Tras la muerte. Más allá del tiempo
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Tras la muerte. Más allá del tiempo

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Tras la muerte. Más allá del tiempo

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Todo hombre es consciente del paso del tiempo y de que él mismo envejece.Ve nacer y morir a otros seres humanos.Sabe que la humanidad existía antes que él y que existirá después de él, cuando él mismo ya no esté.Esta conciencia de la caducidad de la vida debe afectar a la comprensión que uno tiene de sí mismo. Precisamente la fe católica sobre el más allá ofrece un patrimonio de reflexión ineludible para configurar la existencia histórica personal.

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Información

IV Vida eterna
1. El hombre ¿inmortal?
Con su concepto dualista de inmortalidad, la Ilustración no podía tomar muy en serio la muerte. No veía en ella la gran catástrofe para el hombre. El verdadero «yo» del hombre era para la Ilustración el alma que en el momento de la muerte se desprende de las condiciones corporales adversas. Detrás de este concepto está la idea de que la muerte es, en el fondo, algo irreal, que es un mero paso que no afecta el núcleo de nuestra persona. La inmortalidad fue concebida como mera continuidad de la vida. Así se convirtió la muerte para los ilustrados en un acontecimiento deseado. Con la muerte, el alma se libera al fin de las ataduras incómodas de este mundo y del cuerpo.
Platón había desarrollado su concepto de la inmortalidad del alma partiendo de su doctrina sobre las ideas. Pensaba que el alma tiene una existencia eterna por ser capaz de conocer las ideas eternas e independientes de cualquier cambio. Platón enseñaba incluso la preexistencia del alma en el reino de las ideas, antes de su unión con el cuerpo. El alma entra en el cuerpo como en una cárcel. Tomando como referencia el mito, Platón conocía un juicio de los muertos. La sentencia de este juicio corresponde a las buenas obras del hombre y de su liberación del mundo lograda durante su vida por medio de la contemplación. Platón esperaba también una purificación de las faltas menores en el más allá, si el hombre en general había tenido una buena conducta.
Aristóteles, en cambio, rechazaba el concepto platónico de conocimiento como recuerdo de las ideas que el alma ha visto en su existencia anterior. Para Aristóteles, el alma está tan profundamente enraizada en la estructura material del cuerpo que una supervivencia separada del alma después de la muerte es imposible. El alma nace y desaparece con el cuerpo. Solo el entendimiento agente, que Aristóteles distinguía del entendimiento paciente, existe como actividad puramente pensante divina y eterna, pero es común a todos los hombres. El entendimiento agente influye en el paciente, sin experimentar de este último ningún efecto recíproco. El entendimiento agente tiene una existencia particular en el cuerpo. Entra desde fuera en el cuerpo y vuelve con la muerte allí de donde había venido. Por haber solo un único entendimiento agente no personal en todos los hombres individuales, la creencia de una supervivencia del hombre individual no puede apoyarse en el principio espiritual del hombre.
También la tradición cristiana más antigua (patrística, Edad Media) ha visto una conexión entre la esperanza que va allá de la muerte con la inmortalidad del alma, pero no ponía ésta en el centro como si fuera por sí sola una categoría de salvación.
Por la integración de la filosofía griega en el cristianismo, la doctrina sobre el alma inmortal experimentó modificaciones significativas: Platón había puesto la meta del alma en hacerse semejante a Dios mediante la aproximación al bien, para llegar así a su perfección mediante la visión de las ideas. Eso significaba una cierta despersonalización. Los Padres de la Iglesia no aceptaban, por eso, esta teoría de Platón, porque creían que cada hombre es llamado personalmente por un Dios personal. El cristianismo siempre rechazó la preexistencia del alma y la idea de que ella es parte del absoluto. En consecuencia, la concepción cristiana de la inmortalidad se distingue fundamentalmente de la concepción platónica.
El cristianismo no podía, por tanto, adoptar de la antigüedad ningún concepto claro sobre el estado del hombre después de la muerte. Así se formuló la doctrina sobre la inmortalidad en la Iglesia antigua partiendo de la centralidad cristológica de las tradiciones judías: la vida de fe, del ser con Cristo, tiene un carácter indestructible. Esta vida indestructible necesita de un portador espiritual, que no desaparece con la muerte. Apoyándose en la doctrina sobre la creación y siguiendo las directrices bíblicas y griegas, se desarrolló una antropología que reconocía al hombre como criatura con cuerpo y alma querida y salvada por Dios. En el pensamiento griego había dominado el curso circular de la historia en el que el alma no tenía comienzo; ahora se ponía de relieve un desarrollo lineal de la historia de la salvación, tanto en la vida del individuo como en la creación entera. En este curso lineal, el alma tiene un comienzo temporal. Además se destacaba que el cuerpo es bueno por ser hecho a imagen de Dios (Gén 1,26s). También el cuerpo, como medio de encuentro con Dios y con los demás, es capaz de Dios (cf. Jn 14,9) y destinado a la resurrección. Estos pensamientos fueron presentados en los siglos II y III contra la gnosis. Especialmente los impulsos de la doctrina sobre la creación y del mensaje de la resurrección enseñaron a distinguir lo que es pasajero en el hombre de lo que es permanente, sin abandonar por esta distinción la unidad definitiva del hombre en la nueva creación.
Hasta qué punto fueron modificadas las categorías griegas en la doctrina cristiana sobre la inmortalidad, lo vemos en el pensamiento de santo Tomás de Aquino, al concebir al hombre como unidad de cuerpo y alma, excluyendo un dualismo que tomaría cuerpo y alma como dos sustancias autónomas. Santo Tomás quería así defender la espiritualidad del hombre en su existencia corporal. El espíritu, como ser universal, lleva dentro de sí lo corporal, que está «por debajo» de él. De esta manera, el espíritu puede llegar a ser forma corporis. Si cuerpo y alma, desde su origen, fueran de verdad dos cosas diferentes –como decía Platón, que pensaba que el alma es el hombre en sentido propio– entonces sucedería con la muerte algo que, en el fondo, no nos afectaría. Esta opinión platónica es rechazada en el cristianismo, porque cuerpo y alma no son dos cosas acabadas conectadas de cualquier manera. Más bien, cuerpo y alma constituyen desde el comienzo el hombre entero: el alma no vive en el hombre como un marinero en el bote o como el preso en su celda. Porque sin alma el cuerpo no sería lo que es. El alma es la forma que domina el cuerpo desde dentro, que le da junto con su aspecto también su realidad: ambos, cuerpo y alma, no son realidades separadas, sino que dependen la una de la otra, de tal manera que solo en conjunto forman la naturaleza completa del hombre entero.
«Vivir es el ser del viviente», frase de Aristóteles que citaba santo Tomás de Aquino. Pero la vida, la existencia del hombre vivo, depende de que el alma forme el cuerpo y de que los dos estén juntos uno en el otro.
Por tanto no muere el cuerpo, sino muere el ser humano y deja de existir después de la muerte como persona constituida de cuerpo y espíritu. Viendo, por tanto, al ser humano como una unidad estricta, la cuestión de si la muerte es para el hombre un mal, debe ser afirmada necesariamente. La separación de los dos principios constitutivos del hombre debe ser para su naturaleza un mal absoluto, porque ella solo es real como naturaleza entera. Con la muerte termina la existencia de la naturaleza entera. Para el cuerpo esto significa la conversión de un organismo vivificado en una masa muerta, en un aglomerado de asociaciones moleculares. En cambio, para el alma la separación del cuerpo lleva consigo que ya no puede realizar la función que le es propia. Sin embargo, la muerte es para ella –a diferencia del cuerpo– solo un mal relativo, no un mal absoluto. El alma pierde toda relación con el ambiente, que le había sido proporcionada por medio del cuerpo, y es herida, porque permanece orientada hacia el cuerpo. Por eso ya no puede actualizar varias de sus capacidades. Pero a pesar de eso puede encontrar todavía su meta suprema y poseer y disfrutar de los bienes que le son propios. Y aquí se señala un punto de vista teológico que es importantísimo: se puede decir que en cierto sentido la separación del cuerpo es para el alma un bien mayor que la unión con él, en cuanto el cuerpo se encuentra en estado de degeneración y corrupción progresivas.
De todas formas hay que señalar que, considerando al hombre como una persona viva constituida de cuerpo y espíritu, y teniendo en cuenta la doctrina revelada de que la muerte es un castigo, debe afirmarse, en contra de la filosofía de la Ilustración, que la muerte no es la separación de algo que siempre había estado desconectado. Tampoco puede concebirse la muerte como una liberación.
En la teología protestante moderna se han presentado fuertes reservas hacia la doctrina tradicional de la inmortalidad, reservas que conducen en última instancia a la denominada «teoría de la muerte total». Esta teoría dice que el hombre muere a la vez con cuerpo y alma. De este modo los teólogos que la defienden pretenden quitar al hombre la falsa seguridad de un no creyente. Esta teoría es la reacción de la teología dialéctica y existencial contra el dogma central de la Ilustración: la inmortalidad del alma. No pocas veces llegan a afirmar, los que reaccionan así contra la Ilustración, que con la adopción de la doctrina sobre la inmortalidad, la teología católica se ha alejado de la visión judeo-bíblica original sobre la totalidad del hombre. Que eso no es verdad, al menos para la Alta Edad Media, ya se ha explicado con el ejemplo de santo Tomás de Aquino.
En la teología protestante se pretende, con frecuencia, justificar el abandono de la doctrina sobre la inmortalidad del alma con el juicio divino. Se dice que «juicio» significa que el hombre como pecador debe morir, pero que, por otra parte, la muerte no puede ser un final definitivo. La supervivencia del hombre se tematiza entonces dentro de la dialéctica de muerte y no-muerte como «infinitud de la relación de Dios». Esta expresión popular la utilizaban teólogos como Stange, Barth y Bultmann. La afirmación de que el hombre se muere con todo lo que es y tiene, con todo lo que hace que sea persona, es un rechazo radical del poder inmaterial del ser del alma y así de la supervivencia después de la muerte. Esta «teoría de la muerte total» lleva a sus consecuencias el planteamiento de la Reforma protestante, según el cual el hombre, totalmente sin méritos y poder, es justificado exclusivamente por Cristo. En consecuencia, fueron rechazados también el proceso de purificación después de la muerte, la oración por los difuntos, la veneración de los santos y el estado intermedio entre muerte y resurrección. Además, las fuertes reservas hacia la filosofía han intensificado esta actitud.
En el contexto de la teoría sobre la resurrección en la muerte, la teoría sobre la «muerte total» ha encontrado también dentro de la teología católica cada vez más aceptación. Por eso la Congregación para la Doctrina de la Fe, en una carta del año 1979, se ha pronunciado sobre algunas preguntas básicas de la escatología. En esta carta se defiende el estado intermedio entre muerte y resurrección, afirmando con más precisión que después de la muerte sigue existiendo un «elemento espiritual» dotado de conciencia y voluntad. Es el «yo» del hombre el que sigue existiendo, «en el tiempo intermedio, sin embargo, sin el complemento del cuerpo». Finalmente es importante la determinación con que la Iglesia rechaza todos los modos de pensar y de hablar con los que se hacen incomprensibles sus oraciones, ritos de exequias y culto a los difuntos.
2. El juicio individual
Según la enseñanza unánime de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, el hombre, después de la muerte, debe dar cuenta de sí mismo y de su vida, de sus decisiones tomadas y omitidas, incluso de cada palabra inútil.
En la época posconciliar se ha dejado de hablar casi por completo de que Dios es también juez. Este aspecto falta también en muchos relatos sobre reanimaciones que se ofrecen en las librerías. En la catequesis se presenta con preferencia un concepto que empequeñece fuertemente a Dios: se ve en Él un ser bondadoso para con todos, que tiene comprensión para todo, para quien no puede ser importante todo lo que el pequeño hombre está haciendo. Es un Dios que solamente puede considerar como bueno todo lo que los hombres queremos y hacemos y lo acompaña sonriendo. Es un Dios que se acomoda a nosotros.
Por el contrario, cualquiera que objeta que el Dios de la revelación interviene en la vida de los hombres y exige la observancia de un orden divino (ley natural, decálogo), es acusado de anunciar un mensaje de amenaza en lugar de la buena noticia de un Dios que ya lo ha perdonado todo. Se trata de un eslogan con que muchos se inmunizan contra objeciones, acusando a los que defienden el mensaje auténtico del evangelio de falta de amor, una acusación que acaba con cualquier diálogo.
Con un Dios juez tienen problemas también todos los que han enviado a Dios a una tierra de nadie después del Big Bang o a un fin lejano en el tiempo, muy distanciado de su vida diaria. En última instancia se niega que Dios esté cerca de nosotros, que Él haya venido a nosotros. Muchos piensan que a Dios no le afecta nuestra vida concreta. Este Deus ex machina que solo ha provocado el comienzo físico de la materia y de su movimiento y después no interviene más en el acontecer de los asuntos terrestres, carece de rasgos personales. No exige en especial ningún comportamiento determinado del hombre.
La doctrina cristiana sobre el juicio es asociada por muchos solo con condenación y castigo. Por eso se ha dejado de hablar durante mucho tiempo casi por completo sobre este tema en la predicación y en la catequesis. Pero quienes piensan que el hombre es tan bueno que en el fondo nunca puede pecar gravemente y que no se puede enfrentar a los hombres con un juicio de Dios se pone en contra de la revelación cristiana.
Para expresar la relación de Dios con su pueblo escogido se utiliza el término «alianza». Dios obliga al hombre a que cumpla con una ley y con un culto con el que quiere ser venerado: «Vino, pues, Moisés y refirió al pueblo todas las palabras de Yahveh y todas sus normas. Y todo el pueblo respondió a una voz: “Cumpliremos todas las palabras que ha dicho Yahveh”. Tomó Moisés la mitad de la sangre y la echó en vasijas; la otra mitad la derramó sobre el altar. Tomó después el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: “Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahveh”. Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras”» (Éx 24,3.6-8).
Por tanto, lo que Dios esperaba del pueblo era la fidelidad a esta alianza. Esta fidelidad se articula en la fidelidad a la ley.
La idea de una responsabilidad personal despierta también la idea de un tú absoluto,...

Índice

  1. TRAS LA MUERTE.MÁS ALLÁ DEL TIEMPO
  2. Prefacio
  3. I. Manifestaciones seculares de la escatología hoy: expectativas terrenales del futuro
  4. II.Tiempo y eternidad
  5. III. Entre muerte y resurrección
  6. IV Vida eterna
  7. Bibliografía
  8. Créditos