Línea verde 1: Barrio Córdoba
El motor del helicóptero se había quedado sin potencia y el aparato caía irremisiblemente, torcido en su catástrofe, girando a lo loco. Su dueño, Greivin Josué Trigueros Hidalgo, tenía casi ocho años de edad y casi ocho meses de haber hecho la primera comunión. Y faltaban ocho minutos para las doce de un martes de mayo del ochenta y ocho, ahí en Barrio Córdoba, cuando él salió al jardín de su casa a jugar con el chunchito rojo, amarillo, verde y azul.
No había ido a la escuela. Esa mañana, cuando la buseta del instituto pedagógico bilingüe Saint Barnaby tocó su bocina, Kimberly Giselle, la hermana mayor, la buena, seria y exitosa de la casa, tuvo que decirle al chofer que él no iría. Pretextó dolor de cabeza y tos, y los progenitores soltaron a dúo una queja trillada, tan caro ese colegio y ese bandido tan vago, tragando huevo revuelto con pan cuadrado y apurando el resto del café y yendo en carrera a lavarse los dientes. Al momento salieron para la oficina, ella como loca para una reunión, él cabizbajo como le sucedía de cuando en vez. El niño quedó al cuidado de Lisandra, la empleada nicaragüense.
Ignoraba, el güila, que la gripe sí sería de las bravas, y que su remordimientillo se convertiría, a los días, en la pesadumbre de la enfermedad y en el hastío de tener que ponerse al día, copiando y copiando de los cuadernos de un compa. A lo mejor se contagió en el cumpleaños de Verónica, el sábado anterior. Hubo piñata y helados y queque y todo eso, y aun así él hubiera preferido quedarse en su casa jugando Mario. Verónica le caía mal por tarada, pero bajo ninguna circunstancia podía dejar de ir porque era la hija de la mejor enemiga de su mamá. Y ni modo, haga caso, bien peinadito, con jeans de marca. Había por todo lado gente con tos y mocos, y al tirarse en el molote de la piñata Greivin Josué sintió que le pringaron la cara.
Pero bueno, la cuestión fue que apenas Greivin Trigueros y Giselle Hidalgo salieron a trabajar, y que Lisandra se fue con su silbido y su enfisema a lavar los trastos, el chamaco subió a su cuarto y cogió el helicóptero que su padre le había regalado la víspera. Lo había comprado por casualidad, en la Plaza de la Cultura. A Greivin le gustaba aflojar las piernas y bajaba siempre por las escaleras del edificio al término de la jornada, pero se encontró con el jefe en la puerta del ascensor, y este le quería explicar alguna cosa trascendental de esas que ocupan las mentes de los jefes. En una parada que hicieron varios pisos más abajo subió Randall Guillén, un compañero de otro departamento al que saludaba allá al pasar. Ya en el lobby, y tras despedirse ambos del jefe, Randall le palmeó el hombro y le dijo que lo acompañara un rato a caminar por el bulevar, donde caía una tarde bonita, con un sol que bajaba por los adoquines a paso de buey.
Era un pretexto para seguir un rato a Marianelita, una cajera nueva que tenía como loco al otro. Quería saber si antes de coger el bus de San Antonio, allá por la Caja del Seguro, habría algún mozote que se le pegaría al angelito ese que iba como media cuadra delante de ellos, meneándose entre el uniforme de chaquetica y pantalón gris oscuro. Pero a la tal Marianelita no se le acercó nadie, y Greivin se aburrió de andar en esa carambada y en la Plaza de la Cultura le dijo a Randall que siguiera solo su indagación. Se detuvo a mirar a un vendedor de helicópteros plásticos que los tiraba y tiraba para arriba. Mire qué sistema tan chirote, dijo el tipo, rapidito está listo para alzar el vuelo, trescientos pesitos, patrón.
Había que darle cuerda hasta que llegara al tope. Sin forzarla, mijito, porque se rompe, explicó más tarde el papá. Luego se pone en esta basecita, se mueve esta palanquita, y zas, se eleva varios metros. Fueron a probarlo al jardín pero ya era de noche y solo lo tiraron dos veces porque mamá Giselle reprimió presurosa. Ay Grevin cómo se te ocurre jugar afuera con el niño a estas horas, Greiviton está todo resfriado.
En la ventana de la cocina se veía el reflejo de la escalera, y Lisandra corrió a atajarlo en cuanto se percató de que el niño iba para afuera a jugar con el cosereco. Usted no puede salir, su mamá me dio la orden. ¡Ay doña Lis, déjeme! ¡No me diga doña, ya le he dicho que en Nicaragua así se les dice a las de plata, y yo soy pobre! Bueno, está bien… pero déjeme ir… ¡solo un ratico, porfa! ¡No! ¡Que sí! ¡No, y no me moleste más, tengo mucho oficio!
Lisandra le quitó el helicóptero, lo trepó encima de la refrigeradora, si lo coge se las ve conmigo, malcriado, y el niño subió llorando a su cuarto. Después estuvo dibujando monigotes, sopló la flauta sin ton ni son, jugó Mario un rato, le entró sueño. La empleada entre tanto limpió la cocina, barrió la casa, echó tortillas, puso frijoles, ralló un repollo. Notó y agradeció el silencio en la habitación del chavalo, mientras endulzaba un jarro de café. Lo que más la entretenía era planchar. Sí había un buen puñillo de ropa, pero poniéndole ganas terminaría como a las dos, cuando Kimberlita volviera del colegio. Con suerte le daba tiempo y podía salir antes de que lloviera. Allá se fue la mujer, al fondo, con su radiecillo. Cargó de agua la plancha, la tanteó, esperó a que el vapor saliera con fuerza, empezó con unos pantalones del patrón.
Poco antes del mediodía el niño se despertó. Tenía hambre, pero eran más fuertes las ganas de jugar con el helicóptero. Oyó el resoplar de la plancha y el de la señora, que seguía con dos compases de retardo a Julio Jaramillo. Calladito calladito jaló un banquito, se trepó un tirito y cogió el chunchito. Contuvo un estornudo, salió al jardín. Lo hizo todo como su papá le había explicado. Desde atrás de la maceta de geranios el helicóptero se elevó, pasó sobre un arbolillo y cayó en la cochera. Lo hizo viajar ahora en el otro sentido y jubiloso corrió a juntarlo. Pero a la tercera vez, la fatídica tercera vez de todos los cuentos, el aparatico chocó contra la precinta de la cochera y cambió por completo de rumbo, yéndose hacia la verja.
Esta era, como muchas en el barrio, alta hasta casi tres metros, y con un alambre de navaja coronándola. No es que se vea bonita, explicaba orgulloso Greivin Trigueros a los amigos, pero a como andan ahora las cosas, con tanto maleante. El niño pensó que el helicóptero chocaría en la verja y caería del lado de adentro, pero el bendito tomó algo de altura, quizá por la brisa, y se posó en el alambre de navaja. Greivin Josué miraba, estático. Fue uno de esos momentos que duran un instante pero que no acaban nunca. El juguete se balanceaba en el filo del alambre, y parecía que se quedaría allá arriba, enredado, pero otro capricho del viento lo empujó hacia fuera y cayó en la acera. Viento indeciso, veleidoso, de días en que la lluvia tiene ganas y se queda en eso. El niño sacó su bracito por entre los barrotes y lo tocó. Casi podía cogerlo, pero al porfiar más bien lo empujó fuera de su alcance.
El Pumilla iba en ese momento pasando por la acera de enfrente. Llevaba una camisa tiesa por varias capas de sudor ya seco y por exceso de uso, color salmón desteñido, cuello de puntas vueltas, con un botón de menos y otro quebrado, de talla excedida, faldas afuera y mangas mal arrolladas, jeans destartalados, pelo revuelto, anteojos de sol encontrados en un poyo del Parque Central, barba de una semana y resaca de varias madrugadas. Era un tipo que con los años había terminado por ubicarse hábilmente a medio camino entre descuidado y dañino, entre vagabundo y chulo, entre irresponsable y antisocial. Tenía rudimento y maña para la fontanería, la electricidad y la soldadura, pero él se decía mecánico de precisión, ebanista y hasta experto en redes de computadoras. Gastaba lo que no tenía, vivía de a prestado, soñaba despierto y volvía a la realidad al dormir. Se llamaba José Luis Rodríguez, igual que el cantante y actor venezolano, de ahí el mote. Más joven hasta tuvo la ilusión de parecérsele, porque le favorecía un lunar a medio cachete, un bigote no tan ralo y un pelo negro bastante chuzo. Eso sí, en cuestión de estatura le hacía falta su buena cuarta para llegarle al Puma de verdad, y como ya había redondeado con creces una treintena muy maltratada por el mal comer y el mucho ingerir, pues se le había desatado una barriga de lo más antiestética, otra razón de calibre para que el apodo de Pumilla fuera más una cuestión de costumbre que algún tipo de elogio.
El día anterior lo había llamado un amigo, el mentado Julio Zúñiga, dueño de unos viejos billares allá por donde quedaba el teatro Adela. Varios fluorescentes no encendían, el baño olía como no hay palabras, el congelador hacía un estruendo de las once mil. El Pumilla fue y arregló o trató de arreglar de algún modo los entuertos en cuestión y recibió parte de la paga en billetes y parte en cervezas. Salió bien socado, como él decía, pero no menos que el dueño de los billares. El otro manejó una panelita Morris que supo como un caballo viejo llegar hasta su ruinosa casa de solterón en la parte más cutre de Barrio Córdoba, y le dio posada.
A media mañana el Pumilla, que se había enroscado en un catre, oyó a Julio alistándose. Quiso levantarse y salir con él, pero Julio le dijo quedate si querés, le echás llave a la puerta y la tirás por debajo. Es más, ajustámele la boya al excusado y revisámele los empaques a la ducha, estoy pagando un montón de agua. Después nos arreglamos. El resto de la mañana se le fue al Pumilla tratando de dejar el nido y de cumplir con los encargos, pero a duras penas logró chorrearse una taza de café y bajársela con un bollo de pan añejo. Eso le tranquilizó los bostezos y la migraña y allá al rato decidió salir. Tal vez buscaría una ferretería para comprar los empaques. Qué pereza. Tiró la llave bajo la puerta, la oyó deslizarse por el piso hasta dar con el rodapié.
No estaba lejos de donde ahora vio el helicóptero de colores caído y al niño pidiéndoselo con un bracito que se estiraba entre la verja. Cruzó la calle, postergando por un momento el plan que se había hecho de caerle a doña Miriam, una vieja medio camote que tenía una sodita allá por la Tercera Compañía. Se moría por un casado con mano de piedra, un fresquito de cas. Se lo pido fiado, columbraba, sería el colmo que se me ponga rejega, yo le he hecho más de un favor, si es que con esa harinilla que me cayó ayer voy a ver si ajusto para pagar el cuarto.
Un problema inesperado fue que el helicóptero no cupo por la verja, y que Greivin padre hubiera tenido la ocurrencia de pegarle las aspas con goma loca así que lo armó. Ya lo tenía listo, y se disponía a probarlo con el niño, cuando en eso vio sobre la mesa del comedor el tubito de pegamento. Lo había dejado ahí minutos atrás Kimberly Giselle, tras reparar una pulserita plástica que le había regalado un admirador en el cole. Entonces Greivin la vio, pensó que las aspas se soltarían rápido si solo quedaban insertadas a presión, y cuás, le echó bastante goma loca al asunto. Después, cual es menester en tales casos, se estuvo un buen rato arrancándose escamas con las uñas, hasta que Giselle lo socorrió con algodón y acetona.
Si no hubiera sido por eso, el Pumilla, que era bien curioso, rápido se habría dado cuenta de que despegando las aspas era como darle un chonetazo a una lora, es decir como apear icacos, es decir comida de trompudo, devolverle el juguete al carajillo para seguir en pos de su almuerzo. Y no, imposible pasarlo entre los barrotes. De lado, para abajo, primero la cola, no había manera. Tirándolo para arriba tampoco servía, porque el aire lo frenaba y caía en media calle. Greivin Josué se angustiaba cada vez más. Espéreme, por favor, suplicó, mirando con recelo al tipo aquel tan feo y tan sucio. Se desapareció gritando doña Lis, doña Lis, venga por favor, aterrorizado de que al regreso el fulano se hubiera ido con el helicóptero.
La empleada vino furiosa y en cámara lenta. Usted si que es, no me hizo caso, ahora a la que van a regañar es a mí. Se hacía repetir la ateperetada cantinela del chavalito, que la jalaba del delantal, murmuraba por mí que se le roben ese bendito helicóptero. Miró al rufián desde la puerta. Yo no tengo autorización para abrirle a nadie, espetó. Ábrale doña Lis, ábrale por favor, Papi se va a enojar si se da cuenta de lo que me pasó. Pero Lisandra no cedió un ápice, remachó que no, fue su culpa, por desobediente, y tengo demasiado trabajo. Se dio vuelta, como empujada por la estela de llanto del niño.
Páseme la otra parte, dijo el Pumilla desde la acera. Pásemela y yo vuelo el helicóptero para adentro y después se la devuelvo. ¿Pero no me la va a robar?, gimió Greivin Josué. No, no, yo para qué quiero ese chereveco, dijo el tipo, que había encendido un cigarrillo. El güila se estremeció al ver esos dientes tan amarillos y recibir de frente el aliento tibio y pestífero, pero al cabo fue y trajo la basecita y se la entregó haciendo acopio de inocencia y de ojos redondos como pedrada en un charco.
El Pumilla pareció muy entretenido con el reto, pero le llevó su rato hacer que el helicóptero volara por encima del alambre de navaja y cayera en el jardín. El vientico seguía confabulándose. Pudo, al cabo, devolvió la basecita, oyó el Dios se lo pague del chiquito, prosiguió su ruta. Llegó hasta la esquina, dobló a la izquierda y tramitó en dos toques la otra cuadra, que era muy corta. En el borde de la acera, y a punto de cruzar la calle, un pitazo lo sacó de sus cavilaciones. Era un Nissan Sentra color vino, bien cuidadito. El Pumilla se subió los lentes y descubrió al conductor, que le sonreía de oreja a oreja. ¡Eric Sánchez! exclamó jubiloso. ¡Sánchez Maroto, por más señas! respondió el otro, sacando la mano por la ventana. Cabrón… ¿qué me dice?, agregó. La misma mierda, así como me ves, hecho mierda, ¿y vos? Voy atrasadísimo para la oficina… vieras qué choque, de la iglesia de Zapote para acá, un pick up se volcó y se le fue encima a un carro, lo aplastó contra un poste…. Cabrón, Puma… tantos años. Sí hombre, Eric, un pichazo de tiempo, ¿hubo muertos? Ah, yo ni me fijé, di vuelta y me espanté, esas carajadas me asustan. Tenés razón, con la sangre mejor de larguito… yo ando buscando dónde almorzar, me estoy muriendo, anoche me lo eché.
El diálogo se venía arremolinado, pero estaban estorbando, el uno mal orillado y el otro con las manos en el marco de la ventana del carro. Ya empezaban los pitazos y los malos modos; debido a la colisión bajaba por esa callecita de barrio una larga fila de vehículos. Vení, montate y te llevo, ofreció Eric. El Pumilla rodeó el carro y detuvo el tránsito con gestos más chistosos que tajantes. Volvían a mirarse a los ojos, como queriendo disolver la distancia tan añeja. Puta, qué casualidad, arrancó el Pumilla, si no fuera por un carajillo que me tuvo un gran rato entretenido con un bendito helicóptero, no te habría visto. ¿Cómo, qué es la cuestión?, se sorprendió Eric, concentrado en el volante. El Pumilla contó la historia, deteniéndose solo para recibir las risas del otro. Ay güevón, no has cambiado, dictaminó Eric. ¿Y para dónde la llevás? Aquí no más, le pensaba caer a una doña amiga mía que tiene una sodita, ella siempre me ha llevado ganas, me entendés, cuando me le asomo se pone buenísima y me alista una burra que no es jugando. Vamos, agregó volviéndose, te la presento. Eric agradeció con un gesto, reiteró que un cliente lo esperaba en la oficina, le pidió señas para dejarlo cerca.
Pará, pará, dijo el Pumilla unas pocas cuadras más adelante, desde aquí es un brinquito. Antes de bajarse contempló un momento más al viejo amigo. Ropa buena, anillo de bodas, patillitas recortadas, aroma de loción comprada en aeropuerto. Cabrón, Eric, te va bien… ¿dónde estás doblando la concha? En ConecSys. Eric miró el reloj en el tablero del carro, tratando de disimular la mezcla de lástima y repugnancia. ¿Cómo?, el Pumilla retenía la mano en la palanca. Conectividad y Sistemas de Centroamérica, aclaró Eric, una empresa de redes eléctricas, alarmas, datos, teléfonos… de todo. ¿En serio? exclamó el Pumilla, ¿y desde cuándo estás ahí? Ah, ya tengo años, casi desde que me gradué. ¿Terminaste ingeniería? indagó el Pumilla, como entre alegre y dolorido, ignorando los gestos de impaciencia del amigo. Sí, eléctrica. ¿Y no dan trabajo ahí? El Pumilla giraba por fin la palanca, miraba fijo a los ojos de Eric. Pues no sé, tal vez, se escurrió este. Acabamos de ganar una licitación en Honduras, agregó mordiéndose los labios, en la de menos… ¡Puta, Eric, dame números, mano, puta…! ¿Tenés un lapicero? Pasámelo y me los apunto aquí mismo, en la palma de la mano. Eric, ¿sabés qué? ¡Me acabás de salvar la vida!