La sociedad inclusiva: entre el realismo y la audacia
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La sociedad inclusiva: entre el realismo y la audacia

  1. 212 páginas
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La sociedad inclusiva: entre el realismo y la audacia

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Los dos ensayos que componen este libro pretenden explorar las inquietudes e incertidumbre de un tiempo de zozobra que ha puesto a prueba las conquistas sociales, los sistemas de bienestar y la capacidad de afrontar con éxito el sufrimiento evitable. Un diálogo interdisciplinar al que se ha convocado a la economía, la política, la sociología y la intervención social.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2015
ISBN
9788428828567
Categoría
Sociología

CAMBIO SOCIAL, CRISIS ECONÓMICA
Y ESTADO DEL BIENESTAR

JOAQUÍN AZAGRA ROS

1

¿TIEMPOS PASADOS FUERON MEJORES?

1. De la incertidumbre al miedo
¿Acaso ya nada es lo que era? Quizá tanto como eso no, pero se convendrá en que al menos muchas cosas no son como antes. Y algunas de las que no son iguales fueron en su día determinantes de modos de pensar, de actuar, de adquirir identidades, de relacionarnos con los demás, de articular la sociedad. Se ha cobrado conciencia de ello con la crisis, pero en realidad ha sido solo el estallido; el detonante estaba en marcha. Los cambios vienen de lejos, y una ilustre nómina de autores explicaba desde hace años que la realidad se había transformado en todos sus niveles y había alumbrado una nueva sociedad. Hace tiempo que Zygmunt Bauman oponía los valores de la sociedad posmoderna, que calificaba de «líquidos», a los más sólidos, que veía diluirse poco a poco (Bauman, 2003). De la mano de Bell, Goldthorpe, Touraine, Beck, Judt, Maaluf y otros hemos tanteado definiciones para esta nueva sociedad: posfordista, posindustrial, posmoderna, líquida, global, del riesgo, rota, sin brújula... Definiciones que querían resaltar algún perfil más determinante que otros, pero cuyas características comunes hacían siempre referencia a dos hechos: uno, el de una sociedad cambiada y cambiante; y dos, la complejidad sobrevenida que sembraba de incertidumbres el futuro. Una sociedad acerca de la cual teníamos más preguntas que respuestas. No, no es que la crisis haya «subvertido» el orden anterior. Lo había hecho ya la propia evolución de las realidades económicas, sociales, culturales, geopolíticas... y todo a escala mundial.
Lo que quizá sí haya hecho la crisis sea trocar lo que era perplejidad e incertidumbre en desconfianza respecto a las instituciones y en miedo al futuro. Porque esta crisis provoca fuertes desgarros sociales y reclama autorías, cuando no culpabilidades. Su fisonomía y efectos apuntan a la supeditación de la política a la coerción de la economía. Tal parece que ni la política ni el derecho gobiernen la sociedad, y cunde la sensación de que los poderes públicos no tienen la fuerza necesaria para situar en el centro de sus preocupaciones la cohesión social, que era la piedra angular del que Delors llamó «modelo social europeo», aunque no fuese tal, pues no tuvo realidad institucional en los tratados y solo parcialmente en las políticas de la Comisión Europea. Cada Estado articula sus sistemas de protección de modo singular, y resulta impropio hablar de un modelo común.
Esta sensación creciente de que «lo social» pierde terreno frente a las exigencias del mercado deslegitima la política y alienta actitudes corporativas, posiciones gremiales, discursos populistas y xenófobos, protestas antisistema. Pero no alternativas. Porque la mayor paradoja radica en que, al constatar la súbita quiebra del crecimiento, esta rica y desigual Europa ha reaccionado más asustada que indignada y, pese a haberse gestado la crisis en un sector tan emblemático del capitalismo como es el bancario-financiero y tras una fase de desregulación y liberalización de los mercados, se ha mostrado en las elecciones de la mayor parte de países, más proclive a reafirmar el sistema que a sustituirlo. Eso sí, la crisis ha potenciado populismos de distinto signo. En los países ricos del centro y norte, de corte fascistoide; en los del sur, radicales de filiación izquierdista. La divisoria entre dos Europas también se concreta en sus expresiones políticas. El miedo es un mecanismo conservador, aunque a veces suela revestir formas antisistema.
O tal vez no sea eso solo; tal vez sea la falta de alternativas a esa letanía que repiten quienes afirman que un futuro sólido debe construirse sobre la desregulación, sobre la flexibilidad laboral, sobre el recorte del gasto público, sobre la renuncia a derechos consolidados... Más allá del conveniente debate de ideas, ¿cómo no va a dar miedo ese futuro? Ulrich Beck lo define como la «política de la inseguridad» y apunta sus ya visibles consecuencias: «El empleo remunerado se torna precario, los cimientos del Estado del bienestar se derrumban, se programa la pobreza de los ancianos, las historias vitales se desmenuzan y, con las arcas vacías, las autoridades no pueden asumir la demanda creciente de protección social» (Beck, 2013, 35). Políticas a las que se oponen defensas de lo existente y demandas de empoderamiento de los sectores afectados, pero no programas creíbles, coherentes, con voluntad de integrar mayorías y que contengan un proyecto de modelo social. Quienes en su día fueron los impulsores del pacto europeo por la democracia y la cohesión social, básicamente socialistas y democristianos, no solo son incapaces de ofrecer esas alternativas, sino que aparecen a ojos de muchos como obsoletos, cuando no cómplices de la crisis del sistema.
Que no se vislumbre una alternativa creíble tiene consecuencias devastadoras en una sociedad en la que han aumentado las diferencias internas, el individualismo y la competitividad. Porque alientan soluciones parciales y actitudes corporativas, cuando no propuestas gremiales. En parte, pero en parte determinante, ocurre porque se han acentuado diferencias en el seno de las clases sociales. Se han ido segmentando clases medias y populares, descubriendo contradicciones internas: de obreros insiders respecto a los outsiders, de trabajadores protegidos frente a precarizados, de clases medias en riesgo de empobrecimiento frente a profesionales de alto nivel de vida y sueldos millonarios... Cuando se debilita la cohesión social se hacen más patentes las contradicciones y los conflictos «intraclasistas» resultan más visibles y frecuentes que los interclasistas. De ello se deriva ese aliento antes aludido a propuestas populistas o xenófobas. Y la dificultad para articular proyectos con voluntad mayoritaria.
¿Cómo redirigir tanta inseguridad, tanta perplejidad y tanto miedo al futuro en acciones positivas que cristalicen en un proyecto para mayorías sociales? Se trata de palabras mayores. Y lo son porque aluden a los valores, a las pautas de conducta, a las formas relacionales y, por supuesto, a los cambios vehiculares de las instituciones. Se ha repetido desde distintas ópticas: las instituciones actuales demandan reformas. Más aún, habríamos de «repensar» todo el Estado en su conjunto. En lo que tiene de dinamizador del crecimiento y orientador de modelos productivos. Pero también en lo que significa de vehículo de intereses ciudadanos, de democracia transparente, representativa y participativa. Y, desde luego, en un tercer nivel que resulta básico para este trabajo, en su condición de garante de la protección social, de articulador de la cohesión vía solidaridad fiscal, de herramienta esencial de las acciones encaminadas a la inclusión social. Aun limitando la reflexión a este último ámbito, siguen siendo palabras mayores: la reforma del Estado del bienestar. Reformas digo, y no recortes, porque no se puede consentir que la palabra «reforma» se vincule a las actuaciones encaminadas a lograr una mayor desregulación, una reducción de los servicios públicos de protección, a un recorte de gasto público. No, el reformismo forma parte de la historia del progreso, y en el recorrido que tengan las reformas está alguna de las claves de nuestro futuro.
Parece, pues, pertinente partir del análisis de cuáles son las circunstancias nuevas que están poniendo en cuestión la continuidad de un modelo social que fue construido con gran esfuerzo y amplios consensos, pero que hoy es objeto de críticas. Se le llega a adjetivar de inviable por considerarse muy gravoso y aún más por restar competitividad a la economía en tiempos de competencia creciente y global. Pertinente, digo, porque, en efecto, algunas críticas tienen bases reales cuya raíz está en la deriva del propio Estado del bienestar. Su aumento de volumen no siempre ha ido en la dirección más redistributiva y ha adquirido vicios de funcionamiento, excesos de burocratización y rasgos corporativistas. Todo lo cual demanda revisión.
El Estado del bienestar: las circunstancias de su éxito inicial
En ese sentido cabe aceptar que el Estado del bienestar, surgido en Europa a mediados del siglo XX, fue fruto de unas circunstancias históricas que no sé si calificar de irrepetibles, pero que desde luego hoy no son las mismas. Ni las socioeconómicas ni las geopolíticas, y ni siquiera las de la teoría económica que alentó el proceso, o sea, el keynesianismo. Porque en aquella época se dieron cita condiciones tan favorables que difícilmente volverán a darse: una coyuntura económica y geoestratégica propicia, un «bloque social interclasista» mayoritario y cohesionado tras un proyecto y una teoría económica aceptada y adecuada para instrumentar políticas que hicieran posible una larga época de desarrollo con una cohesión social sin precedentes.
Así fue. La Europa de los años cincuenta se ubicaba en el centro de la Guerra Fría entre los dos grandes bloques que, liderados por Estados Unidos y la Unión Soviética, representaban sendos modelos económicos enfrentados: capitalismo liberal frente a planificación soviética. Entre esos dos bloques se abría paso una tercera vía –quizá la única verdadera tercera vía– que humanizaba el rostro del capitalismo y frenaba el contagio revolucionario. El apoyo americano, la difusión de los avances tecnológicos, el desarrollo del fordismo y su capitalismo gerencial, la aportación de los trabajadores más el factor adicional de unas materias primas baratas y una energía a precios bajos, por el papel subordinado de los países productores de materias primas y petróleo, significaron toda una serie de factores que propiciaron el crecimiento económico que daría soporte a la intervención del Estado para responder a las demandas de una población democratizada, introduciendo prácticas redistributivas desde la acción pública.
Porque ese es el quid de la cuestión. El Estado del bienestar venía a reflejar un gran pacto que interesaba a mayorías sociales. Satisfacía las demandas de los obreros y daba protagonismo a los sindicatos. A través de estos, la praxis reivindicativa obrera cedía empuje revolucionario y ganaba en pactismo. En plena eclosión del industrialismo fordista, la clase obrera nucleaba un movimiento que no solo convenía al resto de clases populares, sino también a las medias, especialmente a las que crecían con el desarrollo económico, las clases medias asalariadas. A la vez, tampoco pasaban inadvertidos los beneficios del modelo a las clases propietarias. A cambio de aceptar regulaciones laborales y mayor presión fiscal, la estabilidad lograda, la paz social conseguida, les ofrecía el mejor seguro para sus inversiones y actividades. El acuerdo social tuvo su correlato político. Los socialdemócratas aceptaron el Estado del bienestar como conquista propia y la democracia cristiana rescató la idea de economía social de mercado para sumarse al consenso. Lo cierto es que, salvo conspicuos liberales enemigos de cualquier regulación del mercado, las más aceradas críticas vinieron del ámbito comunista, que imputaba al Estado del bienestar ser un mecanismo antirrevolucionario por legitimador del sistema capitalista.
No andaba desencaminada esa parte de la izquierda. A fin de cuentas, la teoría económica sustentadora de las políticas redistributivas e intervencionistas era de matriz keynesiana: «El keynesianismo se difundió por los países europeos cuando los políticos comprendieron que atender las demandas de más intervención del Estado contribuiría a evitar la inestabilidad experimentada en el período de entreguerras causada por la ortodoxia hacendística clásica y liberal. Los políticos encontraron en el keynesianismo la justificación de sus políticas expansivas y redistributivas» (Comín, 1996, 160). En efecto, había sido Keynes (no solo él; la...

Índice

  1. Portadilla
  2. Presentación
  3. Cambio social, crisis económica y estado del bienestar
  4. Pobrezas, acción social y sociedad inclusiva
  5. Sobre los autores
  6. Notas
  7. Contenido
  8. Créditos