Correo del otro mundo El último pícaro
El propósito de Diego de Torres Villarroel (1693-1770) al componer su Vida (1743) —una de las autobiografías más divertidas, intensas y coloridas de las letras hispánicas— no consistía en honrar la verdad íntima con la ilustración de una deriva mundana, sino en redondear por escrito, con total desenfado, su existencia apicarada. Torres Villarroel no quiso monumentalizarse sino perfeccionar un mito: el suyo. Desterrado en Portugal, apunta Julio Torri en su breviario La literatura española (FCE), don Diego —llamado Gran Piscátor de Salamanca—, autor de almanaques y pronósticos en verso, maestro en Salamanca y el más grande e incondicional admirador que jamás tuvo Francisco de Quevedo, fue “sucesivamente criado de ermitaño, curandero-bailarín en Coimbra y soldado en Oporto”.
No era ningún fray Luis de León sino un trotamundos insaciable, lleno de manías. Ególatra que se complacía en el autoescarnio, escritor de un feroz y robusto individualismo, excéntrico, extravagante, enciclopédico.
A lo largo de su libro, hace un autorretrato con tintas implacables; predominan en él los rasgos caricaturales y un formidable gusto por las palabras; hay allí popularismo, wit a raudales, melancolía de intelectual aldeano: “La nariz es el solecismo más reprehensible que tengo en mi rostro, porque es muy caudalosa y abierta de faldones: remata sobre la mandíbula superior en figura de coroza, apagahumos de iglesia, rabadilla de pavo o cubilete de titiritero” (Trozo Tercero de la Vida).
Por la Vida, sabemos que las clases salmantinas de Torres Villarroel eran ruidosas y hasta violentas: en el Cuarto Trozo cuenta que cierto alumno treintón le soltó “un equívoco sucio” y él, en menos que tarda uno en decirlo, le tiró “a los hocicos” un compás de bronce de tres o cuatro libras.
Hay varias ediciones modernas de la Vida: en la colección Austral, de Taurus; en Castalia y en los Clásicos Castellanos de Espasa-Calpe. Ernesto Mejía Sánchez escogió la extraordinaria Introducción para una antología universitaria que recoge pasajes selectos de prosa española en los siglos XVIII y XIX. He aquí otros títulos de Torres Villarroel: Los desahuciados del mundo y de la gloria, Correo del otro mundo (al que esta columna, con su nombre, rinde homenaje explícito) y Sacudimiento de mentecatos.
Número 93,
febrero de 2005
Una fuente rulfiana
La palabra alemana que significa “investigación de fuentes literarias” es llamativa: Quellenforschung. Ese tipo de trabajos tuvieron una crisis de madurez: se les opusieron quienes opinaban que buscar huellas o influencias en los textos literarios menoscabaría la originalidad de las obras. Hurgar en las lecturas de los escritores no conduciría a nada bueno: ¿qué tal si el genio Fulanetas se había “fusilado” un texto de Menganetas, o un escritor no había dado a luz, minervinamente, su libro máximo, sino que había bebido en veneros inconfesables? Por eso para algunos entraña un escándalo la existencia de libros como la legendaria tesis doctoral (nunca publicada) de James Irby, profesor en Princeton, acerca de la influencia de William Faulkner en un puñado de narradores latinoamericanos, entre ellos Juan Rulfo. Éste era un insaciable lector de libros de relatos. En 1947 o un poco después debió leer la novela Derboranza, de un escritor suizo poco conocido llamado Charles Ferdinand Ramuz (1878-1947), quien alguna vez colaboró con Igor Stravinski en el libreto de la Historia de un soldado. Derboranza es una de las fuentes de Pedro Páramo.
La novela de C. F. Ramuz apareció originalmente en 1936 —el mismo año que el faulkneriano Absalón, Absalón— y la editorial española Juventud la puso en circulación en 1947; ésa fue la edición que Rulfo conoció, tuvo en sus manos y leyó, acaso con fruición, desentrañando similitudes, descifrando siluetas de fantasmas. En su prólogo a la Obra completa de Rulfo (Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977), Jorge Ruffinelli señala las raíces folclóricas de ambas historias, la de la novela suiza y de la mexicana, y añade el nombre del irlandés J. M. Synge en este cuadro de escritores con raíces o inspiraciones folclóricas o folclorizantes: un mexicano —jalisciense por más señas—, un suizo de las montañas alpinas y un irlandés de la “verde Erín”.
He aquí minúsculos pasajes de Derboranza para que el curioso lector los compare con la novela rulfiana: “están vivos y no están en la vida: están aún en la tierra y no son de la tierra […] No hacen ningún ruido; son como el humo, como una nubecilla; cambian de sitio como quieren”. Son los Aparecidos, los prodigiosos muertos que, parafraseando el poema de Bécquer, se han recatado, heridos, en la sombra.
Número 94,
marzo de 2005
Ayudalectura
“Era una horquilla, construida de tal modo que pudiera montarse en la nariz de un hombre […] como el jinete en el lomo de un caballo […] Y, por ambos lados, la horquilla continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas delante de cada ojo, llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas como fondos de vaso. Con aquello delante de los ojos, Guillermo solía leer, y decía que le permitía ver mejor que con los instrumentos que le había dado la naturaleza.” Tal es la descripción de unos lentes medievales —los del detective franciscano Guillermo de Baskerville— en la novela El nombre de la rosa (1980), de Umberto Eco; se parecen a los que, en el mundo hispánico, designamos “quevedos”, por el nombre del poeta Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645). Apenas podemos imaginarnos a éste sin los adminículos proverbiales que dieron origen a aquella palabra epónima.
Para la ciencia de la Edad Media la mirada no era, como sabemos hoy, la impresión sensible que recibe nuestro cerebro a través de los ojos; era algo muy diferente: la mirada salía de los ojos para captar el mundo en forma de “rayos visuales”. La mirada: “rayo que no cesa”, más que cuando dormimos… y ni aun así —ni siquiera en la noche del sueño.
Es probable que el inventor de los lentes fuese el legendario Roger Bacon, también franciscano, una de las figuras más llamativas el siglo XIII, conocido como Doctor Admirable; esa atribución está insinuada en la misma página de El nombre de la rosa que cité al principio de este Correo.
Miopes y astígmatas agradecemos esa invención formidable, sea de quien fuere. Nos acompaña a lo largo de la vida; se confunde con los rasgos de nuestras caras para siempre. Suelo protestar cuando, a la hora de tomarme una fotografía oficial, me piden que me quite los anteojos: “Así soy, esto soy.” Un lentudo, un “cuatro-ojos”. Aquel insulto desabrido quedó muy lejos, en la asendereada infancia de mil escolapios; ahora nos acerca, siquiera milimétricamente, a Argos, guardián prodigioso, poseedor de cien ojos.
Esto ha sido, pues, un elogio de los lentes, las gafas, los anteojos, las antiparras, los quevedos. Entre nuestros ojos y el mundo; entre nuestras pupilas y el texto, dos almendras transparentes. Qué maravilla.
Número 95,
abril de 2005
El bibliófilo Próspero
Los libros del duque de Milán fueron puestos en la barca del exilio, junto a Miranda, por el diligente cortesano Gonzalo. El noble milanés estimaba esos tomos “más todavía que su ducado”, y Gonzalo bien lo sabía. Esos volúmenes fueron la fuente de un inmenso poder mágico. William Shakespeare no explicó en La tempestad cuáles eran esos libros; pero a fines del siglo XX un cineasta inglés, Peter Greenaway, en la huella de Borges, conjeturó sus títulos y sus contenidos.
Los libros de Próspero eran 24. El último, fechado en 1623, contenía 36 obras teatrales; la última no estaba escrita —19 páginas en blanco indicaban ese vacío— y se titulaba The Tempest. El ejemplar lucía, grabadas en oro, estas iniciales: W. S. Por eso, por la importancia central o cardinal de los libros de Próspero en la fábula prodigiosa, la película de Greenaway se titula Los libros de Próspero. La idea de llevar una vez más a la pantalla cinematográfica la obra shakespereana fue de sir John Gielgud, uno de los actores cuya condición legendaria puede afirmarse sin la menor exageración.
La visión ultrabarroca de Greenaway no esconde en ningún momento las finas líneas de fuerza del relato y de sus imágenes en movimiento, imágenes cinematográficas: la magia de Próspero es la magia de las voces. Prácticamente todos los parlamentos fueron grabados por Gielgud; él es, por lo tanto, el actor, el autor y el personaje: él mismo, William Shakespeare y el mago Próspero, depuesto y desterrado duque de Milán.
La dirección de Peter Greenaway puso de resalto este homenaje a Gielgud. Los libros de Próspero se convirtió, así, en la afirmación más enérgica del arte teatral por medios cinematográficos, y más todavía: en una de las adaptaciones más originales, poderosas, sublimes y poéticas de una obra literaria de primer orden.
Nunca olvidaré mi profunda impresión al ver por vez primera Prospero’s Books en una salita de la ciudad de Nueva York. El desbordante Fellini —con quien conversé, ¡en una óptica romana!, en 1975— me pareció tímido junto al despliegue de Greenaway y su profusión de citas literarias, pictóricas, arquitectónicas; frente a la caligrafía como nunca antes fue vista en el cine; ante su imaginación rizomática.
Número 96,
mayo de 2005
Gaiman y el sueño
La palabra cómic encierra, como en filigrana, la escena teatral, sus personajes, sus historias, su dramatismo. Es comedia bidimensional y fija; comedia de dibujos acompañados de textos descriptivos, de diálogos, de acotaciones; de iconos entrelazados con palabras para representar la acción y las aventuras imaginarias de otros mundos. Trazos y colores en lugar de escenografía y vestuario; figuración del movimiento en lugar del movimiento mismo, de bulto; puesta en escena sobre papel, con tintas diversas, lejos de los proscenios y los cicloramas: así se despliega la teatralidad de las historias ilustradas para niños, de todos conocidas. ¿Habría alguien tan, pero tan alejado de la realidad real, sin la menor noticia de ellas? Es dudoso, casi imposible.
Un paso adelante del cómic editado por millones es posible encontrarse con otra forma mucho más estilizada del fenómeno: la “novela gráfica”. La frase, conflictiva e indeliberable (¿letras o imágenes?), le rinde homenaje a un género literario (la novela) y busca, al mismo tiempo, redimir de su popularismo consumista una forma de diversión infantil: los “monitos” se transforman en historias ilustradas en busca de su Balzac, de su Tolstoi, de su Laurence Sterne, de su Cervantes. Sin llegar a tanto, Neil Gaiman (nacido en 1960) fue figura principalísima, a lo largo de la década de los años noventa, de los novelistas gráficos de lengua inglesa. Es un artista inglés emigrado a los Estados Unidos; pero se llevó con él su bagaje cultural y literario, sus ambientes y sus ensoñaciones insulares; se llevó, en fin, la lección de sus maestros: C. S. Lewis, J. R. R. Tolkien, J. B. S. Haldane, tantos otros. Narnia, la ciencia dura, la Tierra Media alimentaron sin cesar sus trabajos; además, algunas de sus invenciones prefiguran personajes ultraconocidos como...