en ayudar a Bolivia, una nación hermana. El orador cuenta cómo el país había actuado con buenos oficios «para impedir una guerra brutal que los progresos de la civilización condenan». Si la lucha ha sido aceptada, dice Seoane, es porque hay una indignación ciudadana que debe ser satisfecha. En ese momento, quien por su formación era quizás el más llamado a mantener la calma incurre en el grito guerrero que convoca a luchar contra Chile.
Para Seoane las guerras también tiene un lado positivo: ellas pueden unir a una nación de modo que sus ciudadanos olvidan sus rencillas y rencores para unirse a la causa común de luchar contra el enemigo externo. Para este diplomático, lo que no se había logrado desde lo pronunciado por el general San Martín hacía ya décadas en esa misma plaza lo iba a hacer, supuestamente, una guerra:
«A la sombra de nuestro estandarte se congrega hoy en estrecha unión cuantos llevan orgullosos el nombre de peruanos. Olvidadas quedan nuestras disensiones; el problema de la fusión está resuelto por el patriotismo al frente del peligro; nuestra república se alza majestuosa y altiva y agrupa a los discípulos del glorioso [Manuel] Pardo con los partidarios de todos los caudillos para cosechar los laureles que siempre alzaron el campeón del derecho y de la libertad de América» (Seoane 1879).
Luego vino el turno de Lorenzo García, quien arremetió sentenciando que «había llegado la hora de la virtud y los sacrificios». Este político le dice al pueblo que Chile le ha clavado al Perú un puñal en el corazón. Así, apelando a la retórica sencilla y figurativa, este hombre se atreve a decirles a los ahí congregados que las naciones necesitan de retos como los que el país está enfrentando. Estos moldean el carácter y legitiman los títulos de existencia ante el orbe. Sin luchas tan tremendas como la guerra que se iba a iniciar, decía García, no hay progreso. El avance de un pueblo, sentenciaba el acalorado orador, debe basarse en «sangrientos testimonios de merecimiento».
Al final de su discurso, Lorenzo García retoma el simbolismo patriótico para mover los corazones de sus oyentes. Así, habla del significado de los colores patrios. En su antojadizo análisis, el blanco representaría la «buena fe», la «lealtad» y la «tolerancia»; y el rojo no puede ser sino sinónimo de «valor», «honor» y «holocausto de sangre». Este holocausto es, pues, el último y máximo sacrificio que purificará a los pueblos.
Otra de las voces que se dejaron oír desde el balcón central de la casa municipal fue la del jurista y polígrafo Cesáreo Chacaltana. Recogiendo el fuego de sus anteriores colegas, este hombre no dudó en calificar al nuevo conflicto como «una segunda guerra de Independencia». La causa del Perú, a su entender, era justa, pues el país se iba a enfrentar, en sus palabras, a un verdadero felón, a un tigre que durante casi treinta años había estado acechando a su presa inocente. De ahí en adelante, su discurso se va poniendo más agresivo: Chile es un país codicioso, el gran traidor de América. Y la coda de su alocución no puede ser más escatológica:
«La declaratoria de guerra a nuestro país es un designio de la Providencia que sin dudas quiere dar al Perú la noble y altísima misión de hacer desaparecer de las aguas del Pacífico esa bandera manchada por tanto crimen» (Chacaltana 1879).
Tras escuchar esta larguísima exhibición de inflamado verbo, la gente ahí presente —llevando en primera fila una bandera peruana usada en la gesta del 2 de mayo de 1866— se dirigió emocionada a la plazuela de Desamparados y, desde ahí, exigió que el Presidente de la República salga a uno de los balcones posteriores de la casa de Gobierno. Ante la exigencia, el general Mariano Ignacio Prado hizo su aparición pública para dirigirse a las personas ahí congregadas. Como el caudillo que era, el gobernante del Perú solo atinó a dar más alas a un pueblo furibundo. Así, Prado llegó a decir: «¡Bien pueblo de Lima, bien! Esa es la actitud que corresponde hoy al primer pueblo de la República». Siguiendo la línea de los anteriores oradores, el Presidente justifica la entrada del país en el conflicto. El Perú, por buscar la paz e interponer sus buenos oficios, ha encontrado la guerra. Ahora el grito del presidente se eleva y retumba en los tímpanos de quienes lo escucharon ese día: «Han querido guerra, guerra tendrán; pero guerra tremenda; guerra terrible cual corresponde a la magnitud del agravio hecho».
6.2.1. El discurso de Fernando Casós
El mismo día del mencionado mitin por la declaratoria de guerra al Perú por parte de Chile, entre los oradores que desde el balcón de la municipalidad se dirigieron a la masa enardecida estaba Fernando Casós (1828-1881). Casós era un abogado que había estado en la cresta política nacional y que era conocido por su verbo encendido y su accionar valiente y arriesgado. Ese día, señalan los testimonios, se lanzó a la palestra con un apasionadísimo discurso que opacó al de sus colegas en extensión, ira y temática140.En realidad, más que un discurso, se trató casi de una conferencia a todo pulmón que bien puede haber durado un par de horas. El discurso de este orador es interesante ya que en él se encuentra solo insidia, rencor e irresponsabilidad.
Ya desde la primera frase que soltó el abogado ese día, se nota su pretensión de educar a la gente ahí reunida. Su fin será —y lo dice con total claridad— «inculcar en la masa la conciencia de la justicia de una causa», puesto que eso permitirá que el pueblo se conduzca directamente a la victoria. Pero la pedantería de Casós va más allá: lamentó que el pueblo se haya visto privado de escucharlo hace quince años, ya que una generación se había perdido la oportunidad de seguir los embrujos de su labia. Así, para recuperar el tiempo perdido, se lanza al ruedo y ofrece una larga, compleja y resentida conferencia.
La línea rectora de su alocución se determina por un solo tópico: la supuesta perfidia de Chile. El país del sur, dice Casós, ha venido traicionando a los países americanos desde 1867 en adelante. Para sus fines oscuros, Chile no duda en intrigar —dice el orador— con sus diplomáticos esparcidos por el mundo contra Argentina, Bolivia y el Perú. No solo eso: secretas y oscuras tratativas con España luego de la guerra de 1866 le hacen creer a Casós que Chile fue el culpable del derrumbe del sueño continental de unir a Latinoamérica en un solo frente ante el imperialismo, y de crear un derecho de individuos común e integrador.
Por ello, Casós no tiene miedo a la sentencia y a la frase poco pensada. Adjetivó a Chile como «un perpetuo intrigante», «un país malo», una «nación de embusteros», una nación «raquítica», y más. Pero ahí no quedó su discurso. Luego, este se vuelve un aburrido recuento casuístico de los líos fronterizos, de los tratados, de los principios jurídicos que avalaban la causa de Bolivia y del Perú, solo para concluir con una bravuconada: «Si quieren guerra —dijo señalando a Chile— guerra tendrán, guerra grande, guerra terrible, guerra inmensa, en una palabra, guerra sin cuartel».
Luego la palabra de Casós se ve en la necesidad de la elucubración manipuladora y así imagina que, ya cuando el conflicto haya estallado...

Índice

  1. Portada
  2. Título de La Página
  3. Derecho de Autor Página
  4. Contenido
  5. Derecho de Autor
  6. Prólogo de José Agustín de la Puente Candamo
  7. Introducción
  8. Primera parte. En el principio era el verbo
  9. Segunda parte. Después, la voz del pueblo
  10. Tercera parte. Clamando desde el abismo
  11. Conclusiones
  12. Apéndice documental
  13. Fuentes y bibliografía
  14. Contraportada