Cartas de los hombres
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Cartas de los hombres

  1. 196 páginas
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Cartas de los hombres

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Índice
Citas

Información del libro

Penélope escribió cientos de copias de la misma carta para entregársela a todo aquel viajero que arribara a Ítaca con la esperanza de que al menos una de ellas llegara a las manos de Odiseo. No obtuvo respuesta. Sin embargo, podemos imaginar qué vuelco hubiera dado la situación en Ítaca si Penélope hubiera mostrado una sola carta a los voraces pretendientes que la acosaban y se disputaban su lecho.Graciela Rodríguez Alonso ha imaginado y escrito para los hombres y las mujeres de hoy esas cartas de Odiseo y de Jasón, de Aquiles y de Hércules.

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Información

Año
2017
ISBN
9788494659799
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Odiseo
«¿Veinte años para llegar a casa?
Un hombre halla sus naufragios,
se cuenta a sí mismo la historia que convenga»
stephen dunn
Odiseo a Calipso, diosa reina de Ogigia, a punto de recuperar la libertad tras ser su prisionero durante siete años
Tú duermes, blanca y oro, como haces siempre tras gozar del amor. Yo no quiero cerrar los ojos esta noche. Desde la oscuridad espío el borde del cielo, aguardo el despertar del sol, busco las manos del viento en la espuma del mar. Partiré con la luz de la mañana, contengo el grito de libertad que se eleva desde mi garganta. Siete años de espera, atrapado en la profundidad de la piedra, asediado por tu insaciable deseo de amor. Resuena el rugido del tiempo en la cima de las olas; gritan alisos y cipreses con la voz de la noche; retumba su eco en esta estrecha y húmeda cueva.
Y mientras tú duermes, caprichoso cuerpo inmortal, mármol blanquísimo que cubre de nieve la arena entre sábanas de plata, yo escribo palabras de hombre para que puedas leerlas durante toda la eternidad no vaya a ser que un día, de los infinitos que aún te quedan por vivir, olvides mi nombre. No sabes vivir en soledad, sé que atraerás a otros en cuanto me haya ido. Tenderás las redes de la felicidad engañosa y no te será difícil encontrar a quien caiga en la trampa de tu belleza y abrazado a ti acepte las promesas de eterna juventud.
¿De qué sirve cumplir tantos años? Tus ojos están cerrados. Vives como la araña atada a la cárcel que tejes. Dormitas entre alambres de seda, buscas compañía para llenar la inacabable celda que habitas. ¿Para qué quieres tu belleza inmóvil, esa que tanto proclamas, si luego necesitas las caricias y la sangre de la piel que envejece pero es cálida, la piel de quienes, irremediablemente, habrás de separarte llegado el día final? Sí, existe el día final, pero tú no lo comprendes pues no vives los días sino la frialdad del tiempo que no alcanza a rozarte con sus dedos. ¿No ves que hasta las rocas tiemblan? Mira las grietas recubiertas de verdín, palpa las hendiduras por las que se introduce la sal, agita con tus dedos los pocillos horadados cubiertos de agua en los que bulle alegre la vida minúscula.
Partiré antes de que despiertes pues no me fío de tu palabra sin peso, leve como la niebla, falsa como el ardiente brillo del sol sobre la arena, fuego que el náufrago sediento confunde con frescos manantiales de agua. Dijiste que me amabas, dijiste que para demostrármelo podría partir en cuanto este encierro se me hiciera insoportable y dejara de amarte de la manera que tú pretendes. Dijiste que nadie había pisado esta isla desde que me salvaste y ayer encontré una carta escondida bajo la labor que tejes. Está rota y deteriorada pero el inicio no ofrece duda: «Esta carta te la envía Penélope a ti Odiseo, que tanto tardas. Pero no me escribas ninguna respuesta, ven tú en persona». Cuando las lágrimas me dejaron terminar de leer lo poco que de ella queda comprendí que se la habrías arrebatado a alguno de los que me precedieron.
Nunca te he mentido: hace mucho que sabes que ya no te amo aunque acuda a tu lecho. No esperaré a que abras los ojos y tus brazos venenosos me reclamen de nuevo. Llevo años derramando lágrimas, suplicando que me dejes partir de esta prisión en busca de mi anciano padre, mi esposa, mi hijo. Tu envolvente amor no puede hacerme olvidar lo que de verdad ansío, mucho menos ahora que tengo en mis oídos la llamada de Penélope. Si quieres abrazos y risas y bailes entre los alisos, si quieres palabras que susurren sin cansarse en tu oído lo bella que eres, salva si puedes a otro náufrago de la muerte para guardarlo entre estas piedras como si de un cangrejo se tratara.
Te divertirás. Jugarás a perseguirlo entre las rocas, cantarás con tu lira la melodía de su nombre, le harás encaramarse a tus manos y deslizarse poco a poco por tu piel, atarás sus adelgazadas piernas entre las tuyas, sutilmente, con la sedosa dulzura que despliegas cada vez que deseas algo. Sin darse apenas cuenta quedará aturdido por la niebla del placer, se sentirá durante un tiempo el más afortunado de los hombres, beberá de las fuentes de ambrosía, disfrutará del vergel de esmeraldas que has dispuesto para ocultar las terribles rejas de tu capricho.
Pero por mucho sándalo que prendas, por muchos manjares que lleves a su boca y besos cubran sus ojos, un buen día despertará, tú lo sabes, y no querrá jugar más, pues al descubrirse convertido en cangrejo, arrastrándose entre las rocas, recorriendo una y otra vez el mismo mapa de tus manos, retrocediendo cada minuto sin avanzar jamás, su único deseo será recuperar el cuerpo de hombre, los brazos, el torso, las piernas, navegar muy lejos para encontrar otras tierras de hombres, volver a notar la quemadura del sol y la sal resecándose en sus labios, sentir cómo se rasga la piel de sus doloridos dedos de hombre, recobrar viejas manos de guerrero por las que corra de nuevo la sangre caliente, en las que grabe de nuevo sus cicatrices el punzón de los días.
Estoy despierto, nunca he estado tan despierto. Deseo vivir, enfrentarme al encuentro de los días, con sus principios y sus finales, recuerdo de la fugacidad de mi condición humana. Ya llegará la verdadera muerte para regalarme el descanso y la paz. Por eso en cuanto amanezca me iré para siempre de esta noche eterna, escaparé del resplandor de tu piel, mi cuerpo no volverá a navegar sobre el tuyo, saldré de esta silenciosa tumba de placer que has cubierto con iris y asfódelos. Me duele la blancura de tu piel, el peso de tu incandescente cabello, la hermosura que ha estado a punto de matar al hombre que soy convirtiéndolo para siempre en arena, en humo, en olvido.
Quédate con la inmortalidad de los astros, aguarda a las horas sin la emoción de la sorpresa, no tiembles jamás de miedo, no busques en tu rostro los cambios que provoca el amor, acumula con usura años y más años, años que no pueden contarse. Pero yo, que llevo cincelada en el surco de mis ojos la suma de los días y las noches que caben en siete inacabables años, elijo sentir el dolor, llorar de rabia, gritar de deseo; elijo la incertidumbre de los días, la añoranza del pasado, la prometedora aventura del futuro.
Quédate con este paraíso de arena, con la inalcanzable luna de plata, con los aromas del cedro y los bosques de tilos; quédate con estas estrellas negras pues yo quiero las mías, las que iluminaron mi nacimiento y el de mi hijo que tal vez por tu culpa ya me haya olvidado; quédate con estas olas y este viento que no llevan a ningún sitio más que a tus brazos y a tus cuevas pues las olas y el viento que yo quiero son los que me devolverán a las tierras de Ítaca donde abrazaré a mi padre, a mi hijo Telémaco y a mi esposa.
Recuerdo cómo escribías tu amor sobre la arena con aquéllas ramas que cortamos del tronco de un álamo cuando estar juntos era cantarnos y beber vino bailando sin añorar ninguna otra vida. Escribías «Amor» y «Odiseo». Yo te arrebataba la rama y dibujaba Ítaca. Aquí está el palacio, aquí el huerto de mi padre, en esta estancia juego con Telémaco, esta es la ensenada a la que arriban las naves, así es el lecho que construí para Penélope con mis manos. Tú no soportabas escuchar su nombre. «Yo soy más bella», gritabas. Y te reías cuando las olas destruían el huerto, la ensenada, el lecho.
Deseo que al despertar tus ojos busquen sin descanso en las aguas, que sientan el escozor del sol sin encontrar señal de velas henchidas en el horizonte; deseo que tu vientre añore cada noche el batir de otro vientre, que tus labios pronuncien el nombre que amas sin hallar jamás respuesta, que no haya manos que deshagan el nudo de tu manto ni pies que acaricien entrelazados los tuyos mientras los sumerges en el agua. ¿Podrás así comprender lo que yo he sufrido imaginando el dolor de mi familia, temiendo que cada día fuera el último de los concedidos a mi padre, añorando el olor de Penélope, olvidando poco a poco el rostro de mi único hijo hasta que ha terminado por desvanecerse en el silencio?
Te dejo esta carta cuyas palabras tampoco podrán borrar las olas. No me quedaré para morir entre la inhumana ternura de tus brazos. Debo contar al mundo la verdad de tu nombre, Calipso. Eres la enterradora, la ocultadora, la que provoca el olvido. Sabes muy bien que cuando todos lo oigan de mi boca te quedarás definitivamente sola. Tal vez entonces comprendas que la belleza no asegura el triunfo del amor, que los infinitos años no son sinónimo de emoción, que las lágrimas que nunca han mojado tus ojos, son el fruto de la dicha y el alivio de la pena.
Si llegara el día en el que comprendieras por qué rechazo tus dones, por qué mi único deseo es ser nada más que un hombre, llámame. Entonces sabré que en tu pecho de mármol late, abriéndose camino, la auténtica vida.
Odiseo a Penélope, desde el país de los Feacios, a donde llega tras un naufragio en su viaje hacia Ítaca
«Mi noble esposo de corazón de león». Así solías llamarme tú, la más hermosa de las mortales, la esposa fiel a la que anhelo sin descanso. Repito tu nombre, Penélope, como un latido, con la fuerza de las olas que acuden crueles a mojar mis pies sin descanso hora tras hora, un día y otro de cada uno de los años. Las mismas tempestades y furias que destrozaron tantas veces mis navíos, las mismas que arrastraron mi cuerpo desnudo hasta estas tierras a las que llegué casi muerto. Al abrir los ojos sólo recitaba, como en un sueño, ciertas palabras leídas en una extraña misiva que había encontrado oculta entre lienzos y rocas, pero no me preguntes dónde, tampoco cuándo, pues no lo recuerdo. Sólo sé que estaba prisionero en una gruta y lloraba al leer las palabras que aún suenan en mis oídos envolviéndome en el calor de tu boca. «Esta carta te la envía Penélope a ti Odiseo, que tanto tardas».
La tardanza es nuestro castigo. Si el destino me permitiera ver de nuevo las amadas tierras de Ítaca, haría falta que se detuviera el tiempo para que pudiera nombrar todas las ciudades que han visto mis ojos, todos los hombres que han muerto a mi lado cubriéndome de sangre, todas las penas padecidas en esta amarga errancia de la que, al parecer, aún sigo prisionero.
Yo también sufro, te añoro, grito. He perdido la cuenta de las innumerables veces que, durante estos largos años, he comenzado a escribir esta carta. Pero tan pronto como la termino así la rompo. Entonces grito como las gaviotas. Temo perder la razón, soy ave sin alas, mástil sin velas, clavado a la tierra. Quiero volar, elevarme, partir con los vientos. Escribo para acercarme a ti, para hablarte aunque sea en silencio: no obtendré respuesta pero venzo al olvido. Y luego rompo la carta para evitarte el dolor que imagino sentirías al tenerla entre tus manos. ¿De qué sirven las palabras si no puedes tocar, besar, amar a quien las pronuncia? Y peor aún ¿podrás jamás escucharlas de aquél que las envía? Puede que en el momento de recibirlas ya no aliente la mano que escribía. Así que, de nuevo, rompo la carta, arrojo los pedazos al mar, naves sin velas cargadas de palabras partidas, náufragos sedientos incapaces de gritar.
Amo y odio el mar. Odio la infinita distancia que me retiene, amo las promesas que ofrece. ¿Todavía bajas cada tarde a pasear a la playa? Acércate a la orilla como solíamos hacer, quién sabe si alguna de estas palabras perdidas con las que cubro las aguas será arrastrada hasta tus pies. No es imposible: cuentan que los restos de las flechas de la contienda troyana arribaron al cabo de los años a las playas de las costas egipcias cubriendo las arenas con su vergüenza de óxido y sangre.
Así recubre Troya mi cuerpo, tantas son las cicatrices que lo marcan, herido por flechas, por lanzas y espadas. Soy el astuto guerrero que mereció las armas de Aquiles. Mi fama me precede y ha salido a recibirme con honores por las ciudades a las que me han llevado los vientos desfavorables en este interminable viaje de regreso. Canta el noble aedo Demódoco las muertes de los héroes, crujen los cráneos quebrados, resuenan las armas, lloran los que escuchan las consecuencias de la guerra, mi nombre es aclamado junto a las gestas de Troya. La gloria me acompaña colmándome de títulos: hombre de múltiples argucias, de bellas palabras y noble pensar, el que sobresale por su ingenio. Es la herencia que dejo a nuestro hijo.
Pero no es éste el motivo por el que de nuevo te escribo, esta vez desde la tierra de los feacios. Una promesa hecha a mi madre me impide romper esta carta. No, no temas, aún no estoy loco. Llámame «el doblemente mortal» pues he regresado indemne de la morada de Hades: aún conservo la carne que recubre mis huesos, pero cargo el inmenso dolor del hijo que encuentra el alma de su madre envuelta en tinieblas, rodeada de lamentos. La dejé viva a tu lado antes de partir pero ahora sé que ya, jamás, podré volver a abrazarla.
Por ella he sabido de tu inacabable llanto asediada por despreciables pretendientes que ensucian y arruinan mi nombre; por ella que nuestro hijo Telém...

Índice

  1. Introducción
  2. Linceo
  3. Jasón
  4. Hércules
  5. Teseo
  6. Hipólito
  7. Demofoonte
  8. Protesilao
  9. Aquiles
  10. Paris
  11. Orestes
  12. Odiseo
  13. Macareo
  14. Eneas
  15. Faón
  16. Epílogo de un amigo de Ovidio Nasón
  17. Tras los pasos de los hombres. Lecturas adicionales