La viña, la bodega y el viento
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La viña, la bodega y el viento

  1. 172 páginas
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La viña, la bodega y el viento

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Como usted verá, este objeto que rozan sus manos es, geométricamente, sólo un prisma de papel con seis caras, en una de las cuales figura un título, La viña, la bodega y el viento; un nombre, Jesús Rodríguez; y una lámina que ilustra sobre la arquitectura de la luz. Sin embargo, cuando ese prisma se abra, porque ha dado al fin con el lector que buscaba, se producirá un prodigio maravilloso: El lugar en el que usted se encuentra se inundará de la luz de las viñas y del olor de las bodegas; podrá oír la respiración del trigo, trepidará el calor del vino por su garganta y sabrá por un roce verdadero en su propio rostro de la estirpe de los vientos que nutren las soleras y los vidueños. Además, en sus páginas descubrirá usted un campo y una bodega que ya casi no existen. Un campo, donde sus habitantes dicen palabras que ya pocos pronuncian ("azarbe", "costero", "dormida", "piedras hirientes"...); y una bodega, en la que la técnica ha relegado al hombre, y han dejado de escucharse palabras o expresiones tales como "aprendizón", "ladroncillo de turbios" o "botina perulera". De ahí que este libro termine en un glosario de palabras, que busca, no sólo que el lector enriquezca su conocimiento del lenguaje, sino que esas palabras no se pierdan, como se han perdido para siempre estas faenas y estos oficios centenarios. Este libro, lector, le desvelará el maravilloso secreto de la vid y el vino. Un secreto que comienza con una propuesta transparente: "Dame silencio, tiempo y esperanza y yo te daré el fruto de mi vientre y mi sangre". Y no cuento más.

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Información

Editorial
Renacimiento
Año
2007
ISBN
9788484727170
Categoría
Literatura
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YA SOY AGRICULTOR

Resultará extraño, pero cuando mis primos me dijeron el año pasado que mi tía Rosario me había dejado su finca «La Luz de Santa María», recordé que lo primero que me vino a la cabeza cuando oí hablar de ella tenía más que ver con la literatura que con la agricultura. Días antes de comprarla, me confió el encargo del papeleo y me preguntó si quería ir a visitarla con ella. Cuando me dijo el nombre, yo contesté:
—Sin verla te digo que tiene que ser bonita. Un erial no puede llamarse «La Luz de Santa María», que, más que a nombre de finca, suena a verso escapado de una décima real.
Cuando el comprador me entregó la nota del Registro de la Propiedad supe que el primer propietario registral de la finca –que la agrupó con otras y le dio nombre– era, irrefutablemente, un poeta: «Suerte de tierra calma de olivar…». El nombre del cortijo, un octosílabo; el inicio de su descripción, un endecasílabo.
Desde entonces, nunca pude ver la finca sin ese fondo de lirismo. Mirando a lo lejos, desde el almijar, en primavera, todos veían un cielo ensanchado y un oleaje de cereal y olivos; yo, en cambio, sólo veía la amapola breve del poema de Gabriel y Galán, las pálidas lilas de Yeats, la flor azul de Neruda, el clavel obstinado de Julio Mariscal y los girasoles –«lentamente obedecidos al calor que les urge»– de Muñoz Rojas.
Aunque los vecinos hablaban y no paraban de lo buenas que eran las tierras de cultivo del cortijo, a mí me gustaba sobre todo el olivar, porque prefiero al olivo sobre cualquier otro árbol. Para mí no hay árbol más humilde y entregado que el olivo. Su verdor es apagado y desvaído; su fruto, minimalista y reservado; y su carácter dócil: extiende al cielo sus brazos de gañán cumplidor y no se resiste, como la uva a la tijera o el trigo a la segadora, sino que basta zamarrearlo un poco para que deje caer prontamente su fruto sobre la tierra madre. Además, la vida del olivo se parece a la del hombre: a los once o doce años empieza a producir; madura poco a poco, y los mejores frutos los produce a los treinta o los cuarenta; a los cincuenta empieza a decaer y a los ochenta, su vida sufre un enorme bajón.
Mi visión del campo fue siempre o literaria o profesional: como aficionado a escribir, pensaba que sólo producía metáforas, metonimias, sinécdoques y sinestesias; como abogado, que sólo rendía hipotecas, censos, foros, servidumbres y usufructos.
Puesto que para mí el campo era el paraíso, imaginaba la vida del agricultor como la de nuestros primeros padres antes del pecado: una dulce monotonía, limitada a sembrar en otoño, abonar en invierno y recolectar en primavera; y en medio de estas faenas, vigilar la madurez de la cosecha, paseando a caballo por lindes y veras. Yo creía que la agricultura eran las maravillas que cuenta Lope de Vega en su comedia «El Villano en su Rincón»; y su ejercicio, la rutina que explica su protagonista, Juan Labrador: «Dábale con el azadico / dábale con el azadón».
Ahora es otra cosa. Desde que el año pasado tomé posesión de mi legado y me convertí en agricultor he descubierto la verdadera alma del campo. He comido del «Árbol de la Ciencia» agrícola y ahora conozco que su piel de hermosa transparencia verde encubre un espíritu de negritud maciza.
Antes, al despertarme, abría la ventana del dormitorio y decía: «qué maravilla de sol» o «qué olor tan maravilloso el de la tierra empapada de la lluvia». Ahora sé que ese portento de sol está hecho a costa de que los garbanzos sufran clorosis y ese prodigio de lluvia a cambio de que las patatas se agorgojen. Hoy, el rocío que me satisface para una rima, me espanta para la uva amontonada sobre redores en el almijar, y no puedo escribir un poema sobre la luz y la humedad según mis emociones, sino conforme a lo que me diga Curro, el aperador de la finca, sobre la floración del trigo o del maíz.
Desde que soy agricultor he entrado en colisión con las cosas del campo, y los gustos de mi espíritu se han vuelto irreconciliables con las necesidades de la remolacha, la vid o los melones. He tomado posesión de unas tierras, pero he sido desterrado de mi antiguo «paraíso terrenal», donde ni el sol ni la lluvia eran pecados. Ahora me veo obligado a ser infiel al sol o a la lluvia para ser leal a mis tierras. Y lo peor de todo: a Curro ya no lo veo como mi aperador, sino como un querubín con sombrero de paja y pantalones de pana, que me cierra con su espada, hecha no de fuego sino de quejas y lamentos, la entrada al Paraíso.
Porque el quejarme por todo es otra de las espinosas plantas que me han florecido dentro desde que soy agricultor. No sé quién me la sembró, porque yo siempre fui sufrido y poco dado a lamentarme, pero ha agarrado tan bien que ahora no paro de protestar. Si llueve, debería haberse retrasado el agua unos días o caer diez litros menos; si hace sol, deberían haberse despejado antes las nubes o calentar unos grados más; si sopla poniente, debería rolar a levante, y si sopla sur, a poniente.
Pero Curro es peor. Hace unos días, me confirmó que la cosecha de garbanzos había sido buenísima. Me chocó su tono preocupado, pero le di un abrazo, a la vez que lo felicitaba alegremente. Se separó de mí y dijo con tono grave:
—Como ze nota que usté no zabe ná de campo. ¿Y lo que va a costá arquilá un silo, ar precio que z’an puesto lo silo?

LA VIÑA DE BERNARDO

Cuando a Bernardo le tocó aquel pico en la lotería decidió comprarse unas pocas aranzadas de viña. No lo hizo por darse capricho ni postín, sino porque su niñez discurrió en el campo y tenía la ilusión de que también su vejez se consumiera entre cepas. Consideraba además como el mayor tesoro de su memoria infantil las charlas con su abuelo en el almijar. Recordaba su pasmo cuando le contaba, por ejemplo, que las flores también padecen fiebre, elevándose su temperatura sobre la de la atmósfera y haciéndose su respiración más viva y acongojada que la del resto de la planta.
Sin embargo, ninguna de sus historias lo impresionó tanto como la de aquel día en que, paseando por los entreliños, su abuelo bajó el tono para contarle, como un secreto maravilloso, que aunque las cepas parecen dormidas en su madera agarrotada, sus raíces se entienden y se tocan bajo la tierra. Desde entonces, a cada dos por tres, aquel Bernardo niño pegaba la oreja a la tierra por si en un momento de indiscreción las raíces le descubrían el misterio de cómo la savia se convierte en vino.
En febrero, le entregaron la tierra, y la viña le pareció una monotonía de verdes decididos. Al poco, llegó la primavera y se esparció por el campo un olor de uva sumergida en su fragancia. Sin avisar, el verano insufló en todo su aliento de fiebre y el sol atravesaba los pámpanos con una espada color de azufre. Y llegó septiembre, el tiempo de la plenitud de la tierra parida. Se colmaron los almijares de tabarros gordos y mojados y sobre los redores de esparto sudaban las mieles de la uva soleada.
Fue entonces cuando Bernardo comprendió su imprevisión. Se había pasado el invierno realizando las faenas de la viña al modo antiguo que le enseñó su abuelo (la alumbra, la poda, la sarmienta, la reposición y abono, el desbragado, la recogida de palillos, el repaso de inserción en espiga, la encaña, la cava, la primera mano de sulfato, la castra, la bina, la segunda mano de sulfato, la recastra, el azufrado, el amarre de palos, el horquillado, el golpe-rasgo, la segunda vuelta de amarre de palos, la tercera mano de sulfato, el rehorquillado, la rebina, el repaso de inserción en yemas, la saca de malas yerbas…), tan sólo le quedaba ya la vendimia y la recogida de horquillas. Pero con tanto afán se había olvidado… ¡de buscar jornaleros para el esquimo!
Agobiadísimo, se llegó a la Oficina de Empleo, pero allí le dijeron que no quedaban vendimiadores en paro. Al fin, recurrió a sus hijos, a sus sobrinos y a los amigos de sus hijos y sus sobrinos, pero tras la primera jornada apenas si habían arramplado con los racimos de catorce cepas por líneo. La situación se hacía desesperada.
Se acordó entonces del consejo que le dieron los anteriores propietarios: «Si tienes alguna vez un problema con la viña vete a “La Blanquita” y habla con Frasquito, su capataz». Y allí se encajó Bernardo, angustiado.
Frasquito era hombre mayor y con una cara corriente de campesino. Lo rescataban, sin embargo, del anonimato unos ojos pardos y pequeños, pero de un brillo deslumbrante. Cuando terminó de contarle sus penas, Frasquito se quedó un momento meditando, y dijo al fin:
—Vamos a tener que recurrir a los rebuscaores.
Asombrado, preguntó Bernardo:
—¿Los rebuscadores?
—Antes o después los rebuscaores aparecerán por su viña y no le van a dejar ni una granuja, por eso lo mejor es que empiecen ya. Hable con Vicente, el de la Venta, y dígale, como quien no quiere la cosa, que este año no piensa recoger la cosecha. Mañana mismo por la noche le estarán esquilmando la viña.
A Bernardo se le subió el pasmo:
—¿Pero cómo voy a inducir a alguien a que me robe mis uvas?
—No corra, Bernardo. ¿Vd. me ve en la cara el sello del Sindicato de la Vid? No estoy borracho. Espere que le explique el plan entero.
El caso es que, como le había indicado Frasquito, a la noche siguiente, de madrugada, estaba Bernardo apostado en la cancela del carril de la viña. Llevaba ya dos horas cuando vio aparecer a uno en moto con dos serones atestados de uva. Le salió al paso:
—¡Quieto ahí!
El motorista paró en seco y empezó una retahíla de quejumbres y promesas que cortó Bernardo:
—No, si no te paro para que me devuelvas mi uva, sino para comprártela. Te pagaré noventa euros por la carga, que es lo que vale, según convenio, la peonada de un vendimiador…
El raterillo contestó atónito.
—¿Qué me compra Vd. su uva?
Al día siguiente todos los rebuscadores de la zona conocían que había una viña en que pagaban… por robarles la uva.
El caso es que, como a nadie cunde tanto el trabajo como a un rebuscador, porque la clandestinidad da premura, a los pocos días la viña de Bernardo no tenía ni un racimo en sus cepas. Cuando lo llamé estaba feliz, pero al contarme, además, el agradecimiento que por él sentían los parroquianos de la venta de Vicente, me rendí a Calderón y a sus versos inmortales:
No es tan malo
no ser bueno y parecerlo
como serlo y no mostrarlo.

EL CAMPO ANEGADO

Cuando llegué a la viña, encontré a Frasquito sentado en su silla de enea ensimismado en los cerros lejanos. Al fin, me vio...

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