Cadáveres de papel
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Cadáveres de papel

  1. 136 páginas
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Cadáveres de papel

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Información del libro

La novela, a modo de acertijo, rodea el devenir de varios personajes relacionados con un proyecto artístico concebido a partir de un maletín encontrado entre los restos de la explosión del vuelo HK-1803, ocurrido en 1989, que marcó la historia del narcotráfico en Colombia y aún sigue en polémica impunidad. La misma novela forma parte de dicho proyecto artístico, pero todos los trances relativos a su construcción son oscuros y contradictorios, en alusión a la realidad histórica como hipótesis esquiva y foránea. Así, "Cadáveres de papel" puede leerse como un puzle sobre el fracaso de la veracidad, una vuelta de tuerca al género negro y un sobrevuelo a los supuestos de la era digital.

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Información

Año
2016
ISBN
9786070307713
II
LA BIBLIOTECA IMPOSIBLE DE YOANA MOUNGOLO
Fume, amigo, si no, otro lo hará por usted
ERIK SATIE
YOANA, 5 de marzo de 2019
Al principio pensé que era una broma, una forma de hacerte el interesante. Sé que suena tonto, pero con el suficiente tiempo de por medio puedo permitírmelo. De hecho, ¿dónde estarás ahora realmente? No importa, puedo asumir que estás aquí, aferrado a mi muslo mientras me acaricias el canto del pie y el empeine; estás aquí: enroscado en la sala junto al piano y en San Basilio de Palenque a la vez que en Arcueil y en el Tayrona.
Como sea, cuando nos encontramos por primera vez me dijiste que habías ido a San Basilio de Palenque a escribir. Qué suerte la mía, pensé al principio, madrugué a dar con un cronista deprimido que viene a husmear en la cuna de Pambelé con la esperanza de hallar una pepita de oro en el cauce de un río reseco. Me detuve a mirarte con cierta indiferencia, que por supuesto no era más que arrogancia, pero estabas muy lejos, ya a salvo; la realidad se depreciaba con tu respiración. La estatua de Benkos Biohó, a un lado de la banca que ocupábamos, parecía estar más interesada en sus alrededores; descarté al bloguero en plan de crónica. Por eso te sonreí cuando me miraste con esa expresión de eterno advenedizo, de indescifrable lenidad. Tus ojos eran un túnel sin coordenadas, un par de tumbas.
Iba a presentarme pero me abstuve. De inmediato advertí la inutilidad, sin explicaciones ni argumentos de por medio. Fue nuestro primer acuerdo silencioso, la primera certeza automática. Me levanté y me fui a mi alojamiento a revisar fotos y apuntes del proyecto, entonces se me ocurrió que podría ser, que podría interesarte trabajar en el componente literario. También se me ocurrió que ya estuvieras incluido, todo era posible. Fue la mañana siguiente, en la misma butaca, cuando me confirmaste de forma más bien velada que estabas trabajando en una novela, que nada tenía que ver con Pambelé, y que eras una especie de mercenario de las letras.“Me pagan por meterme en los zapatos de otro”, dijiste. “O dejar que cualquiera se meta en los míos, da igual”. Hablamos entonces sobre el proyecto, o mejor, hablé sobre lo que yo esperaba de esa aventura. Tú me oías sin escuchar, metido de lleno en todo lo que no te decía. Luego ambos nos quedamos en silencio bajo la mordedura lenta del sol. Entonces intuí que podía confiar en ti aunque no tuviera idea de hacia dónde íbamos, que de alguna forma ya éramos víctimas de una simetría sigilosa. Tú lo sabes bien, aunque quizá no puedas o no quieras recordarlo. Sin importar dónde estés o qué haya sido de esos zapatos que te inventaste en San Basilio de Palenque esa mañana de noviembre, tienes claro que desde ese momento supimos que si alguno se atrevía a decir algo, lo único que podía salir era un coro.
ANTONIO, lunes al atardecer
Abrió la herramienta de navegación satelital y se dirigió de nuevo al centro de Cali. Buscó la calle en la que suponía se hallaba la casa de su infancia. Esta vez encontró la puerta entreabierta. Dio un par de toques para anunciarse pero no hubo respuesta, así que se internó con cautela por el pasillo. La casa parecía abandonada, aunque el mobiliario continuaba en su sitio. Al pasar frente a la puerta de una de las habitaciones, oyó una voz que lo llamaba desde el interior. Era la voz del padre, aunque la habitación parecía desierta. Entró y se quedó de pie, a la espera. De nuevo escuchó la voz, esta vez supo de dónde provenía. Se inclinó para revisar debajo de la cama y ahí estaba su progenitor, en posición fetal. Temblaba. Movió la cabeza y fijó en el hijo su mirada marchita. Tenía puestas sus gafas contra la miopía. Al intentar sonreír, destacó su dentadura incompleta.
—No le vas a decir a nadie que estoy aquí —susurró entre espasmos moribundos—. Metete ya, que si te ven ahí me encuentran.
El hijo se arrastró hasta situarse a su lado, debajo de la cama. Era obvio que debían hablar en susurros.
—Te ves mejor hoy, debe ser porque te pusiste las gafas —mintió el hijo.
—No lo entiendo, si hoy me siento en el culo del mundo.
—En eso tenés razón, tenés pinta de cadáver disecado.
—Llevo mucho tiempo aquí. Pero es que si me encuentran voy a estar peor, mucho peor.
—Es posible, aunque eso parezca inverosímil. Pero, como dijo Braque, hay que escoger: no se puede ser falso e inverosímil al mismo tiempo.
Un nuevo ataque de frío hizo que el padre temblara, pese a que el calor hacía sudar las baldosas.
—Cómo me ves hoy, ¿tengo más cara de hijo?
—Vos nunca vas a tener cara de hijo. Estoy seguro de que hasta perdiste la cédula.
Buscó en la billetera. El padre tenía razón. El pedazo de plástico se había esfumado.
—Pero soy yo. Me reconociste. De lo contrario no me habrías llamado —adujo.
—Yo no te llamé. Vos viniste por cuenta propia. Aquí no ha habido nadie desde hace mucho. Incluso sería mejor que te fueras. Nos pueden oír si seguimos hablando.
—Antes de irme, ¿me podés decir qué día es hoy?
—Lunes 27 de noviembre de 1989, por supuesto —le respondió el padre, crispado por el dolor, y consultó su reloj—. A esta hora ya caíste del cielo matutino.
El hijo sintió un poco de lástima, no supo si por él mismo o por aquella momia paranoica. Mejor salió de debajo de la cama y luego de la habitación. La casa seguía inmóvil, perdida en un recodo indefinido del mundo. Se devolvió por el pasillo hasta la puerta y la abandonó de nuevo. Afuera la vida mantenía el ritmo gangoso de siempre. En baja resolución, los escenarios le parecieron crudos, pixeleados en exceso.
YOANA, 15 de octubre de 2017
Las jornadas nocturnas del Festival de Tambores suelen pisar gran parte de la mañana y si todo va bien cruzan el mediodía o empatan con la noche. Incluso fuera de fiestas, San Basilio de Palenque es un pueblo cacofónico. Sus nativos somos muy comunicativos, y dialogamos a gritos, en simultáneo, en nuestro rítmico dialecto mezcla de bantú y español, de modo que desde muy temprano las voces multitudinarias cubren el pequeño poblado con un gorjeo humano a máximo volumen. No hay manera de dormir hasta tarde, a menos que tengas un sueño a toda prueba. Ni qué decir en medio del frenesí del festival. Los tamboreros empiezan a improvisar en cualquier esquina o en el parque de un momento a otro, a duelo. No pasa mucho tiempo para que un contrincante responda y empiecen los cantos, el baile, las rondas de ron y los gritos de júbilo. Me preguntaba por qué habrías elegido este lugar para empezar con tu novela ajena. Descartada la posibilidad del reportaje o la novela histórica sobre Pambelé, supuse cierto grado de excentricidad.
Te encontré cerca de uno de estos desafíos de percusión, a un costado del parque. Propios y extranjeros bailaban frenéticos bajo el sol inclemente, asistidos por generosas botellas de ron que pasaban de mano en mano. Eran si acaso las nueve de la mañana. Charlabas con un joven hirsuto y fibroso que iba en bermudas y chancletas, la pinta típica del palenque. Lo conocía desde que era un bebé, iba al gimnasio de boxeo, se llamaba Ambrosio. Algo le preguntaste y él te respondió a secas, señalando de manera imprecisa hacia el gimnasio. Los saludé con intención de pasar al círculo alrededor de los tambores, pero la charla me detuvo. Tú le preguntabas si en el gimnasio podían conseguir el equipo necesario. Ambrosio te contestó que sí, pero que el gimnasio estaba cerrado y el portero estaba ocupado. Quisiste saber qué tan ocupado podía estar el portero un domingo. Ambrosio te señaló uno de los tamboreros, el más viejo del grupo, que tocaba un yamaró, y te respondió: “Así de ocupado, mírelo”. Y se rio. Agregó que además ellos tenían prohibido la práctica del boxeo con turistas, más aún si el turista era un novato. Si querías podían mejor combatir con dos tambores. Una botella de ron llegó a nosotros y tras la ronda de rigor cambiaste de tema. Yo me metí al círculo del baile y cuando salí ya no te vi. Tampoco a Ambrosio. El viejo del yamaró había sido reemplazado por otro más joven, aunque menos circunspecto.
Me dirigí al gimnasio, encontré las rejas de la entrada entreabiertas. Sobre el cuadrilátero, con casco, protector bucal y guantes, hacías tímidos lances al aire. Ambrosio, en su esquina, se sacudía entre saltitos. El viejo se disculpó, me dijo que era una lección privada, pero interviniste y tuvo que ofrecerme una silla. Antes de subir al ring, me explicó que se trataba de una práctica recreativa, un repaso a los golpes básicos del boxeo. Ambrosio me miraba con algo de recelo. El viejo los llamó al centro del ring, les susurró un par de recomendaciones y dio inicio a la supuesta práctica. El viejo te explicó que ibas a recibir un “jab”. Ambrosio se acomodó y ejecutó el golpe contra tu barbilla. Tu cabeza se fue hacia atrás y recuperó su posición casi de inmediato. Tú repetiste la acción con exagerada debilidad. La cabeza del joven apenas acusó el falso golpe. El portero anunció que ahora seguiría un “gancho” al hígado. Ambrosio sonrió, parecía cada vez más nervioso. Ejecutó el golpe con precisión y cautela. Tú lo imitaste, reforzado. Ambrosio se sorprendió un poco, pero tampoco le hizo mella. El viejo indicó que el siguiente golpe se llamaba “directo”. Tú le hiciste un gesto con el guante a Ambrosio y te sacaste el protector bucal. Él se acercó unos pasos. “Ahora cuéntame la historia completa, Ambrosio”, le murmuraste. Ambrosio también se quitó el protector y te dijo en lengua palenquera: “No, i tan konda un chito ri historia”, que en español puede traducirse como: “No, te voy a contar una parte de la historia”. Le sonreíste. Yo alcancé a oírlos, a pesar del eco de la descarga de tambores en el parque, que hacía temblar el techo de lámina del gimnasio. Ambrosio me miró con un gesto de complicidad. Luego dio un par de saltos hacia atrás, rodeándote. Parecía buscar la mejor posición para su “directo”. Tú permanecías en suspenso, casi inmóvil. Entonces sucedió: el guante derecho de Ambrosio salió disparado. El puño impactó la parte media de tu cabeza, entre la quijada y el oído. Bajaste la guardia y tu cuerpo se dobló hacia un costado. Primero quedaste sentado sobre la lona. Luego tu torso se desplomó sobre el hombro. Ambrosio estaba paralizado, igual que el viejo. Yo subí al ring para ayudar a levantarte. Ambrosio seguía inmóvil a un paso de su esquina. Tu cabeza caía hacia cualquier lado, tenías los ojos en blanco. Te dimos aire y agua, te hablamos. Empezaste a reaccionar un par de minutos después. El secreto debía quedar entre los cuatro: la autoridad autónoma del palenque podía castigar a Ambrosio y al viejo. En definitiva, te saliste con la tuya ese domingo. Entre el lunes y el martes parecías más errático que de costumbre. Sin duda el nocaut te había puesto en los zapatos de otro, o a otro en los tuyos, daba igual. El miércoles, mientras almorzábamos, Ambrosio pasó en su bicicleta. Nos saludó con una sonrisa y un grito. “¡Buena, campeón!”, exclamaste. Luego me dijiste que ese muchacho tenía futuro. Que oiría hablar de él. “Antonio Cervantes, acuérdate de mí que va a hacer historia”, dijiste, como si hablaras contigo mismo.
VÍCTOR, antes de cine
Hoy veremos una película con Yoana y Antonio. Dead Man, ese western ácido de Jarmusch en el que un contador llamado William Blake cruza los límites de la civilización para adentrarse en el infierno, donde matar es escribir, escribir con sangre, a balazos. Espero que la película ponga patas arriba a este payaso presuntuoso. La homonimia del protagonista con el poeta inglés le pondrá los pelos de punta, aunque no llegue a demostrarlo. Verá qué poco original es pretender la originalidad con retruécanos de identidad y mundos paralelos. Será la ocasión perfecta para incitarlo a que empiece una versión análoga de la novela que estoy “escribiendo” sobre su vida. Ya veremos cómo le sienta esta vuelta de tuerca a la montaña rusa. Ahora recuerdo el epígrafe de la cinta: “Es preferible no viajar con un hombre muerto”. Una frase de Michaux, creo. Ya imagino su expresión atenta, como si la película fuera a revelarle un secreto crucial. Y Yoana a su lado, complaciente, con el codo apoyado en su hombro como por casualidad. Maldita sea, el cabrón se la debe estar tirando. Eso seguro. Pero está bien, en juego largo hay desquite. Ese bomboncito de chocolate será mío, tarde que temprano. Por lo pronto, seguir la cuerda hasta donde más se pueda. En todo caso, el camino está decidido. Que el muerto empiece a escribir será un buen comienzo, podremos leer los capítulos de ambas novelas y gradualmente quedaré como un príncipe ante Yoana: el exhumador le devolverá la vida al cadáver insuflándole poesía. Perfecto.
YOANA, 19 de enero de 2018
Ayer me encontré por casualidad con Antonio. Algo raro le pasa. Apenas me vio se acercó y me abrazó con fuerza. “Hey, Ambrosio, cómo va todo. Qué tal las cosas en el palenque”, me dijo. No le di importancia, supuse un simple lapsus linguae, pero decidí seguirlo hasta su apartamento. Lo llamé pero el operador anuncia que el número está fuera de servicio. Le escribí un correo electrónico, todavía no ha respondido. ¿Debo reportar esto al director del proyecto, espero un poco? (¡Pero qué “director del proyecto”! ¡Si más bien parece un “traqueto”…! ¿Mejor debería llamarlo “patrón”?) Como sea, dejaré que los días decidan.
MAQUETA 5: Sándwich de cebolla
Era una mañana soleada de martes, cerca de las nueve. Agobardo entró a la panadería y ocupó una de las mesas modulares forradas en fórmica que amueblaban el local. Pidió un tinto. Afuera lo esperaba un campero, del que habían descendido dos guardaespaldas, ahora apostados en la esquina. El conductor, según la costumbre, esperó al volante. Un par de minutos después apareció Yency. Se sentó frente a Agobardo y pidió una cocacola con un pan francés.
—Todo aprobado, pelao —dijo Agobardo y encendió un cigarrillo—. ¿Contamos con vos o no?
—Claro, patrón —dijo Yency—. Pa’ las que sea.
—Listo, entonces te explico. Toca viajar este domingo a Bogotá por tierra, temprano. En la terminal te recoge “El Enano”, un parcerito que te ayuda con toda la vuelta en Tabogo. Él te lleva al hotel donde se van a quedar esa noche. Allá les llega doña Hermelinda, que te corta el pelo y te entrega un vestido de ejecutivo, ése va a ser tu disfraz. Al otro día “El Enano” te deja directamente con don Darío, en el aeropuerto.
Agobardo sacó del bolsillo del pantalón un papel y una grabadora de mano y los depositó sobre la mesa. Desdobló la hoja. Era un plano de la silletería del avión.
—Éstos son los asientos en los que van a viajar don Darío y vos. El tuyo es éste, el que da al pasillo, para que podás grabar todo lo que digan los sapos, que van en estas sillas del otro lado —indicó el narco.
—Claro, patrón, de una.
—Eso. Don Darío te pasa un maletín, pero ése ni lo mirás, tampoco lo podés abrir, ahí van unos papeles que necesitan en Cali. ¿Cómo es la vaina?
—El maletín ni lo miro, lo entrego en Cali tal como va.
—Así me gusta, parcerito. Manejar la grabadora no tiene ningún misterio. La ponés en la manga del saco, con esta parte hacia afuera, porque éste es el micrófono. Empezás a grabar cuando don Darío te diga, y listo, te gozás el resto del viaje. En el aeropuerto de Cali le devolvés el maletín y la grabadora al hombre, él te pasa el billete y te venís pa’ tu casa por tierra de una. ¿Sí te queda todo claro o no?
—Todo claro, patrón. Usted sabe que conmigo no hay pierde.
—Así se habla, pelao —concluyó Agobardo—. Acordate que ...

Índice

  1. Portadilla
  2. Página de título
  3. Créditos
  4. I. Los homónimos de antonio cervantes
  5. II. La biblioteca imposible de yoana moungolo
  6. III. Manual del sexo furtivo en la biblioteca y el museo bogotanos
  7. Sobre el autor
  8. Índice